Dicen que después el tiempo enseña. Eso que llaman crecer. Parece que, como todo se aprende, también se aprende a disimilar en las despedidas.
Pero de una manera u otra uno llora como cuando era
chico.
Para mí que los seres humanos no estamos hechos
para despedirnos. Lo nuestro no es eso.
Nos acostumbramos, pero no es lo nuestro.
¿Se acostumbrará uno a viajar?
Viajar; ese verbo ambiguo que trata de definir el
vértigo de saber que minuto a minuto uno está más lejos de ella. De vos. De anoche.
Qué decir de anoche que no esté escrito. De vos,
siempre a punto de llorar, y yo secretamente queriendo que al final te
decidieras por el llanto. De ese único momento en el que al fin reventó tu
angustia como una bomba y supe que por fin no iba a tener que aguantar verte
aguantar. Tu dolor fluía a chorros. Salía afuera por fin. Tu cuerpo se encogió
y se hizo leve entre mis brazos. Si no te abrazaba fuerte, te caías, igual que
el agua de tus ojos.
Y tu voz, tan quebrada, tan distinta.
Y tus besos, en cuya humedad germinaban lágrimas.
Qué más decir de anoche. Lo que se puede pronunciar
ya estaba escrito, pero es mucho más lo que no encuentra un lugar en las
palabras.
No aliviana nada el saber que ya sabíamos. Siempre
queremos saber, pero luego, cuando sabemos, eso no nos sirve para nada. Quién
puede prepararse para hacer que un desprendimiento sea menos des.
Aunque siempre es des. Y no queda otra que amoldarse a esa sinceridad terrible,
dolorosa, tan punzante, tan desprendimiento con DES en mayúsculas, subrayado y
en negritas.
Ahora es el tren. Primero había sido el colectivo.
En el colectivo veníamos parados, apretados y derritiéndonos mientras
avanzábamos tan despacio por las entrañas de este abril caluroso y húmedo. Acá
el traqueteo de las vías le entra a uno por las nalgas, va escalando de a poco
por la espalda, y al final sentís que es tu cerebro el que va a los saltos
adentro de tu cabeza. El cerebro, todo. Saltos dentro de la cabeza. Las horas
van pasando sin cambios. Todas llenas de más y más lejos; llenas de ya casi pero
todavía no. Las horas llenas de esa malicia que les hace susurrar al oído que
estamos más lejos, pero no sólo en el espacio y a buen entendedor ya se
sabe.
Acá soy cada vez más consciente de que hay algunos
momentos que no regresan.
Ya se sabe lo que se dice del tiempo, que es un
río, y que nunca es el mismo cuando uno vuelve, y todo eso.
Yo qué sé. Qué va a pasar cuando llegue, yo qué
sé. Voy a poder dormir sin sueños o voy a escuchar una y mil veces los
ecos del silencio de tu llanto en mi cabeza. Yo qué sé.
Las distancias, si bien son más que físicas, duelen
en el cuerpo también. El bolso pesa muchísimo; se le agregan una tonelada o dos
por cada kilómetro. Pero mejor no hacer cálculos ni listar nada. Por ejemplo,
si hago la lista de todo lo que pierdo por cada kilómetro, no me queda otra que
abrir la ventanilla y saltar.
Pero no. Prefiero soltar solo los ojos y dejar que
cuelguen y se arrastren por el campo buscando el punto en el que el sol se
escondió hace poco dejando un horizonte teñido de rojo.
Daría todo por tenerte acá de nuevo sentada en mis
rodillas, de nuevo al alcance de mis manos, de mi boca, de mi piel, de lo que
está debajo de la piel, por dentro de los huesos.
Pero no. Sos carne del tiempo y el espacio que se
escapan hacia el horizonte cuando miro por la ventanilla.
Así las ciudades también siguen pasando y yo no dejo de sentirte lejos. Vos lejos, y yo sin más instrumento que estas poquitas letras para irte sangrando lentamente.
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