31-07-17 Ver pasar la serpiente

En algún momento estás de nuevo parado en el puente mirando el agua que pasa indiferente. Y sabés que todas las veces fueron la misma vez, aunque ahora todo lo que ayer parecía infinito ya no lo sea. 
Como si eso que avanza allá abajo fuera una serpiente hecha de agua. Larga, pero no infinita. Como si en cualquier momento el río estuviera por mostrar su cola. El cauce se volverá cada vez más estrecho para terminar en una punta que después se irá bailoteando entre las piedras para perderse más adelante, dejándote un lecho reseco y gris. Es el momento en el que decidís; y lo hacés teniendo en cuenta tantas cosas que el vértigo es inmenso, pero más allá de todo lo que se agita en tu mente, hay algunos recuerdos que prevalecen escapando a la tormenta sin que los toque la furia.
La primera vez fue en el pueblo, a poco más de cien kilómetros de la Capital Federal.  En una habitación en la que sonaba “Lago en el cielo”, de Ceratti, y rodeados de humo de cigarrillos. A decir verdad, para ella no era la primera vez. Para él, fue algo así. La había amado con una profundidad loca y despojada que sólo se puede alcanzar a los 17 años. A esa edad un hombre todavía puede ser héroe, aunque su sueño más épico sea tocar pacíficamente la guitarra. A esa edad uno puede mirar unos ojos y sentir que en ellos se oculta la totalidad del universo, la totalidad del tiempo.
Y a esa edad el futuro es pura conjetura. Algo muy lejano y casi fantástico, como la próxima inundación del río, que se desbordaba cada tres o cuatro años y sumergía media ciudad.
Ella se fue a Capital al año siguiente. El amor se disolvió kilómetro a kilómetro y semana a semana. A veces él iba a visitarla y se encontraban en la plaza del congreso al lado de la estatua del pensador. La serpiente hecha de agua reptaba por Avenida de mayo, metiéndose entre los autos, brillando al sol, y ellos eran momentáneamente felices. Pero la distancia iba creciendo y al final ninguno de los dos supo el momento exacto en el que ya no eran nada el uno del otro.
Los peores finales son los que no se escribieron. Debería ser una ley de la naturaleza que a cada historia le corresponda un final. Aunque sea un final barato, de utilería; o uno pretencioso de culebrón, con un amante corriendo bajo la lluvia y una chica decidiendo su futuro en el altar. Un final cualquiera, pero un final.
Ella tenía veintitrés cuando se casó. Él se enteró una navidad, al volver al pueblo. Por ese entonces trabajaba en Misiones, como guía turístico. Había dejado momentáneamente su sueño de ser músico; sólo de vez en cuando se animaba a tocar la guitarra con un grupo de amigos, en las ocasiones en las que volvía a la ciudad. Esa vez estaban en un pub del centro. Él se distrajo mirando unas chicas en la barra y resultó que la morocha de vestidito azul era ella. Se había cortado el pelo a la moda y tal vez estaba un poco más delgada. Uno de sus amigos también la reconoció y otro informó que ella al final había logrado ser arquitecta, y que se había casado con un colega ese año. Él apuró lo que quedaba en el vaso y no dijo nada. Todos alrededor de esa mesa recordaban el noviazgo. Hubo alguna broma de hombres sobre aquella noche en el fogón de la primavera en la que él y ella habían desaparecido por unas horas. Más risas. Luego, todo el grupo subió a un escenario improvisado para tocar unas canciones de Ceratti. En “Lago en el cielo” él pensaba buscarla en el público y tal vez insinuarle una dedicatoria, pero ya no estaba y no volvería a verla ese verano. 
La noche se los llevó por diferentes carriles. Una noche que duró ocho años.  
Él conoció a alguien pero la historia no funcionó y de ahí en adelante fue pasando de unos brazos a otros sin encontrar exactamente lo que buscaba. También cambió varias veces de trabajo y formó unas cuantas bandas tributo a razón de una por verano, cada vez que volvía a su ciudad. Los trabajos eran cada vez mejores; las bandas tributo eran siempre más o menos iguales.
Ella y su marido obtuvieron varios proyectos importantes y se fueron a vivir a una casa enorme en Palermo.
