SIMULTANEIDAD


Nada más verte sonriendo y se descarrilan varios trenes; tropiezan las viejitas que compran verduras en el super de los chinos; se dan por vencidos varios maratonistas en algún circuito impronunciable de Alemania; dan dos vueltas en el aire los suicidas que se tiran al vacío; los yanquis se deciden a invadir varios países tercermundistas; los políticos dicen dos o tres mentiras menos por segundo; palpita incontables veces mi corazón al ritmo de un blues rabioso; se disuelve a medias la niebla de una mañana de Agosto y en el congreso aprueban una o dos leyes.
Se desvanece lo que Jorge Luis llamaba "El horror de vivir en lo sucesivo..."
Nada más verte sonriendo y se destrozan los muros que separan a los buenos de los malos, a los blancos de los negros, a los lindos de los feos, a los enfermos de los sanos, a los locos de los cuerdos. Se convierte en agua el helado que sostiene una niña distraída; se incendia la cabeza de un fósforo justo antes de llegar a la punta de un cigarro; se hacen papilla los autos que una máquina tritura para hacer con el metal otros autos; se van desgastando de a poco las ideas al ritmo del olvido.
Sonreís y en ese mismo instante todos los relojes del mundo dicen TIC y luego TAC, pero más lento, de modo que con cada sonrisa tuya el universo cambia su ritmo sin que nadie se dé cuenta.
Nada más verte sonreír y mirarnos de reojo y todas las pruebas y exámenes entregados se corrigen solos, generando epidemias de calificaciones positivas que los más agrios profesores no pueden explicar; se inician incendios en las costas de África y las llamas se apagan al mismo tiempo. Caen innumerables meteoritos en un campo en las afueras de Suipacha. Se codifica y decodifica muchas veces sucesivas el genoma humano.
Tinelli mira a la cámara.
Macri y Cristina se toman un café juntos contando anécdotas y olvidándose de todo pero bien.
Clarín dice la verdad. Y C5N y todos los otros.
Los del Facebook descubren la diferencia entre "a ver" y "haber".
Me crece el pelo.
Y en al absurdo se hacen notorias varias verdades (aunque, como decía Gregory, "todos mienten")
Con tantas cosas ocurriendo al mismo tiempo -tanto ruido- no es raro que en ese momento de caos imperceptible se te escape el detalle de que tu sonrisa también alcanza para hacerme feliz por el resto del día.

14-05-16 Ciudadanía

De dónde somos?
Del lugar en el que nacimos? 
Del lugar en el que elegimos vivir? Del lugar en el que estamos ahora? Yo creo que somos del lugar en el que somos felices, o de ese sitio en el que lo fuimos. 
 Algunos somos parias, oriundos de un espacio que ya no existe, una esquina a la que volvemos en vano, porque la felicidad ya no está ahí.

