Siempre estará ese momento en el que vos y
ella se van a mirar a los ojos, parados en la grieta, en el lugar en el que los
continentes se separan.
La vas a mirar despacio, como queriendo
decirle algo que no sabés enunciar, sintiendo que tal vez estás tomando la
decisión equivocada. Tu mente trabaja a miles de kilómetros por hora. Va mucho
más rápido de lo que puede expresarse con palabras.
Tal vez haya un abrazo, una súplica velada de
que algo cambie, de que un sacudón oportuno rompa los límites de la pesadilla.
Pero no pasa nada. Nadie viene a rescatarte. En ese momento estás completamente
solo.
Ella te mira pero estás solo. Ya estás solo.
Pensás que tal vez estás equivocándote. Ella
piensa que tal vez están equivocándose. Pero se trata de seguir un plan que se
decidió antes, y de pronto ese antes les parece tan lejano, tan borroso.
Y es, antes que nada, porque ya no se pueden recitar tan claramente los
motivos que los están separando; esas manos color noche que se la están
llevando, que te están llevando. Ya no son tan claros ni parecen tan
convincentes los motivos que los pusieron a ambos lados de la grieta.
Sentís el ¡Crack! Removiendo la tierra bajo
tus pies. A lo mejor ella te pide que la abrases y en realidad te está pidiendo
que digas algo que pueda detener el tiempo, enroscarlo y volverlo atrás. Pero
la vida no es una película.
Ya es hora de que alguien revele esta verdad.
Una vez que esta despedida acabe, te vas a
preguntar muchas veces si fue una buena decisión.
Nunca lo vas a saber.
Después la historia seguirá. Si te enterás
algo de ella, será como tener noticias de un viejo amigo, pero al mismo tiempo
te vas a alegrar si las noticias no son buenas y te vas a preguntar qué clase
de monstruo sos, deseando el mal a quien alguna vez amaste.
Todo eso, decidido por un instante en el que
el ¡Crack! sale de las entrañas de la tierra, empujado por el magma hirviente
que está ahí adentro del globo desde la creación del universo. Ese
inconmensurable puchero de piedras que se retuerce en el centro de la tierra hasta
que de golpe quiebra la corteza, revienta, ¡Crack!
Todo esto en una noche de luna llena mientras
ella te pide que la abrases. Mientras de a poco los brazos no significan nada. Están
ahí. Duros, abandonados al destino de no abrazar, como los de los
espantapájaros. Sos un ser deformado y chiquitito, un hombre menguante que, al
igual que el de Matheson, sabe que al final aguarda otro universo, pero nadie
puede acompañarte hasta allá.
Ahora estás solo, ante la perspectiva de algo
nuevo. Quizá mejor. Quizá terriblemente peor. Seguramente distinto.
Si alguien te pusiera un espejo en el camino,
saludarías con cortesía a ese tipo que te parece conocido, pero casi ajeno por
completo.