Él, para ese entonces, había vuelto al pueblo por un tiempo pero después se fue a Capital, siempre detrás de mejores trabajos. Una noche de domingo se encontraron por casualidad. Él estaba saliendo con una estudiante de derecho. Se veían poco, pero la pasaban bien. Estaban en un bar donde tocaba ese tipo que canta igual que Joaquin Sabina, porque a la estudiante de derecho le gustaba mucho Sabina. En algún momento él se levantó para ir al baño y cuando volvía la vio llegar. 
Sola. 
Se acercó a saludarla. En el primer instante ella pareció incómoda. Pero luego lo invitó a sentarse mientras esperaba a una amiga que iba a caer de un momento a otro. Él se negó, mirando de reojo al lugar en el que su novia hacía palmas con el tema ese de los 19 días-y-no-sé-cuántas-noches. De acuerdo; había algo de tiempo, aunque no tanto como para sentarse. Le hizo las preguntas de rigor. Ella estaba muy bien. Tenía un hijo. Tenía proyectos geniales. Viajaba mucho. Había estado en el Coliseo el mes pasado. ¿Él no había visto las fotos? Ah, no la tenía en Facebook. Prometió agregarla y se dijo para sus adentros que obviamente no lo haría. Bueno, nada, me alegro de que estés bien. Y en los ojos de ella hubo un segundo en el que el paisaje del bar se puso borroso para luego reaparecer. Él le dio un beso en la mejilla y se fue justo en el momento en el que llegaba la amiga a la que ella esperaba.
Esa noche él se peleó con la fanática de Sabina. Y a la noche siguiente recibió la solicitud de amistad. La agregó sin dudar. Y poco después estaban chateando. Ella se iba a Oslo en pocos días. Él conocía menos mundo, a pesar de su profesión, y había muchas cosas de las que hablar, pero siempre terminaban hablando de los dos, aunque trataban de evitar el pasado y a decir verdad no les costaba evitarlo, porque los días de estudiantes se les antojaban lejanos, raros, algo que le había pasado a otro.
Ella ganaba muy bien. Tenía una carrera que envidiaría cualquier profesional de su edad. El hijo era un pequeño genio que leía a Mark Twain a los cuatro añitos. Habían tenido un perro, pero se murió. Seguían una serie sobre un tipo con cáncer que se convertía en fabricante de anfetaminas y, según ella, sería un gran éxito cuando la gente la descubriera. Los domingos se aburría bastante. Había intentado sin éxito hacerse vegetariana.  Y su marido la engañaba desde hacía más de diez meses, pero ella no había tenido tiempo de echarlo de la casa. Estaba buscando la manera de hacerlo pero no sabía cómo.
El placer de charlar se fue convirtiendo gradualmente en la desgarradora necesidad de verse, de tocarse.
Dos días antes de que emprendiera su viaje a Oslo, se encontraron en la casa que ella misma había diseñado para compartirla con alguien que en ese momento estaría en quién sabe dónde, con quién, y no importaba. El chico había ido a quedarse en la casa de su abuela y la noche era de ambos. Pensaban cenar, pero al final nunca ocurrió. En algún momento ella le sirvió una copa de vino y lo dejó eligiendo música. Cuando volvió, sonaba Lago en el cielo y el tiempo se puso a correr en reversa. El río cruzó entre ellos, retorciéndose entre las sábanas, desbocado, desesperado, febril, luego manso, y más furioso aún. Al amanecer todavía estaban juntos, desayunando en la cama y mirando unos dibujos de los que hacía ella. Ella,que ahora tenía puesta la camisa de él, que le quedaba enorme. Él la acariciaba a través de esa tela suave mientras ella, fingiendo indiferencia, le explicaba el proyecto de un puente ubicado en una provincia que en ese momento y a esa hora parecía remota, como salida de los mapas de la Tierra Media en un ejemplar de El Señor de los Anillos. Ella creía que los puentes eran la mayor y más bella de las creaciones del hombre, y aunque había proyectado varios, soñaba con construir ese puente en particular.
Cuando finalmente ella le devolvió la camisa, se despidieron dos o tres veces. Se besaron como novios. En el último abrazo, ella le acarició el cabello, que empezaba a ralear, y observó que él tenía algunas canas. Ella también las tenía desde mucho antes, pero sabía ocultarlas. Habían pasado los treinta y sus cuerpos habían cambiado levemente, pero ella seguía siendo igual de linda. Se besaron de nuevo antes de que él saliera. Desearon volver a verse en un rato y sabían que no se volverían a ver más por mucho tiempo.
