Decálogo para entender un chiste

 "Los bebés al nacer son bastante feos... menos el cantante de U2, que era Bonito"

Acá van las aclaraciones:
1- Es un chiste
2- Es un chiste porque dice algo que no es cierto y tiene un final inesperado que provoca risa (Eso es un chiste).
3- El que inventó este chiste no odiaba a los bebés
4- El que inventó este chiste no odiaba a u2
5- El que inventó este chiste no odiaba la música
6- El cantante de U2 se llama Bono, y en diminutivo vendría a ser "Bonito"
7- El cantante de U2 no odia a los bebés; Los bebés no odian a U2; Y de hecho está comprobado que los bebés gustan de la música, aunque no específicamente de U2, porque a esa edad todavía no distinguen bien entre "With Or Without You" y "El baile del Pimpollo"
8- "El baile del Pimpollo" no es de U2. Por eso el punto 7 también debe ser considerado un chiste, si tomamos como criterio de evaluación lo planteado en el punto 2
9- Si al crecer los bebés eligen escuchar "El baile del pimpollo" no merecen ser echados del país ni excomulgados. Es una elección, nada más.
10- Bono no es un bebé, nunca cantó "El baile del Pimpollo" (no que sepamos), no odia la música (de hecho calculamos que la ama) y no nos consta que haya sido excomulgado o necesite un decálogo para entender un chiste de 15 palabras.

Sapos que se miran a los ojos

Afuera llueve y sopla un viento bastante fuerte, pero el calor todavía no se fue. Se asoma un sapo a la puerta del estudio, que sigue abierta. El sapo me mira. Lo miro, con ganas de sacarlo de una patada. Entiende el mensaje y retorna al patio. Fin de la historia. Así, el hombre y el animal vuelven a entenderse de manera tácita.

Al fin y al cabo todos estamos hechos del mismo barro y nos pasan cosas no tan distintas, aunque con diferentes puertas y diferentes lluvias...

27-09-2022 Por qué lo haríamos

Por qué lo haríamos. 
Por qué motivo iríamos hasta el borde del mundo. 
Qué nos haría levantar otra vez después de haber caído a los cinco segundos del primer asalto.
Por qué bajaríamos los pies de la cama, sabiendo que tal vez la presencia que nos asusta está ahí abajo, acechando en la sombra.
Por qué tendríamos ganas de reflejar la luz del sol que entra por la ventana, para llevarla al rincón en el que se adhirieron las últimas horas de la madrugada.
Para qué hablaríamos. Para qué, si las sombras son un argumento tan pesado e irrefutable.
Por qué buscaríamos algo más que estirar las comisuras de la boca hacia arriba o hacia abajo según corresponda.
Qué más decir cuando todo parece expresado. Qué paso sería el correcto, cuando nos tocó marchar en esta multitud de guerreros de terracota.
Por qué daríamos algún paso.
Y por qué yo no me estaría haciendo cargo de estas preguntas, si soy el que las enuncia; Por qué sumarte a vos, al punto de plantearlas en plural como hasta ahora...
Tal vez porque la noche sería más oscura sin vos.
Tal vez porque la mano que se estira en la oscuridad tiene que tocar otra mano que la andaba buscando. Y cuando dos manos se encuentran en medio de la noche, producen un estallido de luz, una provocación insolente dirigida al universo, una aceleración del proceso que convierte a las estrellitas en novas y supernovas.
Decir que existen dos que se encuentran es enunciar una refutación del vacío tan contundente que no hay física que valga. 
Cientos de volúmenes de apologética se pueden sintetizar en la tibieza que emana de un abrazo, o de una lágrima.
Hacemos lo que hacemos porque, como decía Julio, andamos para encontrarnos.
Claro que iríamos hasta el borde del mundo, y saltaríamos al vacío, y nos hundiríamos en el oleaje aceitoso de las dudas, y pelearíamos mano a mano con los monstruos que esperan debajo de la cama.
Claro que nos pararíamos después de haber caído de trompa en la lona pasados cinco segundos del primer asalto.
Claro que lo intentaríamos de nuevo.
Y de nuevo.
Y otra vez.
Lo haríamos porque este encuentro es todos los encuentros. Porque en este abrazo subyacen todos los abrazos que se dieron y darán en la historia del mundo. En este abrazo somos los primeros y los últimos. En este abrazo están todos los que se amaron antes, en la realidad y en la ficción. En las plazas, en las películas en blanco y negro, en los andenes, en las novelas de Corín Tellado, en los lugares comunes, en cualquier vereda sin alma que se convierte en única e irreemplazable sólo por haber sido el escenario de un encuentro.
Lo haríamos por todo eso, porque vale la pena, porque lo entendimos, porque rendirse nunca será una opción.
Lo haríamos, y en el hacerlo estarían respondidas todas las preguntas.

