El tipo del Facebook

Cuando el tipo prende la PC, se siente solo y piensa: "Seguro que ella a esta hora está conectada"
Cuando el tipo ve que acertó, dice: "Nunca pensé que podía llegar a amar tanto a un mero círculo verde"
Cuando el tipo se atreve, tipea la letra "h", y luego de un solo golpe escribe: "hola"
Cuando el tipo está por apretar "Enter", piensa: "Si quiero que me responda, como mínimo debo respetar cierta formalidad sintáctica"
Cuando el tipo hubo retrocedido con el cursor, escribe: "Hola", así, con mayúsculas.
Cuando termina de escribir el "Hola" con "H" mayúscula, el tipo se siente Borges.
Cuando el tipo aprieta Enter, dice en voz baja: "Dale, contestá"
Cuando el tipo escucha su propia voz diciéndolo, sonríe y se anima: "Va a responder"
Cuando el tipo todavía está confiado, dice: "Ella no me ignora; sólo está esperando el momento..."
Cuando empiezan a pasar los minutos, el tipo sabe lo que va a suceder: "Empezaré a experimentar todos los sentimientos juntos"
Cuando han pasado unas milésimas de segundo, el tipo empieza a experimentar todos los sentimientos juntos, y se dice: "Viste, ya sabía yo"
Cuando el tipo está perdido dice: "Ella nunca me quizo"
Cuando el tipo está cansado dice: "Ella va a saber entender"
Cuando el tipo está colgando de un hilo, dice: "Ella va a venir a rescatarme"
Cuando el tipo está ante la evidencia de que ella está con otro, dice: "Ya se va a dar cuenta de lo equivocada que está"
Cuando el tipo está por claudicar, dice: "No vale la pena; hay otras mejores que ella"
Cuando el tipo piensa que quizá reciba un "hola" todavía, cambia de parecer: "Ella me ama, pero está esperando que yo hable primero"
Cuando ella ya no contesta, el tipo dice: "Debe estar ocupada en otra cosa"
Cuando el tipo ve que ella le ha clavado un "visto", como un puñal en el pecho o como una cachetada, dice: "Ya va a contestar, ya a va a contestar. Debe estar leyendo"
Cuando el tipo entiende que ella ya no va a contestar, se vuelve místico: "Debe ser de Dios que ella me ignore"
Cuando ella sigue ignorándolo, el tipo se vuelve Zen: "De este rechazo voy a emerger más fortalecido, más sabio"
Cuando ella sigue ignorándolo, el tipo finge que conserva la autoestima: "Ella se lo pierde; que se joda"
Cuando el tipo se deja de soñar, comprende: "Entonces, ella no me quiere ni le intereso ni nada. Es exactamente como lo sospeché antes de escribir la "h" de "hola que luego reemplacé por la "H" para que se viera más formal"
Cuando el tipo cierra el Facebook, va a inicio y selecciona "apagar equipo" y luego "apagar", se pregunta si no será porque tiene Windows XP, mientras ella debe usar una versión mucho más nueva. Después razona que ya es demasiado estúpido creer que la incompatibilidad viene por ahí...

Cuando del otro lado de los cables y las redes de fibra, ella termina de pintarse las uñas, descubre el "Hola", y se dispone a escribir, pero ve que él ya se ha desconectado...

El tiro (2004)