Esta vez el río corrió durante diez años. A veces en los veranos, de regreso al pueblo él se enteraba alguna cosa de ella, siempre por terceros, pero ahora estaba casado. Con una amiga de la chica que amaba a Sabina. Ambas habían llegado a ser abogadas, pero a esta le gustaba Coldplay y esas bandas que él no terminaba de entender. Era una buena mujer, y varias veces pensaron en tener un hijo. Después ella perdió un embarazo, y sin que se hubieran puesto de acuerdo, dejaron de intentarlo. Poco tiempo después eran cada vez mejores amigos y peor pareja.
En un invierno se separaron, y él decidió volver a su ciudad para pensar. Sus padres habían muerto hacía mucho. De los amigos que tocaban con él no había ni rastros en esa época del año. De tanto volver sólo en los veranos, había olvidado por completo lo triste que se ve el pueblo cuando las plantas de las calles del centro se quedan sin hojas, y mucho más cuando uno trae consigo la tristeza.
El pueblo era el mismo y la gente hablaba de las mismas cosas. El sector que se inundaba había sufrido mucho este año. La gente se preguntaba hasta cuándo, y las autoridades insistían con la explicación de siempre: No había plata para hacer las obras que hacían falta. Nada nuevo.
Una tarde salió a caminar. En una esquina, un muchacho le dio un volante. Le explicó que era sobre un concierto que daría esa noche con su banda. Entonces lo vio a los ojos y en ellos reconoció al instante aquella misma mirada contenedora de universos. 
En la noche fue al concierto. Ella estaba sola, en una mesa casi en sombras. Le costó encontrarla, pero sabía que iba a estar. Tal como había imaginado, el chico era el hijo de ella. Brillaba en el escenario. Era un increíble vocalista, aunque cantaba cosas que no se entendían.
Cosas que no se entendían. Tras pensarlo, él supo que había envejecido. Y sintió pena de ya no poder hacer las cosas realmente importantes. No cosas como jugar al fútbol, tener sexo o correr maratones, esa clase de proezas que todavía podía encarar si se esforzaba, sino cosas mucho más esenciales, como entender de qué hablaban los jóvenes en sus canciones.
Ella tampoco parecía entender mucho, pero se le notaba el orgullo de madre en cada aplauso al final de los temas. Iba vestida con ropa oscura, tal vez ocultando algunos kilos demás, pero no eran tantos como para que se percibieran a simple vista. Él se acercó a su mesa y ella, al verlo, sonrió y le señaló una silla vacía a su lado. Así de simple. De golpe muchas de las complejidades de otros tiempos se iban diluyendo y en cuestión de instantes, hablaban como podían, a los gritos, y reían sin saber muy bien de qué.
Esa noche ella fue a la casa de él. En la misma habitación de la lejana primera vez volvieron a escuchar a Ceratti; se rieron mucho de ellos mismos, de las torpezas de aquella noche y de las de ahora. Poco antes del amanecer el frío era terrible afuera. Ella, con la camisa de él otra vez, se asomó a la ventana y por un instante se quedó mirando la oscuridad que se iba disolviendo en el jardín. Él, desde la cama, vio que lloraba, pero no le preguntó nada.
Un rato más tarde, cuando se despedían, estuvo por preguntarle si iban a pasar diez años más hasta que volvieran a encontrarse, pero no lo hizo.
Ella volvió a salir de su vida como había entrado, en cuestión de segundos, y no volvieron a verse esa temporada.
Al siguiente año él se fue a España, donde le fue pésimamente mal en todos los aspectos. A la vuelta, mientras esperaba en el aeropuerto el avión que lo traería de regreso, creyó escuchar la voz de ella sobresaliendo en el enredo de palabras e idiomas que se desplazaban a su lado. Sólo un instante, y eso le alcanzó para recordar la mirada de lluvia en los ojos de ella a través del cristal. Ese silencio que tenía gusto a pregunta. Esas cosas que andamos preguntándoles a todas las personas que amamos y que casi ninguna puede respondernos, porque somos mensajes en botellas lanzadas a un océano de gente que no sabe leer. Pero somos mensajes. Sin hablar, sin escribir, sin mover un sólo músculo, igual estamos diciendo. Y hay silencios que expresan tanto que no alcanzaría la vida para traducirlos en palabras. Sólo faltan oídos abiertos, corazones de puertas arrancadas... Recolectores de significantes. Almas a las que una variación en la densidad del aire o la salinidad de una mirada no les resulten indiferentes. Somos el mensaje que alguien está esperando recibir. Pero esas cosas se van entendiendo con los años y casi siempre cuando el tiempo ya empezó a escasear. Él ya sabía que eso estaba pasando. Quizás lo notaba cada vez que se miraba al espejo y veía que el cabello que le quedaba era un poco menos con cada pasada del peine, pero se le hacía terriblemente más notorio cuando se daba cuenta de que año a año le costaba más enamorarse.
