EL HOMBRE MOSCA SE ROBA UN MILAGRO

¿Volver adónde?
¿A un lugar? ¿A un momento? ¿A un estado de ánimo?
Volver puede ser la fantasía más refinada y bella. Pero no deja de ser una fantasía.
Cada minuto que pasa atraviesa un límite invisible que ya no se podrá cruzar en sentido contrario. Ahora ese minuto existe en el recuerdo, donde podemos visualizar su belleza, pero nada más que eso. No se puede tocar, abrazar, oler... No se puede cruzar el vidrio. Uno lo embiste, lo empuja, pega a él la nariz tratando de estar un poco más cerca. Uno se vuelve una mosca que busca atravesar un vidrio. La mosca que choca y choca tercamente sin lograr más que dañarse y sufrir una ansiedad sin fin por ese espejismo que parece estar tan cerca y sin embargo habita del otro lado de la vida.
Luego todo empeora, cuando el tiempo empieza a incidir sobre ese recuerdo, cambiándolo, quitándole algunos matices, algunos colores, modificando sus formas. Como cuando la luz borra de a poco a los personajes de una foto, el tiempo hace lo mismo con esos recuerdos, para que al final todo el ayer se vaya disolviendo.
A veces, sin embargo, de tanto hurgar, de tanto pegar cabezazos al vidrio, el hombre-mosca-uno-mismo da con lo inesperado: un agujerito en el cristal. Una pequeña grieta. Un permiso otorgado de mala gana por la tiranía del olvido.
A veces es un perfume que trae el viento del verano. A veces es un conjunto de palabras que ayer integraron un código secreto y por algún motivo inexplicable todavía no han perdido su efectividad. A veces es una foto. A veces la grieta en el cristal se presenta en un sueño.
Sin importar cómo sea, lo cierto es que entonces, por uno de esos errores en los protocolos de Dios, un fragmento destinado a archivarse vuelve a ser desclasificado. Y salimos corriendo con nuestro botín. Nos traemos de contrabando una cuota de felicidad que quisiéramos poder guardar para siempre.
Claro que no es posible, y ahí nos quedamos, chocando de nuevo el vidrio, mirando la foto que se va disolviendo. Esperando el próximo milagro.

Treguas

Y todos estamos peleando alguna batalla.

De las difíciles. O de las cotidianas. De las que se pueden ganar. De las que cuesta saber cuál será el desenlace. De las que están perdidas de antemano pero igual vale la pena pelearlas. Esas que parecen habernos tocado por error, porque todo indicaría que eran para a alguien con otras aptitudes, y sin embargo vinieron a nombre nuestro y ahora hay que hacerse cargo.

Batallas de todos los colores y formas, peleadas en los más variados campos. Y enfrentadas con las estrategias que se puede, las que hay a mano. Peleadas con aquellas armas que teníamos cerca cuando sonó el primer cañonazo.
Algunos van al frente a los gritos, porque eso les da coraje. Otros lo hacen en silencio, pero pelean con la misma fuerza, con las mismas ganas, con el mismo deseo de que las victorias lleguen.
Victorias que se ven allá lejos, en un horizonte que de cuando en cuando se pierde en la niebla, y a veces vuelve a aparecer. Se acerca, se aleja, aparece a unos pocos metros, se desvanece y al siguiente momento está a cientos de kilómetros.
Algunas victorias son de la misma raza que los espejismos. Cada nuevo día, abrís los ojos y pensás: “Capaz que hoy sí”; “Tal vez este sea el día”; “A lo mejor ahora pasa”. Y con ese manojo de esperanzas salís a la luz de la mañana, porque el que se queda en la cama pierde; y porque el miedo es más miedo cuando te abandonás quieto en la sombra.
Sin embargo, a veces hay treguas.
Las hay de un ratito, o de un rato largo: Un buen chiste; una caricia; un cuento de Bradbury; una oración; la risa de un chiquito; un café compartido; la música; ese sueño que nos trae por un rato a alguien que extrañábamos; un beso; un rayo de sol en una tarde de invierno; una voz conocida en el teléfono; una caminata; La tibia caricia del perdón; un olor de primavera que llega en la tarde; fotos viejas; una sopa caliente; otro beso; La visita de esa persona que estábamos esperando; El perfume de las hojas amarillas de un libro que leímos de chicos...
Treguas como esas, que te hacen sentir que todo lo peleado vale la pena. Momentos en los que toda la energía perdida vuelve a vos. Cosas que le dan sentido a todo lo demás.
Siempre hay que volver a la carga, pero entonces ya no es lo mismo.
Después de esas treguas, todo parece posible de derrotar: Los ejércitos más bravos; las hordas zombies; los Orcos; la brisa nocturna que asesinaría a la rosa; Los “ellos”; los trífidos, los Langoliers, el malvado Gárgamel, y lo que sea que se cruce...
Esas treguas son esenciales para seguir adelante.
Es posible que vengas de una jornada difícil, de una dura batalla. Pero también es posible (quiera Dios que sí) que estas palabras hayan sido una pequeña tregua para vos.