Trenes del verano

Adónde nos llevaban esos trenes que circulaban por los campos oscuros y polvorientos del verano.

Qué nombres identificaban a esas caras que de vez en cuando aparecían en la intermitencia de los andenes. Gente apurada por subir, bajar, llegar subir, bajar, llegar, subir, bajar, llegar y siempre así hasta el final.

Qué historia fundacional se escondía en cada amontonamiento de lucesitas que aparecían de vez en cuando. Los carteles con nombres de pueblos desconocidos no nos decían nada. Tal vez alguien inventaba cada noche un nombre nuevo y lo colgaba a la vera de la vía para entretener a los viajeros. Bien podía ser así.
Qué otras versiones del silencio había, dando vueltas allá afuera, donde no se escuchaba el tac-tac de las ruedas de acero zapateando en los rieles. Qué otras voces infamarían esos silencios. Silencios de ranas cantando a la vera de un arroyo pidiendo agua. Silencio de vacas rumiando y soltando leves mugidos de placer de vez en cuando. Silencio de niños dormidos que hablan en sueños contándose las aventuras del día, esos delitos terribles de los que papá y mamá no deben enterarse.
Cómo eran las casas solitarias que se identificaban en plena noche sólo por la luz amarillenta que salía de sus ventanas. Quiénes vivían ahí. Qué hacían despiertos a esas horas. Qué preocupaciones los desvelaban hasta tan tarde. Qué programas estarían viendo en sus televisores. Qué canciones estarían sonando en sus radios. Qué libros se habrían dormido junto con ellos, acurrucados en sus regazos.
A quién pertenecían esos caballos que de puro entusiasmados corrían por unos segundos a la par del tren y nos regalaban el espectáculo majestuoso de sus crines ondeando a la luz de la luna como si cada uno llevara una ola del mar haciendo equilibrio sobre sus cogotes.
"103 asientos", decían unos carteles chiquitos que iban atornillados cerca de las puertas de cada uno de aquellos vagones. Qué forma tendría el árbol imaginario que quedaría dibujado en el mapa al trazar la trayectoria de cada uno de esos 103 caminos que se habían juntado en la estación al partir y se irían separando con el paso de las horas y los carteles con nombres de pueblos reales o imaginarios.
Qué formas tendrían las casas que los esperaban. Qué sonidos empezarían a escuchar cuando bajaran en el andén y el tren se hubiera alejado.
Qué colores y texturas tendrían las sábanas entre las que descansarían por fin del traqueteo del viaje. Qué otros viajes emprenderían al soñar.
Es difícil ahora, tan lejos en el tiempo y el espacio, saber adónde iban los trenes perezosos del verano aquél...

Eternos reincidentes

"Siempre" y "Nunca" son dos palabras demasiado grandes para nosotros, tan chiquititos.

Tal vez soñaron un "para siempre" las hojas que brotaron en la primavera, pero ya lo ven... ahí están esta noche, volviéndose colchón de negrura húmeda en la vereda, y barro, y después nada.

Y al "Nunca más" lo podemos refutar toda la vida nosotros, los eternos reincidentes, que siempre volvemos a sonreír, a creer, y tal vez -por qué no- a darle una chance al amor...
Las palabras son importantes, pero tampoco tanto.
La felicidad transcurre casi siempre en silencio, cuando no hace falta decir nada.

