Hoy

Hoy es el momento en el que las cosas pasan. Hoy.
Cada instante que se acaba, ya es ayer.
Y entonces hoy es el momento en el que se decide lo que haremos con los minutos que nos quedan en esta bolsa que vino con el fondo roto. Hoy es la oportunidad de ver la realidad de otra manera. Hoy es un buen día para reemplazar prejuicios por coraje, miedo por decisión.
Hoy Dios te pide una composición con tema libre.
Hoy estamos más cerca del día que esperamos tanto. Hoy el sol salió. El aire estaba limpio. Las plantas empiezan a rescatar de sus memorias vegetales la armonía del color verde.
Hoy somos más sabios.
Es probable que este día irrepetible, este fenómeno, esta maravillosa noticia, este acontecimiento de proporciones asombrosas que viene asomándose en el horizonte, sea sólo para nosotros.
Hoy somos libres para elegir la felicidad. Hoy bajó la fiebre, callaron los roncos murmullos de la noche, huyeron las criaturas de la oscuridad. Hoy es un día nuevo. Es una pieza perfecta. Es el momento en el que elegimos reír.
Hoy.
Que no caiga la noche sin que hayamos gestado un par de revoluciones contra el imperio de lo común.
Que no llegue mañana sin que le hayamos hecho justicia a la belleza de este momento.

Dueños de todo



Somos dueños de todo. No sabemos qué es poseer algo; entendemos que todo es nuestro; y por eso todo es nuestro. A nosotros nos pertenecen los sueños imposibles. Tenemos permiso para ser torpes y abrazar con las manos embarradas. Nos pertenecen todas las tardes de sol y las siestas del verano. Somos dueños de la sonrisa que perdona y comprende cuando nos equivocamos ¿hay algo más caro que eso?
La felicidad se hizo para nosotros, y es de todos porque no nos molesta compartirla. 
La sonrisa no tiene talla, porque es una prenda que se amolda a cualquier cuerpo y a cualquier cara, pero a nadie le queda tan bien como a nosotros. 
El que pintó el mundo le puso múltiples colores pensando en nosotros. 
Somos dueños y protagonistas de todos los cuentos de hadas y de todas las canciones inocentes. 
Somos dueños de la versión más pura del amor. 
La tierra es nuestra. 
¿Qué nos pueden regalar hoy, que no lo tengamos ya?
Sólo Dios tenía algo más...
Y mandó a decir que no hay problema, que lo demos por hecho: que el reino de los cielos también es nuestro.

17-03-21 Pasamos


Pasamos, colosales y torpes, vagamente parecidos al ser que reflejamos.

Pero tan vulnerables como las mariposas, las cordilleras, los bichitos de luz y las pirámides de Egipto.
También podemos ser una promesa susurrada. Entonces, antes de haber sido, ya no somos. Como la gente que viaja en ese tren nocturno que no para en nuestra estación. Caras que no vamos a retener ni un instante. Ahí va alguien de quien nos pudimos enamorar. Ahí pasa alguien que pudo ser nuestro amigo. Alguno de esos pasajeros lee un libro del que nunca tendremos noticias y moriremos sin haber sospechado siquiera lo que ese texto encierra. Una chica escucha música y esas melodías tampoco nos llegarán nunca. Tal vez habríamos establecido una interesantísima charla con él o con ella. Pero ahora el tren es una luz cada vez más insignificante que se pierde a lo lejos, un último bocinazo que se ahoga entre las plantas allá, en el último paso a nivel, para que vuelva el silencio.
Y hay un vértigo terrible en esa relatividad del tiempo y el espacio, porque los pasajeros del tren no ven pasar la estación de la misma manera que nosotros los vemos pasar a ellos. Ellos la ven llegar lentamente. Tienen chance de adivinar caras y cuerpos en los bultos que pueblan el andén. Para nosotros, en cambio, son un relámpago, una serpiente de hierro y luces que se escapa muy rápido.
Pasamos y enseguida somos una memoria encandilada, lo que nos queda es el fogonazo de un flash que se nos pegó a las retinas un buen rato después de haberse extinguido. Y luego nada. La luz se apaga. Desaparece. El silencio nos conoce mucho más que nadie.
Entonces qué nos queda en esa rueda endiablada de luces y sombras alternándose sin un patrón, en esa locura de ver que todo es parte de un mismo jirón de niebla. De qué manera podemos darle un manotazo a la serpiente de acero y luces para que se detenga. Qué mecanismos de tamaños inabarcables podrían contradecir la condena de las almas que pasan y se apagan mucho antes de que podamos conocer la música que sonaba en sus oídos o las letras que los conmovían.
Si es que existe, esa magia, ese generador de eternidad, ese volante que hace doblar el tiempo, tiene que ser el amor. Si es que hay una manera de quebrar por un rato el encadenamiento de olvidos, esa manera tiene que ser amando.
Al momento de amar se borran las fronteras entre el que mira desde el andén y quien lo ve desde la ventanilla iluminada en la noche. El amor es una frase entre paréntesis, una mancha de luz, una canción que cancela el ruido. Y cuando el amor ya no está, vuelve la incertidumbre, lo borroso de las cosas. Entonces ya no estamos. Hemos pasado. El andén se quedó en silencio, a la espera de otros instantes robados a la serpiente de metal, otros susurros tercos que propongan instalar la eternidad en el espacio de un suspiro.

