Pero no, señora
–decía el tipo de la tele- no hay peligro.
Susana sabía bien que no
hay peligro. Qué peligro puede haber en una reconstrucción con actores,
perfectamente supervisada por especialistas.
Pero igual no podía
anticipar cómo iba a reaccionar ella al subir de nuevo a un colectivo que era casi
ese mismo colectivo en el que, a un paso de la muerte, el disparo la había
salvado, tres años atrás.
Qué iba a sentir.
“Puedo enloquecer”, pensó en primer
momento; luego fue cambiando de idea a medida que el tipo de la tele le iba
exponiendo las alternativas de la grabación, la cuidadosa selección de la escenografía y
hasta el modo en que, insistentemente, el productor del documental había pedido
que ella, la protagonista de la historia en la vida real, participara. Porque
aunque la situación había sido colectiva, el programa se centraría en la
experiencia de Susana.
Aceptó por fin y el
día de la filmación estuvo en el lugar dos horas antes del horario
especificado. Todavía no había llegado el grueso del equipo, pero un asistente le sirvió un café y se ofreció a mostrarle el colectivo en el que se desarrollaría la grabación.
Por fuera no se parecía casi en nada, pero por dentro era idéntico. Por un
instante la mente de Susana flaqueó y sintió una conmoción en su cabeza, como
si el cerebro le temblara dentro del cráneo. La sensación rápidamente
desapareció. Pero Susana le atribuyó a ese raro malestar aquella especie de Déjà vu que experimentó
después. Fue cuando sus ojos pasaron por casualidad por un agujero en el
tapizado viejo de uno de los asientos y creyó recordar ese agujero. Durante
unos instantes se quedó mirándolo y sintiendo que ella había estado en otra
ocasión, mucho tiempo antes, midiendo como ahora cada milímetro de estopa que escapaba del orificio del cuero y el pliegue irregular de color negro, suelto y
apunto de salirse por completo.
Olvidar ese instante
fue sólo cuestión de ver entrar al productor y un grupo de gente del canal que
la arrastró parloteando a la sala de maquillaje y de allí a un cuarto pequeño
con cámaras y micrófonos.
Alguien dijo que
estaban por empezar.
Sentada con una tela
azul como fondo, Susana fue contando paso a paso los hechos.
Guiada por las
preguntas que hacía uno de los productores parado detrás de cámara, habló vacilante de la mañana
del veinte de abril de 1994. De las ocho y cuarto de esa mañana, cuando tomó el
colectivo a una cuadra de su casa. De las ocho y veinte, cuando, dos cuadras
más adelante, El Morocho subió al colectivo. Contó que apenas si le había
prestado atención al verlo. Después el correr del tiempo para ella no era tan
preciso.
Contó cómo poco después,
al detenerse el colectivo ante un semáforo, el morocho se levantó de su asiento y le pegó
un tiro en la nuca al chofer. El vehículo ya no arrancaría. Susana sentía
escalofríos mientras rememoraba las más de dos horas que siguieron.
Veía sin esfuerzo a
los policías rodeando el colectivo, el muerto caído sobre el volante, con las
manos colgando; los pasajeros que temblaban sin saber qué seguía después.
Porque nadie lo sabía; y El Morocho lo sabía menos que ninguno.
Que al tipo le decían
El Morocho era algo de lo que se enterarían mucho más tarde (Algunos periodistas pronunciarían con cierto
placer ese apodo cada vez que informaran del caso). Por ahora sólo sabían lo
que veían: Era un hombre moreno de unos treinta años, mal vestido, que gritaba
cosas incoherentes y a cada rato agarraba de los pelos a alguno de los pasajeros y le ponía el
cañón de la pistola en la cabeza, amenazando con tirar del gatillo.
La policía trataba de
negociar con él, pero cualquier palabra, cualquier expresión que llegara de
afuera, le parecía una agresión personal, un desafío implícito. Se ponía
furioso, se levantaba, simulaba que fusilaba a alguien y luego lo dejaba
riéndose de él, como si lo considerara indigno de ser asesinado.