Volvió a su ciudad. La base. El lugar al que regresa el piloto con el avión averiado, a ver si logra aterrizar y salvar su vida. Para ir de Capital hasta el pueblo eligió el tren. No tenía apuro. Era una noche de verano. En la ciudad que marcaba justo la mitad del trayecto, cuando la formación se quedó cerca de media hora detenida sin que nadie se molestara en explicarles el por qué a los pasajeros, sólo él estaba calmo. No le importaba llegar a las diez de la noche o las diez de la mañana siguiente. Sólo fantaseaba con la idea de encontrársela a ella. Tiempo atrás hubiera temido el encuentro al pensar en lo mucho que había cambiado todo. Él ya no era un tipo exitoso y tal vez ni siquiera conservara el talento musical. De hecho ya no sentía ganas de tocar, salvo en contadas ocasiones. Venía en el avión averiado, seguido por un rastro de humo negro, pero ya no tenía vergüenza. Ya había entendido que uno es, entre otras tantas cosas, la suma de todos los planes que fallaron.
Cuando el tren finalmente arrancó y llegó a destino, era medianoche. La ciudad estaba dormida. Sentir sus propios pasos caminando por la diagonal que llevaba al centro fue demasiado. Sintió ganas de llorar. Por todo lo que ya no sería. Por los muertos, pero principalmente por él y por los demás vivos, todos tratando de agarrar la cola de la serpiente de agua que se escapa. No lloró, pero sintió las ganas.
Y también tuvo ganas de haber tenido un hijo, de tener alguien que viniera a recibirlo a la estación, que le preguntara si el bolso era pesado, aunque no lo fuera, y que le dijera que Ceratti es para viejos y le tirara en la cara los nombres de los grupos de ahora.
Entró a la casa pateando las cartas que durante todo ese tiempo le habían pasado por debajo de la puerta, y cortando con la cara el aire denso y húmedo. Todo estaba igual que como lo había dejado. Un perro ladraba a lo lejos. Los grillos cantaban en el patio de atrás. Una luciérnaga entró con él a la casa y se pusieron juntos a inspeccionar las habitaciones.
En el dormitorio se dejó caer en la cama y se quedó dormido inmediatamente.
Cuando el sol salía ya estaba despierto.
Entre las cartas que la noche anterior había pateado, había una que era de ella. Raro. Ella no escribía cartas, por lo general. Y menos a él. Al abrir el sobre encontró una tarjeta con el membrete de la Municipalidad. Era la invitación para el acto de inauguración de una obra vial que ella había proyectado en la ciudad, al parecer. Pero no importaba. Había sido muchos meses atrás, en el verano anterior. Ella habría apostado a que él estaría pasando el verano en el pueblo, tirado al sol durante el día y tocando covers en algún boliche por las noches, pero no había sido así.
Pasó esa jornada limpiando la casa y en la mañana del día siguiente salió a caminar por la ciudad.
El lugar había cambiado tanto que ya no parecía el mismo. Sólo algunas esquinas permanecían intactas tal como las recordaba. Todo lo demás se veía manchado de modernidad y tecnología.
Hasta que llegó al arroyo.
Esa especie de zanja que atravesaba la historia de la ciudad tal como atravesaba la ciudad misma, ahora también había cambiado. Ahora era casi un río. Lo habían ensanchado de manera tal que la otra orilla quedaba a casi cien metros y antes de llegar al agua había una pequeña costanera en la que algunos chicos jugaban. Era una estación seca y el agua era poca, pero era obvio que aunque viniera una crecida muy grande la ciudad ya no se inundaría.  
Pensó en averiguar quién era el intendente ahora y felicitarlo por la obra. Se acercó a un hombre que pescaba en el arroyo. Sí; porque por increíble que pudiera parecer, había peces en lo que había sido un zanjón sucio. 
