27-12-15 Mensajes


Somos mensajes en botellas lanzadas a un océano de gente que no sabe leer. 
Pero somos mensajes.
Sin hablar, sin escribir, sin mover un sólo músculo, igual estamos diciendo.
Y hay silencios que expresan tanto que no alcanzaría la vida para traducirlos en palabras.
Somos el reflejo de lo que nos habita; la canción que canta el espíritu ahí adentro. 
Somos fácilmente descifrables para quien tenga el código en el que estamos redactados, escritos, impresos en la superficie del tiempo.
Pero muy pocos buscan esos códigos. Muy pocos se dedican a tratar de entender.
Somos ignorantes ilustrados, leyendo amplios volúmenes para saber lo que no nos servirá, y desechando los dos o tres signos que nos salvarían la vida.
En multitud, o solos, siempre decimos algo. Somos un enjambre de significantes que buscan alguien que los decodifique.
Pocas veces sucede el milagro, pero puede suceder: Dios toca a alguien que por un instante habla en lenguas extrañas y pronuncia las palabras. Esas dos o tres palabras que no significan nada para todos, pero sí para alguien en especial. Ese alguien sí las entiende, y para él son al mismo tiempo lágrimas, o caricias, o nostalgias, o risas, o ausencias, o desesperaciones, o amor...
Y entonces se produce el milagro más grande de todos. Nos sentimos comprendidos, abrazados, reconocidos, plenos.
Sólo faltan oídos abiertos, corazones de puertas arrancadas, almas en carne viva... Recolectores de significantes. Almas a las que una variación en la densidad del aire o la salinidad de una mirada no les resulten indiferentes.
Somos el mensaje que alguien está esperando recibir.
En algún lugar, perdida en este océano de cartas escritas con garabatos extraños, está la palabra que me hará feliz. Dedicar la vida entera a buscarla es la única manera sensata de invertir el tiempo.
En algún lugar -tal vez en estas líneas- se esconde mi propio criptograma en clave enigma.
Somos mensajes a punto de revelarse, y nuestras voces están siempre a un paso de ser escuchadas.

DAMIAN - Aventuras de un segundo suicida

UN GATO DE COLORES

Eran una mujer gris acompañada de un hombre gris y dos chicos igualmente grises. La camioneta en la que viajaban era de un sepia apagado y la ruta estaba apenas demarcada en el campo desierto.
En la radio sonaban canciones de amor. Casi todas sobre gente que se ha ido, cariños que ya no existen, lágrimas envejecidas.
El hombre tenía unas patillas enormes y desprolijas; su cabello, bastante ralo y desordenado. Aferrado al volante parecía al límite de la concentración.
La mujer era morocha y apenas si rompía el silencio cada muchos kilómetros para preguntarle a su marido si quería tomar un mate. Él casi siempre contestaba que sí, aunque sólo tomaba dos o tres y daba las gracias.
Los dos chicos eran de unos diez o doce años, y si se los miraba bien se descubría que uno de ellos en realidad era una nena, pero su cabello corto y su ropa descuidada hacían que no se diferenciara demasiado de su hermano varón.
Estaba amaneciendo, y todos pedían en silencio que apareciera alguna estación de servicio donde parar a cargar combustible, desayunar, ir al baño.
-¿Falta mucho?- preguntó en algún momento la nena.
-No sé, hija. Este camino es nuevo para nosotros- contestó el hombre.
La mujer cebó el último mate, con lo que quedaba de agua en el termo. Se lo alcanzó a su marido, pero el hombre lo rechazó. “Tomatelo vos”, concedió. Ella se encogió de hombros y acabó de un chupón con el resto de agua caliente, que a esta altura en realidad era agua tibia.
El cielo estaba encapotado, aunque de a ratos el sol de invierno les regalaba una aparición fugaz que terminaba enseguida, y su luz no dejaba de ser, en el mejor de los casos, un resplandor débil que se denigraba a sí mismo.
En algún momento apareció por fin la estación de servicio a un costado de la ruta, y la familia entera respiró con alivio.