BURBUJA

El peso específico de todas las tardes de domingo. La sombra que cae sobre la luna en los eclipses. La belleza siempre random de la cera derretida. La caricia que detecta, irregular, la cicatriz.
Todo eso que es placer pero dolor al mismo tiempo está encerrado acá, en esta burbuja que se escapa.
Todos los partes que se emiten desde el frente. Los campos blancos en la helada del invierno.
La reacción buscando acciones que le den por fin una razón de ser. Los pasos aburridos que va dando la rutina rumbo a algún sitio que ya sabe de memoria. Todo está en esta burbuja que se agranda, abarca el mundo y casi explota, pero no todavía.
La grieta que nació allá, en los cimientos, y se estira, ramifica, busca el techo.
El goteo de la lluvia en las canaletas oxidadas.
Todos los protones y neutrones que se mueven y están quietos y están acá pero también en cualquier otro lugar para que la cuántica cobre su sueldo a fin de mes con un bono a la eficiencia; para que le den otro premio al mejor empleado, aunque siga sin hacer lo único que serviría: disponer que la gente esté cuando no está, y viceversa, según lo exija la trama.
El peso específico de todos los anocheceres de todos los últimos días de vacaciones, y todas las mañanas después de navidad.
Todos los aullidos de los perros a la luna. Todos los incendios sofocados cuando sólo eran un fósforo. Todas las promesas no cumplidas. 
Todo lo que es pero no.
Todo está en esta burbuja tan fácil de desgarrar... Hasta el vértigo que sentís al estirar el brazo hacia ella. El brazo que se prolonga en una mano, que a su vez precede a un dedo que se estira y casi va a tocarla y ya la toca y se le escapa, pero el viento, y ahora sí, la toca.
Se hunde un poquito su superficie. La piel de las burbujas está hecha de un material extraño. Una aleación de cristal fusionado con niebla y con relleno de almohadas. 
El dedo presiona, y parece que la burbuja va a ceder. Hay un lapso de tiempo indefinido en el que prevalece el optimismo y la idea de que el dedo va a lograr atravesar la burbuja, entrar, salir de ella y todo seguirá sin mayores cambios. 
Pero al final no. 
Se produce el cataclismo. 
Si no existiera otro ruido en el mundo, podríamos aguzar el oído al punto de percibir la furia con la que se abre una herida en la piel de la burbuja, y la herida crece, se multiplica, y al final revienta.
En algún punto microscópico del piso llueven pedazos de burbuja, como chatarra espacial.
Pero acá, de este lado de las proporciones, la burbuja simplemente ha desaparecido. 
Y con ella, tantas cosas.
El mundo sigue girando. Parece que nadie se da cuenta. Pero nosotros no somos como ellos. Sabemos que hemos causado una tremenda alteración en el universo. 
Ahora, al mundo le falta una burbuja.
Y todo lo que tenía adentro.

SOMOS MENSAJES

SOMOS MENSAJES en botellas lanzadas a un océano de gente que no sabe leer. 

Pero lo que importa es que somos mensajes.

Sin hablar, sin escribir, sin mover un sólo músculo, igual estamos diciendo.

Y hay silencios que expresan tanto que no alcanzaría la vida para traducirlos en palabras.

Somos el reflejo de lo que nos habita; la canción que canta el espíritu ahí adentro. 

Somos fácilmente descifrables para quien tenga el código en el que estamos redactados, escritos, impresos en la superficie del tiempo.

Pero muy pocos buscan esos códigos. Muy pocos se dedican a tratar de entender.

Somos ignorantes ilustrados, leyendo amplios volúmenes para saber lo que no nos servirá, y desechando los dos o tres signos que nos salvarían la vida.

En multitud, o solos, siempre decimos algo. Somos un enjambre de significantes que buscan alguien que los decodifique.

Pocas veces sucede el milagro, pero puede suceder: Dios toca a alguien que por un instante habla en lenguas extrañas y pronuncia las palabras. Esas dos o tres palabras que no significan nada para todos, pero sí para alguien en especial. Ese alguien sí las entiende, y para él son al mismo tiempo lágrimas, o caricias, o nostalgias, o risas, o ausencias, o desesperaciones, o amor...

Y entonces se produce el milagro más grande de todos. Nos sentimos comprendidos, abrazados, reconocidos, plenos.

Sólo faltan oídos abiertos, corazones de puertas arrancadas, almas en carne viva... Recolectores de significantes. Almas a las que una variación en la densidad del aire o la salinidad de una mirada no les resulten indiferentes.

Somos el mensaje que alguien está esperando recibir.

En algún lugar, perdida en este océano de cartas escritas con garabatos extraños, está la palabra que me hará feliz. Dedicar la vida entera a buscarla es la única manera sensata de invertir el tiempo.

En algún lugar -tal vez en estas líneas- se esconde mi propio criptograma en clave enigma.

Somos mensajes a punto de revelarse, y nuestras voces están siempre a un paso de ser escuchadas.