Después, mostrando
algo que parecía arrepentimiento, iba a dejarse caer con los ojos vidriosos y la
frente arrugada en el último asiento.
En tanto, el círculo
que formaba la policía alrededor se iba estrechando.
Al final, el Morocho
vino hacia Susana. La había mirado varias veces antes, y la última lo hizo con
más detenimiento, como evaluando cada detalle de su fisonomía. Susana lo
contaba sin que el llanto de sus ojos llegara a su garganta, sin que se colara
en su voz; igual que aquella vez mientras suplicaba por su vida, sabiendo que
esa mirada del Morocho significaba que era la que había elegido. Cuando sintió el frío
del cañón apoyado en su frente vio la cara del Morocho y supo que esta vez no
era un simulacro. A ella sí la mataría.
Cerró los ojos.
Esperando.
Y escuchó el tiro.
Curiosamente, en verdad lo que oyó no fue el ruido del arma al disparar,
tampoco la cabeza del Morocho reventándose para salpicarla con sesos y sangre.
No. Lo que escuchó fue el estallido de los vidrios de la ventanilla al ser
atravesados por la bala del francotirador, y después el cuerpo laxo del Morocho
al caer.
Cuando terminó de
contarlo, algo amargo le daba vueltas por la garganta.
-Bien -dijo alguien
detrás de las cámaras y los reflectores que le impedían ver al personal de
producción- con eso alcanzará
-Ahora hay que grabar
la reconstrucción- dijo otra voz.
Los reflectores se
apagaron y de nuevo el parloteo y la vorágine que la llevó de regreso a
exteriores, donde esperaba el colectivo,
ahora rodeado de equipos.
Esta vez el vehículo
se llenó de gente con cámaras, luces y aparatos que Susana desconocía. Vio una
claqueta que tenía garabateada con tiza la frase “Al borde de la muerte”, el
título del documental. En los asientos había extras. Un tipo llegó con una
camisa manchada con algo parecido a la sangre. Reía mientras conversaba con el
microfonista.
- Cuando el director
lo diga, todos se van a ir- le explicó a Susana un productor- usted se quedará
con los cámaras y los extras, y empezará la reconstrucción. En esta parte,
alcanza con que esté aquí, en su asiento. ¿Era el quinto de la derecha, verdad?
Bien. Nosotros ahora nos centraremos en el Morocho, que ya está por llegar.
Hasta ese momento Susana
estaba muy tranquila.
Fue la voz
distorsionada del director dando órdenes a través del megáfono lo que la inquietó.
Otro megáfono había sonado también aquella vez, tratando de persuadir al
Morocho de que soltara el arma, que se entregara.
El Morocho, que ya
estaba subiendo al colectivo, apuntaba al chofer. El disparo sonaba tan
real. El cuerpo del colectivero se aplastaba de golpe contra el volante,
rebotaba violentamente y quedaba con los brazos colgando. La sangre bajaba por
los brazos y goteaba de sus dedos.
El morocho. Su cara.
Susana veía la cara del Morocho y se obligaba a pensar que aquél era un actor, porque eso era.
Sin embargo el
Morocho se veía tan igual; tan brillosos sus ojos, y las mismas arrugas
frunciendo su frente.
Ese morocho era El Morocho, y avanzaba hacia donde estaba Susana. La voz del megáfono
le ordenó detenerse, pero no hizo caso.
Blandía el arma sin dejar de
mirarla.
Susana escupió un
sollozo agrio y frío.
Sus ojos volaron al
único asiento que quedaba desocupado en todo el colectivo. En él seguía, como
aquella vez, el agujero en el tapizado. Ahora lo recordaba: ese agujero había
sido lo último que miró esa vez cuando el arma se apoyaba en su frente. Allí
miró ahora. Después, igual que en aquella ocasión, cerró muy fuerte los ojos.
Oyó los gritos
desesperados del director desde el megáfono.
La carrera de los
productores, subiendo apresurados al colectivo.
Los gritos histéricos
de los extras al descubrir por fin que algo no estaba bien.
Y esta vez sí,
escuchó el tiro de la pistola.