13-04-04 Kilómetro a kilómetro

Dicen que después el tiempo enseña. Eso que llaman crecer. Parece que, como todo se aprende, también se aprende a disimilar en las despedidas.

Pero de una manera u otra uno llora como cuando era chico.

Para mí que los seres humanos no estamos hechos para despedirnos. Lo nuestro no es eso.

Nos acostumbramos, pero no es lo nuestro.

¿Se acostumbrará uno a viajar? 

Viajar; ese verbo ambiguo que trata de definir el vértigo de saber que minuto a minuto uno está más lejos de ella. De vos. De anoche.

Qué decir de anoche que no esté escrito. De vos, siempre a punto de llorar, y yo secretamente queriendo que al final te decidieras por el llanto. De ese único momento en el que al fin reventó tu angustia como una bomba y supe que por fin no iba a tener que aguantar verte aguantar. Tu dolor fluía a chorros. Salía afuera por fin. Tu cuerpo se encogió y se hizo leve entre mis brazos. Si no te abrazaba fuerte, te caías, igual que el agua de tus ojos.

Y tu voz, tan quebrada, tan distinta.

Y tus besos, en cuya humedad germinaban lágrimas.

Qué más decir de anoche. Lo que se puede pronunciar ya estaba escrito, pero es mucho más lo que no encuentra un lugar en las palabras.

No aliviana nada el saber que ya sabíamos. Siempre queremos saber, pero luego, cuando sabemos, eso no nos sirve para nada. Quién puede prepararse para hacer que un desprendimiento  sea menos des. Aunque siempre es des. Y no queda otra que amoldarse a esa sinceridad terrible, dolorosa, tan punzante, tan desprendimiento con DES en mayúsculas, subrayado y en negritas.

Ahora es el tren. Primero había sido el colectivo. En el colectivo veníamos parados, apretados y derritiéndonos mientras avanzábamos tan despacio por las entrañas de este abril caluroso y húmedo. Acá el traqueteo de las vías le entra a uno por las nalgas, va escalando de a poco por la espalda, y al final sentís que es tu cerebro el que va a los saltos adentro de tu cabeza. El cerebro, todo. Saltos dentro de la cabeza. Las horas van pasando sin cambios. Todas llenas de más y más lejos; llenas de ya casi pero todavía no. Las horas llenas de esa malicia que les hace susurrar al oído que estamos más lejos, pero no sólo en el espacio y a buen entendedor ya se sabe. 

Acá soy cada vez más consciente de que hay algunos momentos que no regresan.

Ya se sabe lo que se dice del tiempo, que es un río, y que nunca es el mismo cuando uno vuelve, y todo eso.

Yo qué sé. Qué va a pasar cuando llegue, yo qué sé. Voy a poder dormir sin sueños o voy a escuchar una y mil veces los ecos del silencio de tu llanto en mi cabeza. Yo qué sé.