Pararon cerca de los surtidores, y el hombre de las patillas dijo:
-Si tienen que ir al baño, vayan ahora, que yo me quedo en la camioneta.
Había que cuidar la camioneta, y no dejar que nadie se acercara demasiado, pero con elegancia.
Poco después, ya estaban de nuevo en la ruta con el tanque lleno, agua caliente en el termo y un paquete de bizcochos sin abrir.
El viaje era tedioso, y las horas pasaban sin mayores novedades que alguna planta seca al costado del camino o el esqueleto de una vaca blanqueando en el campo.
-Estamos muy cerca- anunció el hombre.
En la camioneta hubo un rumor general, cuando se superpusieron la voz de la mujer diciendo que “por fin”, con la del chico preguntando cuan cerca era ese “cerca” del que su padre hablaba, y la de la nena, que preguntó qué era eso que había más adelante en la ruta.
El padre estaba por contestar la pregunta del chico cuando notó lo que había dicho la nena.
Era cierto. Adelante había un vehículo que estaba parado en el camino.
Trabajosamente adivinaron que era un patrullero, por la baliza que titilaba en el techo.
Era un Ford Falcon blanco, con una parte que debió haber sido azul, y letras borrosas. Se inclinaba hacia un costado como si tuviera una rueda pinchada, pero cuando estaban más cerca quedó claro que sólo se lo veía así porque tenía los amortiguadores destrozados.
Por un momento pareció que sería cuestión de pasar junto al móvil sin mayores contratiempos, pero entonces una de las puertas se abrió y salió un policía que, a juzgar por el modo de caminar, estaba experimentando un severo hormigueo en los pies a causa de tantas horas sin moverse.
Ya dijimos que no pasaba nadie por esa ruta.
Asique, tal vez sólo por hacer algo que le ayudara a recuperar la circulación, el policía se puso a agitar las manos y exagerar la orden de que se detuvieran a un costado.
Lo de parar a un costado también era de gusto, porque no venía nadie detrás, y todo indicaba que no iba a venir nadie.
Era un policía de cara triste.
Tenía los ojos llorosos y su boca era una rayita a punto de borrarse y dejarlo sin palabras para siempre. Pero por ahora podía decir:
-Bajen del vehículo. Estamos haciendo un control de rutina.
El hombre de la patilla y su familia habían hablado mucho de la posibilidad de que esto pasara. Tenían muy bien planeado qué hacer en este caso, y fueron siguiendo al pie de la letra lo acordado.
Bajaron uno a uno, por la única puerta que se podía abrir, y se quedaron parados esperando.
-¿Va a llevar mucho tiempo? Mi hijo no se siente bien- dijo el hombre, tratando de sonar respetuoso pero firme.
-No se preocupe, señor. Si usted no lleva nada raro acá, va a pasar sin problemas.
Hubo un instante en el que el hombre y su mujer cambiaron miradas de preocupación. Tantos kilómetros recorridos sin que nadie los molestara, para que acá, tan cerca del destino, un policía aburrido les ahogara los planes de toda una vida…
Pero el plan era un mecanismo complejo, en el que se habían contemplado todas las variables. Para cada una había un pequeño sub-plan que venía a sustentar el plan mayor.
El policía miró debajo de los asientos, en la guantera. Aparte de polvo, no encontró nada raro.
Hasta que miró atrás.
-¿Qué llevan en ese cajón?- preguntó.
El cajón era de madera y agarraba casi toda la parte trasera del vehículo. Imposible no verlo.
-Juguetes de los chicos- explicó el hombre, como sin darle importancia al tema.
-¿Lo puede abrir?- dijo el policía.
-Eso es lo que yo quisiera, pero la estúpida de mi hermana perdió la llave- intervino entonces el chico.
-¡Más estúpido serás vos, nene!- contestó la chica.
Y acto seguido empezaron a empujarse y chillar.
-¡Basta chicos!- gritó la mujer.
-¡Quietos!- decía el padre.
Pero los dos chicos no pararon en absoluto. Sordos a los gritos de sus padres, cayeron trenzados rodando por el piso, gritando como locos y pegándose.