Pero no, señora –decía el tipo de la tele- no hay peligro.
Susana sabía bien que no hay peligro. Qué peligro puede haber en una reconstrucción con actores, perfectamente supervisada por especialistas.
Pero igual no podía anticipar cómo iba a reaccionar ella al subir de nuevo a un colectivo que era casi ese mismo colectivo en el que, a un paso de la muerte, el disparo la había salvado, tres años atrás. 
Qué iba a sentir. 
“Puedo enloquecer”, pensó en primer momento; luego fue cambiando de idea a medida que el tipo de la tele le iba exponiendo las alternativas de la grabación,  la cuidadosa selección de la escenografía y hasta el modo en que, insistentemente, el productor del documental había pedido que ella, la protagonista de la historia en la vida real, participara. Porque aunque la situación había sido colectiva, el programa se centraría en la experiencia de Susana.
Aceptó por fin y el día de la filmación estuvo en el lugar dos horas antes del horario especificado. Todavía no había llegado el grueso del equipo, pero un asistente le sirvió un café y se ofreció a mostrarle el colectivo en el que se desarrollaría la grabación. Por fuera no se parecía casi en nada, pero por dentro era idéntico. Por un instante la mente de Susana flaqueó y sintió una conmoción en su cabeza, como si el cerebro le temblara dentro del cráneo. La sensación rápidamente desapareció. Pero Susana le atribuyó a ese raro malestar  aquella especie de Déjà vu que experimentó después. Fue cuando sus ojos pasaron por casualidad por un agujero en el tapizado viejo de uno de los asientos y creyó recordar ese agujero. Durante unos instantes se quedó mirándolo y sintiendo que ella había estado en otra ocasión, mucho tiempo antes, midiendo como ahora cada milímetro de estopa que escapaba del orificio del cuero y el pliegue irregular de color negro, suelto y apunto de salirse por completo.
Olvidar ese instante fue sólo cuestión de ver entrar al productor y un grupo de gente del canal que la arrastró parloteando a la sala de maquillaje y de allí a un cuarto pequeño con cámaras y micrófonos.
Alguien dijo que estaban por empezar.
Sentada con una tela azul como fondo, Susana fue contando paso a paso los hechos.
Guiada por las preguntas que hacía uno de los productores parado  detrás de cámara, habló vacilante de la mañana del veinte de abril de 1994. De las ocho y cuarto de esa mañana, cuando tomó el colectivo a una cuadra de su casa. De las ocho y veinte, cuando, dos cuadras más adelante, El Morocho subió al colectivo. Contó que apenas si le había prestado atención al verlo. Después el correr del tiempo para ella no era tan preciso.
Contó cómo poco después, al detenerse el colectivo ante un semáforo,  el morocho se levantó de su asiento y le pegó un tiro en la nuca al chofer. El vehículo ya no arrancaría. Susana sentía escalofríos mientras rememoraba las más de dos horas que siguieron.
Veía sin esfuerzo a los policías rodeando el colectivo, el muerto caído sobre el volante, con las manos colgando; los pasajeros que temblaban sin saber qué seguía después. Porque nadie lo sabía; y El Morocho lo sabía menos que ninguno.
Que al tipo le decían El Morocho era algo de lo que se enterarían mucho más tarde  (Algunos periodistas pronunciarían con cierto placer ese apodo cada vez que informaran del caso). Por ahora sólo sabían lo que veían: Era un hombre moreno de unos treinta años, mal vestido, que gritaba cosas incoherentes y a cada rato agarraba de los pelos a alguno de los pasajeros y le ponía el cañón de la pistola en la cabeza, amenazando con tirar del gatillo.
La policía trataba de negociar con él, pero cualquier palabra, cualquier expresión que llegara de afuera, le parecía una agresión personal, un desafío implícito. Se ponía furioso, se levantaba, simulaba que fusilaba a alguien y luego lo dejaba riéndose de él, como si lo considerara indigno de ser asesinado.
Después, mostrando algo que parecía arrepentimiento, iba a dejarse caer con los ojos vidriosos y la frente arrugada en el último asiento.
En tanto, el círculo que formaba la policía alrededor se iba estrechando.
Al final, el Morocho vino hacia Susana. La había mirado varias veces antes, y la última lo hizo con más detenimiento, como evaluando cada detalle de su fisonomía. Susana lo contaba sin que el llanto de sus ojos llegara a su garganta, sin que se colara en su voz; igual que aquella vez mientras suplicaba por su vida, sabiendo que esa mirada del Morocho significaba que era la que había elegido. Cuando sintió el frío del cañón apoyado en su frente vio la cara del Morocho y supo que esta vez no era un simulacro. A ella sí la mataría.
Cerró los ojos. Esperando.   
Y escuchó el tiro. Curiosamente, en verdad lo que oyó no fue el ruido del arma al disparar, tampoco la cabeza del Morocho reventándose para salpicarla con sesos y sangre. No. Lo que escuchó fue el estallido de los vidrios de la ventanilla al ser atravesados por la bala del francotirador, y después el cuerpo laxo del Morocho al caer.
Cuando terminó de contarlo, algo amargo le daba vueltas por la garganta.
-Bien -dijo alguien detrás de las cámaras y los reflectores que le impedían ver al personal de producción- con eso alcanzará
-Ahora hay que grabar la reconstrucción- dijo otra voz.
Los reflectores se apagaron y de nuevo el parloteo y la vorágine que la llevó de regreso a exteriores, donde esperaba  el colectivo, ahora rodeado de equipos.
Esta vez el vehículo se llenó de gente con cámaras, luces y aparatos que Susana desconocía. Vio una claqueta que tenía garabateada con tiza la frase “Al borde de la muerte”, el título del documental. En los asientos había extras. Un tipo llegó con una camisa manchada con algo parecido a la sangre. Reía mientras conversaba con el microfonista.
- Cuando el director lo diga, todos se van a ir- le explicó a Susana un productor- usted se quedará con los cámaras y los extras, y empezará la reconstrucción. En esta parte, alcanza con que esté aquí, en su asiento. ¿Era el quinto de la derecha, verdad? Bien. Nosotros ahora nos centraremos en el Morocho, que ya está por llegar.
Hasta ese momento Susana estaba muy tranquila.
Fue la voz distorsionada del director dando órdenes a través del megáfono lo que la inquietó. Otro megáfono había sonado también aquella vez, tratando de persuadir al Morocho de que soltara el arma, que se entregara.
El Morocho, que ya estaba subiendo al colectivo, apuntaba al chofer. El disparo sonaba tan real. El cuerpo del colectivero se aplastaba de golpe contra el volante, rebotaba violentamente y quedaba con los brazos colgando. La sangre bajaba por los brazos y goteaba de sus dedos.
El morocho. Su cara.
Susana veía la cara del Morocho y se obligaba a pensar que aquél era un actor, porque eso era.
Sin embargo el Morocho se veía tan igual; tan brillosos sus ojos, y las mismas arrugas frunciendo su frente.
Ese morocho era El Morocho, y avanzaba hacia donde estaba Susana. La voz del megáfono le ordenó detenerse, pero no hizo caso. 
Blandía el arma sin dejar de mirarla.
Susana escupió un sollozo agrio y frío.
Sus ojos volaron al único asiento que quedaba desocupado en todo el colectivo. En él seguía, como aquella vez, el agujero en el tapizado. Ahora lo recordaba: ese agujero había sido lo último que miró esa vez cuando el arma se apoyaba en su frente. Allí miró ahora. Después, igual que en aquella ocasión, cerró muy fuerte los ojos.
Oyó los gritos desesperados del director desde el megáfono.
La carrera de los productores, subiendo apresurados al colectivo.
Los gritos histéricos de los extras al descubrir por fin que algo no estaba bien.
Y esta vez sí, escuchó el tiro de la pistola.