17-03-21 Pasamos


Pasamos, colosales y torpes, vagamente parecidos al ser que reflejamos.

Pero tan vulnerables como las mariposas, las cordilleras, los bichitos de luz y las pirámides de Egipto.
También podemos ser una promesa susurrada. Entonces, antes de haber sido, ya no somos. Como la gente que viaja en ese tren nocturno que no para en nuestra estación. Caras que no vamos a retener ni un instante. Ahí va alguien de quien nos pudimos enamorar. Ahí pasa alguien que pudo ser nuestro amigo. Alguno de esos pasajeros lee un libro del que nunca tendremos noticias y moriremos sin haber sospechado siquiera lo que ese texto encierra. Una chica escucha música y esas melodías tampoco nos llegarán nunca. Tal vez habríamos establecido una interesantísima charla con él o con ella. Pero ahora el tren es una luz cada vez más insignificante que se pierde a lo lejos, un último bocinazo que se ahoga entre las plantas allá, en el último paso a nivel, para que vuelva el silencio.
Y hay un vértigo terrible en esa relatividad del tiempo y el espacio, porque los pasajeros del tren no ven pasar la estación de la misma manera que nosotros los vemos pasar a ellos. Ellos la ven llegar lentamente. Tienen chance de adivinar caras y cuerpos en los bultos que pueblan el andén. Para nosotros, en cambio, son un relámpago, una serpiente de hierro y luces que se escapa muy rápido.
Pasamos y enseguida somos una memoria encandilada, lo que nos queda es el fogonazo de un flash que se nos pegó a las retinas un buen rato después de haberse extinguido. Y luego nada. La luz se apaga. Desaparece. El silencio nos conoce mucho más que nadie.
Entonces qué nos queda en esa rueda endiablada de luces y sombras alternándose sin un patrón, en esa locura de ver que todo es parte de un mismo jirón de niebla. De qué manera podemos darle un manotazo a la serpiente de acero y luces para que se detenga. Qué mecanismos de tamaños inabarcables podrían contradecir la condena de las almas que pasan y se apagan mucho antes de que podamos conocer la música que sonaba en sus oídos o las letras que los conmovían.
Si es que existe, esa magia, ese generador de eternidad, ese volante que hace doblar el tiempo, tiene que ser el amor. Si es que hay una manera de quebrar por un rato el encadenamiento de olvidos, esa manera tiene que ser amando.
Al momento de amar se borran las fronteras entre el que mira desde el andén y quien lo ve desde la ventanilla iluminada en la noche. El amor es una frase entre paréntesis, una mancha de luz, una canción que cancela el ruido. Y cuando el amor ya no está, vuelve la incertidumbre, lo borroso de las cosas. Entonces ya no estamos. Hemos pasado. El andén se quedó en silencio, a la espera de otros instantes robados a la serpiente de metal, otros susurros tercos que propongan instalar la eternidad en el espacio de un suspiro.

13-04-04 Kilómetro a kilómetro

Dicen que después el tiempo enseña. Eso que llaman crecer. Parece que, como todo se aprende, también se aprende a disimilar en las despedidas.

Pero de una manera u otra uno llora como cuando era chico.

Para mí que los seres humanos no estamos hechos para despedirnos. Lo nuestro no es eso.

Nos acostumbramos, pero no es lo nuestro.

¿Se acostumbrará uno a viajar? 

Viajar; ese verbo ambiguo que trata de definir el vértigo de saber que minuto a minuto uno está más lejos de ella. De vos. De anoche.

Qué decir de anoche que no esté escrito. De vos, siempre a punto de llorar, y yo secretamente queriendo que al final te decidieras por el llanto. De ese único momento en el que al fin reventó tu angustia como una bomba y supe que por fin no iba a tener que aguantar verte aguantar. Tu dolor fluía a chorros. Salía afuera por fin. Tu cuerpo se encogió y se hizo leve entre mis brazos. Si no te abrazaba fuerte, te caías, igual que el agua de tus ojos.

Y tu voz, tan quebrada, tan distinta.

Y tus besos, en cuya humedad germinaban lágrimas.

Qué más decir de anoche. Lo que se puede pronunciar ya estaba escrito, pero es mucho más lo que no encuentra un lugar en las palabras.

No aliviana nada el saber que ya sabíamos. Siempre queremos saber, pero luego, cuando sabemos, eso no nos sirve para nada. Quién puede prepararse para hacer que un desprendimiento  sea menos des. Aunque siempre es des. Y no queda otra que amoldarse a esa sinceridad terrible, dolorosa, tan punzante, tan desprendimiento con DES en mayúsculas, subrayado y en negritas.

Ahora es el tren. Primero había sido el colectivo. En el colectivo veníamos parados, apretados y derritiéndonos mientras avanzábamos tan despacio por las entrañas de este abril caluroso y húmedo. Acá el traqueteo de las vías le entra a uno por las nalgas, va escalando de a poco por la espalda, y al final sentís que es tu cerebro el que va a los saltos adentro de tu cabeza. El cerebro, todo. Saltos dentro de la cabeza. Las horas van pasando sin cambios. Todas llenas de más y más lejos; llenas de ya casi pero todavía no. Las horas llenas de esa malicia que les hace susurrar al oído que estamos más lejos, pero no sólo en el espacio y a buen entendedor ya se sabe. 

Acá soy cada vez más consciente de que hay algunos momentos que no regresan.

Ya se sabe lo que se dice del tiempo, que es un río, y que nunca es el mismo cuando uno vuelve, y todo eso.

Yo qué sé. Qué va a pasar cuando llegue, yo qué sé. Voy a poder dormir sin sueños o voy a escuchar una y mil veces los ecos del silencio de tu llanto en mi cabeza. Yo qué sé.

Las distancias, si bien son más que físicas, duelen en el cuerpo también. El bolso pesa muchísimo; se le agregan una tonelada o dos por cada kilómetro. Pero mejor no hacer cálculos ni listar nada. Por ejemplo, si hago la lista de todo lo que pierdo por cada kilómetro, no me queda otra que abrir la ventanilla y saltar.

Pero no. Prefiero soltar solo los ojos y dejar que cuelguen y se arrastren por el campo buscando el punto en el que el sol se escondió hace poco dejando un horizonte teñido de rojo.

Daría todo por tenerte acá de nuevo sentada en mis rodillas, de nuevo al alcance de mis manos, de mi boca, de mi piel, de lo que está debajo de la piel, por dentro de los huesos.

Pero no. Sos carne del tiempo y el espacio que se escapan hacia el horizonte cuando miro por la ventanilla.

Así las ciudades también siguen pasando y yo no dejo de sentirte lejos. Vos lejos, y yo sin más instrumento que estas poquitas letras para irte sangrando lentamente.