Los padres acudieron a separarlos, pero parecía imposible hacerlo.
Entonces el policía intervino, tratando él también de terminar con el enfrentamiento, pero se ligó una bofetada infantil en plena cara que lo dejó inmóvil, más sorprendido que afectado por el pequeño golpe.
Al final la pelea pudo ser controlada, pero la nena chillaba como loca abrazada a su madre y el chico tiraba patadas y puñetazos al aire aferrado fuertemente por el padre.
-Perdone, oficial. Debe ser el viaje que los pone así. Le juro que son unos chicos maravillosos y para nada violentos- explicaba la madre tratando de hacerse oír en medio del griterío. De todos modos, el policía no la escuchó más.
-Suban a la camioneta y váyanse- dijo con rabia mal contenida mientras se pasaba la mano por el lugar donde le habían pegado la bofetada.
El tiempo que tardaron en volver a estar ubicados en los asientos resultó casi nulo. Fueron un relámpago gris que acabó cuando la camioneta se puso en marcha.
El policía, parado en la ruta al lado de su auto viejo y achicándose cada vez más en el espejo retrovisor de la camioneta, era un espectáculo tan desolador que nadie dijo nada por un buen rato.
Después fue la mujer quien rompió el silencio:
-“Juguetes de los chicos”… Somos buenos con la ironía.
El hombre arqueó las cejas y respondió:
-Yo no tengo la culpa si a los chicos les gusta jugar con dinamita.
Si no hubieran sido una familia gris en una camioneta de color sepia, en ese momento se hubieran reído a carcajadas. En cambio apenas si sonrieron y la mujer sacó el termo para cebar unos mates. Los chicos se quedaron dormidos al poco rato, abrazados y cansadísimos por la pelea que tan bien habían representado.
En la radio sonaba Serrat cantando Romacillo de Mayo.
Ella miró a su marido por un rato, y al final, como él no parecía darse cuenta de que lo observaban con tanta atención, preguntó:
-¿Te acordás de esta canción?
-Sí. Dijo él. Sus labios grises hicieron una mueca rápida y los ojos se le pusieron brillosos, aunque no salieron de la ruta. Después murmuró algo que ella no escuchó.
Aunque era pleno día, todos sentían una nostalgia de los tiempos del verano, de esa luz distinta que hacía mucho tiempo no veían…
Siguieron algunos kilómetros de silencio.
Pasaron junto a un viejo hotel abandonado.
La mujer señaló un punto en el mapa.
- Es acá- dijo
- Entonces en cualquier momento vamos a ver el puente- comentó el hombre.
Aunque no hacía falta anunciarlo. Todos en la familia habían estudiado los mapas innumerables veces. El viaje, cuya planificación comenzara mucho antes de que los chicos nacieran, había sido repasado miles de veces.
La mujer había hecho plastificar el mapa años atrás, con la esperanza de que durara más tiempo, porque se trataba de un tipo de hoja de ruta que no se consigue fácilmente, pero el uso constante había desgastado también esa protección.
Algunas noches, mientras el padre apagaba el televisor blanco y negro y la madre se sentaba ante el piano a tocar unas melodías viejas, los chicos deletreaban los nombres de las localidades que aparecían al costado de la ruta en el mapa e imaginaban cómo serían esos lugares.
Ahora los habían conocido a todos, y ya estaban muy cerca del destino.
Cuando el padre vio que se acercaban al puente, aminoró la velocidad.
Alguien podría haber dicho algo, pero no había nada que decir. Era exactamente como lo habían imaginado todos. Simple, un puente cualquiera, y en él –no del otro lado- debería estar el final de su viaje.
Casi a paso de hombre, para poder disfrutar cada detalle, se fueron acercando.
Al final las ruedas delanteras de la vieja camioneta pisaron el puente y se detuvieron.
Bajaron, y fueron sin dudar a uno de los laterales. Se asomaron poniendo las manos en la baranda y vieron el arroyito pobre que pasaba bajo sus pies. Un hilito de agua que apenas se veía, enredado en piedras oscuras de coronillas resecas.