Y así, el pescador fue el primero en hablarle de ella después de tanto tiempo. Se enteró de que ella había regalado a su ciudad natal aquél proyecto y, según se rumoreaba, también había aportado silenciosamente una parte importante de los recursos para llevarlo a cabo. Tal vez todos los recursos, pero eso tenía que ser una exageración. El pescador le recomendó que siguiera dos cuadras por la costa para conocer el puente.
No fue necesario que le dijera más. Empezó a sospechar lo que iba a ver, y se apuró a comprobarlo. El puente unía las dos partes de la ciudad y aunque él se había ido mucho antes de que se pusiera la primera piedra para construirlo, ya lo conocía. Tal vez fuera mucho más pequeño que el que había visto dibujado por ella, pero en todo lo demás era exactamente igual.
Casi pudo sentir de nuevo el perfume del pelo de ella cuando, tantos años atrás, le había explicado las características del puente mientras él, sin escucharla demasiado, se dedicaba a besarle el cuello y acariciarla.
No pudo resistir la tentación de caminar por el puente.
Era obvio que ahí se encontrarían, en ese puente, ante esa vista del agua pasando y yéndose, con el murmullo lejano de la ciudad. 
Pero no pasó esa vez.
Él volvió a su casa y buscó el número de ella para llamarla y felicitarla por la obra, pero no lo encontró en su agenda.
Transcurrió alrededor de una semana.
Lo sorprendió el teléfono poco antes de la medianoche. Era uno de sus viejos amigos que solía cantar en las bandas tributo de antaño. Estaba en la ciudad y lo habían invitado a tocar en un pub de las afueras. Faltaba un guitarrista.
Respondió que iría, pero tras colgar se preguntó si había hecho lo correcto. A decir verdad, estaba casi convencido de que no podría tocar. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo en público, y apenas si había rasgueado algunos temas de vez en cuando en los últimos años. Pero había dicho que iría, por lo que al final se colgó al hombro la Gibson usada que había comprado en España cuando ya sabía que iba a tener que volverse, y salió a la calle.
Ir caminando hasta la dirección que le habían indicado fue restaurador. El aire fresco le llenaba el pecho y empezó a sentir que esa ciudad ajena, que lo había recibido con cartas viejas e invitaciones a eventos que ya habían pasado, ahora estaba un poco más cerca de pertenecerle otra vez.
El lugar resultó ser un bar triste, lleno de tipos de su edad, con muy pocas mujeres. Había cerveza; y rock de la vieja escuela. El amigo que lo había convocado se veía tan desgastado por el tiempo como él, pero ninguno de los dos hizo comentarios al respecto. Cuando les tocó subir al escenario, junto a un baterista que conocieron esa noche pero que aseguró estar a la altura de un repertorio de canciones del siglo pasado, el público estaba lejos de prestar atención, lo que fue bastante tranquilizador, porque todos cometieron más de un error, equivocaron la letra en varias ocasiones, y terminaron divirtiéndose mucho a costa de sí mismos. Asique eso es ponerse viejo.
Ella estaba en el público.
La acompañaban dos mujeres más, como de su edad. Estaban festejando algo, según parecía. En más de una ocasión las miradas se cruzaron y él pifió con la guitarra en cada uno de esos momentos.
No tocaron Lago en el cielo, ni ninguna de Ceratti. Nadie lo pidió. Nadie pidió bises. La noche se fue desgranando de a poquito y al final sólo quedaban unos pocos parroquianos cuando decidieron dar por terminado el show.
Mientras guardaba su guitarra recién estrenada se dijo que no volvería a tocar. Si la decadencia lo venía a buscar, iba a encontrarse con la puerta cerrada. No se la pensaba hacer fácil.
Iba caminando solo de regreso cuando un auto paró a su lado. Era ella. No hizo falta que lo invitara a subir. Charlaron de cualquier cosa mientras recorrían la ciudad. Para él las calles eran verdaderas sorpresas. Ella en cambio estaba acostumbrada a la forma que había adoptado la ciudad y de hecho había tenido mucho que ver en algunos de esos cambios.
No hablaron del puente. Ella no lo mencionó.
Lo llevó hasta su casa. Él la invitó a pasar a tomar un café.
Fue una charla larguísima. Ella estaba sola de nuevo. Él estaba solo desde hacía mucho. Ambos sabían que el tiempo no estaba de su lado. No habría muchas más revanchas. Eran conscientes de que la vida les había dado muchas más oportunidades de ser felices que a la mayoría de las personas. Pero, como si fuera cosa de equilibrar, ellos las habían desperdiciado a todas.