Las distancias, si bien son más que físicas, duelen en el cuerpo también. El bolso pesa muchísimo; se le agregan una tonelada o dos por cada kilómetro. Pero mejor no hacer cálculos ni listar nada. Por ejemplo, si hago la lista de todo lo que pierdo por cada kilómetro, no me queda otra que abrir la ventanilla y saltar.

Pero no. Prefiero soltar solo los ojos y dejar que cuelguen y se arrastren por el campo buscando el punto en el que el sol se escondió hace poco dejando un horizonte teñido de rojo.

Daría todo por tenerte acá de nuevo sentada en mis rodillas, de nuevo al alcance de mis manos, de mi boca, de mi piel, de lo que está debajo de la piel, por dentro de los huesos.

Pero no. Sos carne del tiempo y el espacio que se escapan hacia el horizonte cuando miro por la ventanilla.

Así las ciudades también siguen pasando y yo no dejo de sentirte lejos. Vos lejos, y yo sin más instrumento que estas poquitas letras para irte sangrando lentamente.

Brisa fresca en un mediodía de verano





A veces una brisa fresca como la de hoy divide el verano. Aire que parece robado al mar, aunque el mar esté tan lejos.

Una corriente de ese aire se mete por las ventanas, para revitalizarte el cuerpo y también el alma, aunque sea un poquito.
Una caricia que trae recuerdos de días más felices, saca a la calle algunos fantasmas y hace lo propio con otras tantas sombras.
Este aire viene a negociar una tregua con el sol, y parece que por un rato se saldrá con la suya.
Apagá la tele, silenciá el celu. Sentí tu propia respiración en el silencio. Sentí cómo ese aire te va llenando, va viajando de tus pulmones a tu sangre, y por ella a todo el cuerpo.
Escuchá el sonido de tu respiración.
No puede ser casual que algo tan simple pueda llegar a hacerte tanto bien. Alguien debe estar detrás de esta brisa fresca, de esta música leve a cuyo ritmo bailan las cortinas. Alguien debió estar detrás de ese golpe maestro en el que se robaron un retazo de brisa en algún lugar del océano y lo soltaron acá.
Alguien y por alguna razón.
Ahora que apagamos los ruidos, escuchemos. Tal vez el autor de semejante prodigio tenga algo que decirnos...

Todos los paisajes del alma


 Todos los paisajes del alma.

La suma de todas las noches ofrendadas a esperar milagros ya negados de antemano.

El inconstante fulgor de una llama que está por apagarse y vuelve a ser, para contradecir a la noche pero sólo durante unos segundos.

Esa parcela del recuerdo en la que todos los amantes se sienten uno solo.

El rechinar de dientes en el frío y la desolada sequedad de los desiertos calcinados.

Todos los paisajes del alma.

Todas las versiones de la canción del viento entre las ramas de una planta reseca en otoño.

Todas las postales enviadas desde un ayer lejano y borroso. 

Todas las desilusiones de primavera.

Todos los brindis por cosas que no fueron. Litros y litros de futuros imposibles.

Todas las escaleras hechas con los palitos resecos de los sueños y las promesas.

Todos los paisajes del alma.