Parecía imposible pensar que ese cauce de agua estuviera conectado con tantos otros, pero los mapas lo mostraban claramente. De ahí, el agua iba a unirse con muchísimos arroyos más. Entre ellos, el que estaba a pocos pasos de la casa que había visto crecer a los chicos. Cuando todo terminara, esperaban volver.
Pero fue algo en lo que apenas pensaron, porque el regreso también estaba en el plan.
Dieron media vuelta y se enfrentaron al otro lateral del puente, donde estaba la pared.
Un paredón gris de una altura increíble que hasta ese momento se había confundido bastante bien con el cielo del mismo tono, pero visto de cerca era imposible ignorarlo. Es que allá arriba, en el horizonte en el que acababa el paredón, había un chorreadero parecido al que se encuentra en los bordes de los baldes de pintura usados. Pero este era multicolor. Luego la pared misma, si se la miraba bien, estaba salpicada por gotitas de colores. Los chicos estiraron sus manos grises y acariciaron la pared. Les quedaron manchadas de cielo, de hojas, de tierra, de campos de trigo. La pared iba desde y hasta donde la vista podía abarcar, y detrás de ella se escuchaba un ronronear suave, como el que suelen hacer los gatos cuando son acariciados.
Los chicos empezaron a jugar con las manos sucias de colores y se manchaban entre ellos, corriendo de una punta a la otra del puente.
Mientras tanto, el padre y la madre habían bajado el cajón de la camioneta, haciendo un gran esfuerzo, y lo colocaron junto a aquella pared.
Después sacaron el carretel con la mecha y la conectaron a la dinamita.
Los chicos bailaban de alegría alrededor de los padres mientras estos trabajaban, y era en vano pedirles que se quedaran lejos o explicarles que lo que estaban haciendo era peligroso. Más se lo decían, más los excitaba lo que se fraguaba ahí, al pie del paredón.
Sólo se alejaron para seguir a sus padres cuando estos empezaron a retirarse, desenroscando el carretel y extendiendo la mecha.
Todos subieron de nuevo a la camioneta y se alejaron muy despacio. El padre manejaba y la madre, asomada a la ventanilla de su lado, llevaba el carretel, que se iba haciendo cada vez más liviano mientras giraba rápidamente.
Cuando al final el hilo de la mecha se terminó, estaban muy lejos y el puente se veía de nuevo pequeño. La pared pasaba inadvertida otra vez en el gris del cielo y su ronronear de gato mimoso no se oía en absoluto, aun cuando apagaron el motor.
El padre sacó de un bolsillo un viejo encendedor Zippo abollado y encendió la mecha. Enseguida el fuego empezó a avanzar, correteando por la soga con la traviesa gracia de un ratoncito. La travesura para la que habían soltado a ese roedor chispeante lo esperaba en el lateral del puente en el que estaba la pared, y hacia allá iba.
La familia a pleno entonces bajó con entusiasmo unas sillas plegables de la camioneta y se sentaron de cara al puente, tan lejano.
La mecha ya estaba completamente fuera del alcance de la vista de todos y por ende cuando llegara a destino lo haría sin avisar.
-No parpadeen- dijo el hombre
-Tápense fuerte los oídos- aconsejó la mujer
Los chicos se cubrieron las orejas con las manos e hicieron caso al pie de la letra del consejo de no parpadear, con lo que se les llenaron los ojos de lágrimas mucho antes de que pasara algo.
El silencio estaba en todas partes. La pared seguía siendo muy difícil de distinguir.
-¿Falta mucho?- dijo en algún momento la nena.
-Shhh- la hizo callar su hermano
-Es que me lloran los ojos de tanto tenerlos abiertos sin parpadear
-Aguantá
Y la nena aguantó un poquito más, pero no le gustaba llorar y sentía que las lágrimas que ahora le nublaban por completo la vista se iban a empezar a desbordar. Asique parpadeó.
Y en ese instante la parte encendida de la mecha se juntaba con la dinamita.