Él no sabía muy bien qué iba a hacer con su vida, aunque seguramente se gastaría la poca plata que le quedaba en poner una pequeña empresa de turismo en la ciudad y si todo iba bien esa sería su última aventura.
Ella era una respetable señora que pensaba seriamente en cortarse el pelo como correspondía a una mujer de su edad. Él le pidió que no lo hiciera juntando las manos como en una plegaria. Ella le dijo que lo iba a tener que pedir de rodillas, porque era una decisión tomada. Él se arrodilló y sufrió horrores a la hora de levantarse. Ella lo notó y se rió mucho de la situación. Al final se besaron y resultó que en el encuentro de las bocas el tiempo crujió con un gemido de maquinaria vieja, pero se detuvo por unos instantes, para luego, despacio, iniciar un camino de reversa, recomponiendo el terreno de las caricias, hilvanando de nuevo las frases que se susurraban al oído, y aunque todo era más lento, la memoria de los cuerpos prevaleció.
Al amanecer el sol vino a devolverles la conciencia de sus propias edades. Ella comentó que el sol siempre había sido un gran boicoteador entre ellos dos. Él, que ya no podía correr diez kilómetros ni jugar completos los dos tiempos de un partido de fútbol, en cambio era capaz de leer perfectamente lo que había detrás de la frase de ella.
Y le dijo que sólo era cuestión de cerrar las persianas para que la casa volviera a estar a oscuras y que el sol se quedara con las ganas.
Ella sonrió y empezó con el ritual de buscar su ropa en el piso.
Mientras se terminaban de vestir, él invitó un desayuno, pero ella tenía que irse ya mismo. Iba a arreglar unas cosas en la ciudad, porque pronto partiría hacia Inglaterra. Ahora el hijo de ella trabajaba allá y le iba muy bien. Ella le daría una mano para consolidar su  propio estudio. 
Él escuchó esas palabras sin demostrar que cada sílaba le estaba doliendo más que la anterior. De hecho, no lo demostró en ningún momento. Ella igual lo supo cuando se besaron antes de despedirse. Sin que él tuviera que preguntarlo, le dijo que el viaje era por unos meses. Aventuró una fecha en la que debía estar de vuelta, aunque no estaba segura. Sería en el verano.
Cuando ella se hubo ido, él se quedó casi toda la mañana tirado en el sofá, mirando el desorden de la noche anterior, y pensando. Por primera vez en una despedida, aunque sólo fuera de un modo muy superficial, habían hablado del futuro. Sentía un vértigo extraño, como si estuviera a punto de tirarse de la punta de un rascacielos. Le llevó un rato entender lo que le pasaba y cuando lo hizo sintió muchísimo más vértigo todavía.
En cuestión de semanas la empresa fue tomando forma. Optimizó los recursos al máximo. Puso en venta todo lo que tenía a mano, pero cuando ya había un comprador interesado en la Gibson, se echó atrás. A veces en las tardes se sentaba en la vereda a tocar. Siempre había algunos chicos del barrio que se acercaban a observarlo con extrañeza, sin entender esos sonidos tan antiguos y raros.
Cuando ella por fin regresó, lo llamó para hacérselo saber. Pautaron un horario, pero no un lugar. Ambos sabían dónde sería.
Y así fue como, una tarde cualquiera, él llegó a estar parado en el puente, mirando el agua que pasaba allá abajo en un discurrir indiferente.
Ella llegó caminando sin apuro. Por fin habían aprendido a saborear cada momento. Se tomaron de las manos como una pareja de adolescentes. A simple vista podría decirse que se besaron con más ternura que pasión, pero ellos sabían muy bien que la pasión estaba más viva que nunca, solo que ahora había aprendido a hablar otros idiomas. Había mutado haciéndose más fuerte y más astuta. Hablaron de cualquier cosa durante un buen rato, pero el sol estaba cayendo demasiado rápido. Ella preguntó qué iba a pasar ahora que se hacía de noche. Y él se lo explicó.
Mientras tanto, bajo sus pies corría la serpiente de agua, reptando por la ciudad hasta perderse en la llanura. La serpiente que en cualquier momento iba a terminar de pasar. Entonces verían su cola disolviéndose en la distancia, allá donde el sol estaba cayendo.

Coincidieron en que iba a ser un gran espectáculo y sería muy lindo verlo juntos.