...Y uno acá, a estas horas de la noche, contemplándolos…

EL HOMBRE MOSCA SE ROBA UN MILAGRO

¿Volver adónde?
¿A un lugar? ¿A un momento? ¿A un estado de ánimo?
Volver puede ser la fantasía más refinada y bella. Pero no deja de ser una fantasía.
Cada minuto que pasa atraviesa un límite invisible que ya no se podrá cruzar en sentido contrario. Ahora ese minuto existe en el recuerdo, donde podemos visualizar su belleza, pero nada más que eso. No se puede tocar, abrazar, oler... No se puede cruzar el vidrio. Uno lo embiste, lo empuja, pega a él la nariz tratando de estar un poco más cerca. Uno se vuelve una mosca que busca atravesar un vidrio. La mosca que choca y choca tercamente sin lograr más que dañarse y sufrir una ansiedad sin fin por ese espejismo que parece estar tan cerca y sin embargo habita del otro lado de la vida.
Luego todo empeora, cuando el tiempo empieza a incidir sobre ese recuerdo, cambiándolo, quitándole algunos matices, algunos colores, modificando sus formas. Como cuando la luz borra de a poco a los personajes de una foto, el tiempo hace lo mismo con esos recuerdos, para que al final todo el ayer se vaya disolviendo.
A veces, sin embargo, de tanto hurgar, de tanto pegar cabezazos al vidrio, el hombre-mosca-uno-mismo da con lo inesperado: un agujerito en el cristal. Una pequeña grieta. Un permiso otorgado de mala gana por la tiranía del olvido.
A veces es un perfume que trae el viento del verano. A veces es un conjunto de palabras que ayer integraron un código secreto y por algún motivo inexplicable todavía no han perdido su efectividad. A veces es una foto. A veces la grieta en el cristal se presenta en un sueño.
Sin importar cómo sea, lo cierto es que entonces, por uno de esos errores en los protocolos de Dios, un fragmento destinado a archivarse vuelve a ser desclasificado. Y salimos corriendo con nuestro botín. Nos traemos de contrabando una cuota de felicidad que quisiéramos poder guardar para siempre.
Claro que no es posible, y ahí nos quedamos, chocando de nuevo el vidrio, mirando la foto que se va disolviendo. Esperando el próximo milagro.

Treguas

Y todos estamos peleando alguna batalla.

De las difíciles. O de las cotidianas. De las que se pueden ganar. De las que cuesta saber cuál será el desenlace. De las que están perdidas de antemano pero igual vale la pena pelearlas. Esas que parecen habernos tocado por error, porque todo indicaría que eran para a alguien con otras aptitudes, y sin embargo vinieron a nombre nuestro y ahora hay que hacerse cargo.

Batallas de todos los colores y formas, peleadas en los más variados campos. Y enfrentadas con las estrategias que se puede, las que hay a mano. Peleadas con aquellas armas que teníamos cerca cuando sonó el primer cañonazo.
Algunos van al frente a los gritos, porque eso les da coraje. Otros lo hacen en silencio, pero pelean con la misma fuerza, con las mismas ganas, con el mismo deseo de que las victorias lleguen.
Victorias que se ven allá lejos, en un horizonte que de cuando en cuando se pierde en la niebla, y a veces vuelve a aparecer. Se acerca, se aleja, aparece a unos pocos metros, se desvanece y al siguiente momento está a cientos de kilómetros.
Algunas victorias son de la misma raza que los espejismos. Cada nuevo día, abrís los ojos y pensás: “Capaz que hoy sí”; “Tal vez este sea el día”; “A lo mejor ahora pasa”. Y con ese manojo de esperanzas salís a la luz de la mañana, porque el que se queda en la cama pierde; y porque el miedo es más miedo cuando te abandonás quieto en la sombra.
Sin embargo, a veces hay treguas.
Las hay de un ratito, o de un rato largo: Un buen chiste; una caricia; un cuento de Bradbury; una oración; la risa de un chiquito; un café compartido; la música; ese sueño que nos trae por un rato a alguien que extrañábamos; un beso; un rayo de sol en una tarde de invierno; una voz conocida en el teléfono; una caminata; La tibia caricia del perdón; un olor de primavera que llega en la tarde; fotos viejas; una sopa caliente; otro beso; La visita de esa persona que estábamos esperando; El perfume de las hojas amarillas de un libro que leímos de chicos...
Treguas como esas, que te hacen sentir que todo lo peleado vale la pena. Momentos en los que toda la energía perdida vuelve a vos. Cosas que le dan sentido a todo lo demás.
Siempre hay que volver a la carga, pero entonces ya no es lo mismo.
Después de esas treguas, todo parece posible de derrotar: Los ejércitos más bravos; las hordas zombies; los Orcos; la brisa nocturna que asesinaría a la rosa; Los “ellos”; los trífidos, los Langoliers, el malvado Gárgamel, y lo que sea que se cruce...
Esas treguas son esenciales para seguir adelante.
Es posible que vengas de una jornada difícil, de una dura batalla. Pero también es posible (quiera Dios que sí) que estas palabras hayan sido una pequeña tregua para vos.