Hay que reconocerlo: El ruido fue decepcionante. Apenas un estallido lejano. Los chicos creyeron que era porque se habían tapado los oídos, pero aquí se ha dicho que al hablar entre ellos, ambos podían escucharse, por lo que es obvio que un estallido colosal hubiera atravesado la inocente protección de las manitos. Con o sin las manos tapándoles las orejas, lo único que podía escucharse a tanta distancia era un pequeño y modesto estallido.
Y como el sonido viaja más despacio que luz, debieron admitir que si no la oyeron, tampoco verían la explosión.
Apenas les llegó la imagen de una nubecita gris que se levantaba del puente como confirmación de que la dinamita había estallado, pero la cantidad no era suficiente como para que la explosión se viera desde tal distancia.
-No pasó nada- dijo la nena con un tono de reproche que al padre le dolió más que una terrible bofetada.
-Esperen- dijo la madre – sólo esperen un poquito más.
El padre se acomodó en su silla, pero miró al piso. Mucho tiempo después iba a decir que él nunca dejó de creer en el plan, pero su esposa, que lo conocía muy bien, siempre supo que en ese instante en el que miró al piso fue porque había perdido la esperanza. Ella nunca lo iba a decir. Era una de esas cosas que las mujeres guardan en sus corazones sólo para ellas.
Se escuchó un suspiro que, por lo profundo, pareció venir del pecho del hombre, pero en realidad había salido del nene.
Y después, el crujido.
Primero, como la canción triste de una planta en el momento de ser derribada.
Después, una creciente furia de bestia herida.
El gato colosal ya no ronroneaba. El gato del muro estaba ahora furioso, porque ese pequeño agujerito insignificante que la dinamita había hecho, estaba dejando pasar el color.
El océano de color que estaba contenido detrás de la pared, que alguna vez, muchos años atrás, había sido arrastrado hasta ahí por vaya a saber qué abrazo de gigante egoísta, ahora empezaba a agitarse. Era una cantidad de color cuyo volumen, masa y extensión son imposibles de abarcar por la imaginación humana. Era como un planeta tierra paralelo, pero compuesto sólo por los colores. Los colores que alguien se había robado atesorándolos detrás de esa pared.
Ese ronronear de gato cariñoso y servil que se escuchaba antes, iba creciendo ahora a medida que, desde el puente lejano, se veía crecer una grieta vertical que parecía partir el cielo ahí donde la pared gris estaba perfectamente camuflada entre nubes grises.
La grieta revelaba, de a poco, un chorro de miles de colores que saltaba desde abajo, desde la base del puente, se elevaba al cielo, y caía muy lejos, tan lejos que no se podía distinguir el lugar exacto.
-Eso es el arcoíris- dijo la madre.
Los chicos miraron con los ojos y las bocas abiertos muy grandes de puro asombro. Era mucho más increíble de lo que habían soñado. Porque, hay que aclararlo, los chicos conocían los colores desde antes. Los veían en sus sueños. Ya se sabe que los sueños son de colores, no como los muestran en algunas películas donde la gente sueña en escala de grises. No. Porque ni siquiera los monstruos más horribles pueden robarles el color a los sueños de un chico. No porque no lo intenten; simplemente porque no se puede y ya está.
La grieta creció. Se volvió más ancha.
El gato, o tal vez el gigante egoísta que se había robado los colores, rugía con la voz de mando áspera y gastada de los que no serán obedecidos. Y la pared se empezó a partir. El lugar elegido por el padre en sus investigaciones de tantos años no había sido designado al azar.
Ese sitio era crucial para la estructura de la pared. Quebrada esa resistencia, toda aquella represa se empezó a romper.
Y el color inundó el arroyito, mojó sus rocas secas, sus curvas desaparecieron en la furia de un caudal mucho más abundante de lo que jamás había transportado, y siguió ensanchándose. La crecida se acercaba. De un momento a otro, el hombre ordenó que todos subieran a la camioneta, y se pusieron en marcha.
Habían hecho cálculos y más cálculos, porque esta parte del plan era la que más los excitaba y no querían que saliera mal. El hombre acarició el medidor de velocidad y puso en él tanta atención o más que la que ponía en el camino.