ABRIENDO UN PAQUETE DE GALLETITAS

Tengo una teoría: Los paquetes de galletitas fueron creados por el mismísimo Lucifer, para jodernos la vida. 
Es en serio: Esos paquetes de forma cilíndrica en los que se apilan las masitas como si fueran los pisos de un rascacielos, son los peores, tanto que claramente fueron creados por el maligno. Y la obra cumbre del muy taimado fue la tirita roja, esa que te hace creer que, si sos lo suficientemente inteligente y hábil, podrás abrir el paquete prolijamente y el mundo te sonreirá y te darán un premio Nobel de astrofísica. Pero eso nunca ocurre. Tirás y el tirón arranca lentamente la tirita roja; la sentís raspar entre dos galletitas que están ahí apretadísimas como siempre y se ríen de tu imposibilidad de comértelas. Entonces encima te da hambre. Porque antes no tenías hambre, pero ahora que estás bregando con esa tirita que debería salir y no sale, te da hambre, más que nada de pura ansiedad.
Tirás de nuevo, ahora con mayor resolución, pero no pasa nada, porque el hilito rojo se ha ido despegando por el lado de adentro del paquete, ha dado toda la vuelta y no se desprenderá del todo. Tirás, ya con rabia y podés notar que corre escapándose entre tus dedos, decidido a quedarse donde estaba. Eso sí: te va dejando un poco de pegamento adherido a la yema de los dedos, con lo que sabés que cuando por fin el paquete logre abrirse, no vas poder tocar las masitas, por miedo a impregnarlas con esa goma que vaya Dios a saber con qué porquerías está hecha. Desechás las esperanzas de abrir el paquete sin las uñas. En algún lugar debería haber un cuchillo o una tijera, pero justo ahora no aparecen. Andás por toda la casa con el paquete en la mano, y la tirita roja, todavía adherida al paquete, como un latiguillo de juguete o una lengua burlona, se agita con los movimientos que hacés, cada vez más frenéticos. Porque a esta altura de las cosas empezaste a ponerte un poco nervioso y a preguntarte quién inventó esta porquería y -todavía más inquietante- quién quiere comer las estúpidas galletitas si el precio es este calvario en el que sólo vos te sentís engullido, aplastado, deglutido; sólo vos, porque las masitas, muertas de risa.
En eso descubrís que, sin pensarlo siquiera, como un reflejo instintivo, estás tratando de abrir el paquete con las uñas. Las uñas, sí; Con la millonésima de bacterias que hay ahí, con toda una colonia de bacterias okupas que están ahí abajo esperando este momento, cuando el paquete por fin se abra y las migas vayan a parar a sus dominios. Las uñas están tratando ahora de separar el pliegue donde los dos extremos del celofán se unen para formar un cilindro que aprisiona a las galletitas. Tendría que abrirse si lográs entrarle por ese pequeño agujerito que dejó el hilito rojo antes de romperse, pero ya está escrito en algún lugar del cosmos que acá, en la órbita obtusa del paquete de galletitas, esa lógica está lejos de cumplirse. Primero la uña no logra encontrar un modo de entrar, y es lógico: Estás haciéndolo con muy pocas ganas, con miedo de lastimar a la corteza de la galletita más próxima. Con esa dedicación de cirujano que opera un tumor cerebral no vas a lograr nada. Esto requiere un poco de rudeza, pero delicada. Una brutalidad contenida a lo Hamprey Boggart. Vas de a poco haciendo ese rasgueo de la zona en la que un pliegue de celofán se ha despegado un poquito al principio. Y siempre nos quedará Paris. Con las uñas del índice y el anular alternadamente raspás ese pliegue esperando que de a poco se vaya desprendiendo y por fin puedas abrir decentemente el maldito paquete. Te sentís como un concertista de guitarra, pero lo que se escucha es apenas un triste tic-tic-tic. Y nada. Entonces empezás a caminar de acá para allá mientras le das al Tic-Tic-Tic y ya te sentís cada vez más un rockstar pero también un reverendo tarado. Entretanto, el tic-tic va abriendo un huequito perezoso en el paquete, pero está lejos de anunciar una incisión automática y rápida. No: Lo que pasa es que las uñas van abriendo el agujerito en la resistente coraza de celofán, pero al mismo tiempo estás rasguñando las galletitas que esperan adentro, y de hecho empezás a notar que de tanto manoseo algunas ya se rompieron un poquito; Y al pensar que las uñas, esos enormes alojamientos de bacterias, han estado enterrándose en las galletitas más próximas, sabés que te va a dar asco comerlas y por ende vas a tirarlas en el momento o el día en el que por fin el paquete se abra. Apretás con cuidado el borde del paquete y vas deslizando el dedo por él, tratando de contar desde afuera, los ascensos y declives que atraviesa la punta del índice, con lo que llegás a la conclusión de que al menos cuatro y tal vez cinco de las galletitas ya se han perdido para siempre. Y eso suponiendo que logres abrir el paquete sin contratiempos mayores, porque sabés por experiencia que algunos explotan por fin soltando toda su contenida presión y entonces se dividen limpiamente en dos partes, con tres cuartos del total quedando en el sector más grande, y el resto volando en el sector más pequeño, que de golpe se ha convertido en una especie de tapa y al desprenderse vuela hacia el piso. Pero ni siquiera aceptando esa catástrofe posible como un daño colateral, una especie de peaje a pagar antes de poder comerte, aunque sea, las tres cuartas partes que sí deberían quedarte en las manos, ni siquiera así podés evitar la frustración de notar que seguís rasguñando sin lograr nada más que afianzar el agujero tosco y lleno de migas.
Ese agujero que ahora está lleno de bacterias. Ese agujero al que sentís que es hora de atacar con más ganas, con más fuerza, con más furia. Ya no es Hamprey Boggart el que ataca; de golpe sos una especie de bestia que gruñe y clava sus uñas donde puede y tironea sin importarle lo que pase con las galletitas aledañas, las que están cerca del agujero cada vez más grande y que de a poco se van pulverizando.
Pero el paquete tiene su propia ley, y ya se ha hablado de eso antes aunque por un momento lo olvidaste. Por eso no es raro que de golpe, a traición, ese filo del celofán estirado al máximo que aun así se niega a ceder se mete debajo de tu uña y parece cortarte; la sensación es de violación, de intromisión en un sitio sagrado. Das un grito y tirás el paquete. Lo ves rodar por el suelo, con su cintita roja girando loca como una guirnalda patética. Te agarrás el dedo, apretando la uña, como si de un momento a otro la uña se fuera a despegar por completo, y al mismo tiempo mirás el paquete con odio. Ha ido a parar a un rincón sombrío, cerca de la pata de la mesa, y la cinta roja quedó tendida en el piso, como extenuada.
Lo vas a buscar. Y descubrís que ya no tenés hambre, pero sí tenés hambre. El verlo ahí, todo revolcado, todo paseado por el piso, todo viejo de tanto manoseo, ha hecho que el contenido del paquete ya no te atraiga, pero igual tenés hambre. Es un hambre que te sale del hígado, de la garganta reseca, de la frente sudorosa. Es hambre de venganza. Agarrás el paquete con las dos manos, como si fuera la empuñadura de una espada, y decidís que no importa si se abre o no. Estás decidido a hacer que ya no importe. Y entonces lo das contra el borde de la mesa. Como si trataras de asfixiarlo. Cerrás las manos con fuerza sobre el área donde debió abrirse, hace una eternidad, cuando tiraste de la punta del hilito rojo y no pasó lo que se suponía que tenía que pasar. Lo agarrás de ahí y lo das contra la mesa. Y si esa zona sobre la que se crispan los dedos es el cuello, esta otra zona, la que está pegando una y otra vez contra la madera debería ser la cabeza. Entonces le estás reventando la cabeza, porque pegás con todas tus fuerzas, y ahora sí, se está rompiendo por fin el paquete, y una lluvia de migas y galletita pulverizada te cae encima, te pega en la cara, se desparrama por la mesa, llega suavemente al piso. Pero eso a vos no te alcanza. Agarrás el paquete de galletitas y lo das entero contra la mesa. Lo ponés ahí arriba y le pegás con los puños; golpes de maza, cachetadas que lo tiran de acá para allá hasta que termina en el piso, y ahí es donde lo pateas. Lo llevás hasta la pared a patadas y contra el sócalo le seguís pegando con tanta furia que tus patadas resuenan en toda la casa.
Cuando por fin lográs calmarte, levantás lo que queda del paquete mientras jadeás tratando de recuperar el aliento. Pero no acertaste en el extremo que elegiste para agarrarlo, parece que en el estropicio, lo que elegiste vendría a ser el fondo, y cuando lo levantás, las pocas migas que quedaban, caen a la alfombra.
Soltás el paquete sin saber si sentirte triunfador o derrotado...
Se extrañan los días en los que las galletitas se vendían sueltas.