Es que el camino era recto, y en cambio la aguja iba y venía, hasta que él pudo hacer que quedara fija en un punto exacto. Era la velocidad que, dado el cálculo matemático complejísimo que había hecho, iba a desarrollar la marea de color al empezar a expandirse.
Los chicos, arrodillados en los asientos, sacaban las cabezas por las ventanillas para mirar hacia atrás, donde la marea venía acercándose, y gritaban tan entusiasmados que ni siquiera se les entendía lo que estaban diciendo.
El gato colosal venía tras ellos, pero su inconmensurable furia ya no les daba miedo. Cuando su zarpa acarició el paragolpes trasero de la camioneta y luego la fue rodeando y cubriendo, todos celebraron con un grito al unísono.
Con el velocímetro puesto en el punto señalado, la camioneta se mantuvo en el lugar exacto en el que la marea avanzaba. Estaban en esa raya de espuma que llega con la marea cuando besa una playa, solo que en este caso, la marea no retrocedía. Iba siempre hacia adelante, y ellos podían ver cómo la pintura multicolor acababa con el mundo tal como lo conocían para devolverles uno mucho más hermoso.
Tenían el tanque lleno. Tenían provisiones de mate y bizcochos.
Ya podían dedicarse a disfrutar de la vista más increíble que haya pasado ante los ojos de ningún ser vivo jamás. El color se volcaba sobre campos grises que de golpe recuperaban el verdor, pero la monstruosa catarata de arcoíris desbordado los manchaba de amarillos y violetas, y azules… Las olas de color salpicaban el cielo y se enroscaban alrededor de las nubes en un infinito hervidero de abrazos celestes. El color que se arrastraba por la ruta, por las casas al costado del camino, por el pelaje de los animales. La zarpa del gato atrapaba a los pájaros en pleno vuelo y los devolvía con sus plumas llenas de color.
La camioneta, medio sepia, medio de coloreada ahí donde la marea la tocaba, avanzaba a la velocidad exacta mientras adentro los chicos gritaban y desobedecían la vieja norma de no sacar los brazos por las ventanillas. De hecho, sacaban medio cuerpo para mancharse de color; y al volver a meterse en la cabina se reían a carcajadas mientras se pasaban las manos por todo el cuerpo y veían aparecer los colores de la ropa, de la piel, de los botones, y de los asientos de cuero que se estaban empapando de color.
Afuera, la marea arrasaba ciudades, edificios altísimos, pequeñas casitas. La gente la veía venir y, por instinto, corría a cubrirse, pero luego se dejaban llevar por ese resurgir de la vida que se les metía adentro por los ojos, ahogándolos de felicidad plena.
Al final, los chicos vieron que la camioneta se desviaba y tomaban por una calle que todos conocían.
Entonces el padre bajó por fin la velocidad, se relajó, y dejó que la marea tapara la camioneta, inundándola por fin.
El padre y la madre se besaron.
Despacio, recorrieron el camino que llevaba a la casa en la que vivían, descubriendo de nuevo tantos detalles que en blanco y negro habían pasado inadvertidos todos esos años.
La casa, el parque, la puerta con un montón de diarios apilados, de cada uno de los días que habían pasado afuera, realizando la expedición… ¡Todo estaba tan distinto!
La marea era imperceptible, porque al fin estaban en ella.
En el patio vecino, una señora anciana miraba con estupor sus flores, descubriéndolas de nuevo.
Cuando estacionaron la camioneta frente a la casa, a ambos los sorprendió el silencio repentino que reinaba en el vehículo.
Al mirar al asiento de atrás, descubrieron el motivo.
Agotados por el viaje, por la pelea de mentira en la ruta, y por la aventura, los chicos se habían quedado dormidos.
-Uno cada uno- dijo la mujer.
El hombre sonrió. Y así fue como se repartieron la tarea de llevarlos a sus camas y dejarlos allí, profundamente dormidos, soñando con gatos traviesos y mundos en los que nadie podrá robarse nunca más los colores ni encerrarlos detrás de paredones grises.