18-04-16 Cada noche

Cada noche trae consigo su propia versión de la soledad. 
Las hay dulces y amargas; Breves e infinitas.
Las hay crueles e indulgentes. Todas distintas. 
Todas hechas de un material parecido al que se usa para construir los sueños. 
Pero todas preñadas de despertares y desengaños de aurora.
Ahí nomás vienen los barredores de sueños, arrasando con ese beso que por un rato pareció tan real; con esa sonrisa perdida que por un momento creímos haber recuperado.
Cada noche trae con ella su propio engaño y su propia verdad, pero ambos son tan parecidos...

15-03-16 Llanto

Los deudos. Los niños perdidos en la playa. Los cielos de tormenta. Los abandonados y desamorados. Los nostálgicos. Las rosas de Cristian Castro. Los ganadores de premios. Las chicas solteras en ceremonias de casamiento. Los picadores de cebollas. Los histéricos varios...
¿Por qué lloran los que lloran?
Los que lloran, lloran por lo general porque la vida es una escuela de llantos. Nacés y esperan que llores. Y después llorás porque es la única manera de hacer notar que algo te pasa.
Pero el universo del llanto es una máquina mal hecha que nunca logra los resultados que debería. Llorás para que te den la teta y te acunan. Llorás porque te duele algo y nadie entiende qué te duele.
Sin embargo, cuando aprendés a hablar la cosa no es muy diferente. Ni cuando ya sabés expresar si te duele la panza o te hartaste del cochecito y el Cd de los Beatles para bebés. Ni cuando te recibís de licenciado en letras o dominás a la perfección el swahili.
Cada momento trae consigo su propio dolor, su propio llanto, su propio desencuentro.
Otra cosa sería si estuviera reglamentada la funcionalidad del llanto. La cantidad de lágrimas que corresponden al abandono de una novia o a una muela inflamada. Pongamos que así fuera: Entonces, cubierto ese cupo, el dolor debería remitir y abandonar el alma o el maxilar derecho, según corresponda.
No ocurre de esa manera. El llanto nos viene en momentos inesperados. Se ausenta junto cuando quisiéramos mostrar más entusiasmo en un velorio poco animado, y así.
Sin embargo, hay que decirlo, hay algunos momentos en los que el llanto se encuentra con su dueño real. Como una pieza de engranaje que de golpe entra en el lugar exacto para el que fue creada. Y sobreviene uno de esos llantos poderosos, llenos de sal y de ácido corrosivo. Llantos que queman las mejillas a su paso. Llantos que le arrancan chispas a los ojos. Llantos torrenciales que riegan los lechos resecos de los ríos. Llantos que venían abriéndose paso desde hacía rato por las corrientes subterráneas. Llantos de magma ardiendo, de urgencia seminal, de  reclamo de justicia. Llantos de verdad. Llantos consumidores. Llantos de esos que se alimentan a sí mismos.
Esa clase de llantos.
Lágrimas de quázar, con una densidad tan grande que podrían ellas solas absorber la luz y el tiempo.
Esa clase de llantos, hijos de esa clase de soledades, que sólo pueden morir en los brazos de una mujer, en la inmensidad en la que se clavan las rodillas ante Dios, o tal vez en las líneas de un poema.


16-02-16 El lugar en el que se queman los barcos

El lugar en el que se queman los barcos. 
El punto de la historia en el que das un paso adelante y cerrás la puerta porque ya no te interesa vivir en el umbral. El instante en el que decidís extirpar la parte podrida y darte permiso para ser algo nuevo.
El fin de la noche.
La reinvención de la felicidad, con otros materiales, con otras voces, con otros códigos.
El momento en el que decidís dejar de traducir tus propias palabras. El momento en el que agarrás esas palabras y las ponés arriba de la mesa, como si fueran un florero o un cenicero; pero las ponés ahí pensando en dejarlas para que las agarre quien las merezca. La decisión de que ya no vas a buscarle amantes a tus palabras. Que se queden ahí, que se digan solas, que agiten partículas y sean algo más que una perturbación de la atmósfera o la transmisión de una serie de vibraciones en un medio elástico.
La hora en la que te das permiso para reír sin motivo y para revelarte ante el miedo.
El momento en el que decidís que la estupidez no es una alternativa y que la inteligencia no tiene todas las respuestas. 
El momento en el que simplemente reconocés y aceptás que estás buscando que te amen, pero no a cualquier precio.
La solitaria inmensidad a la que te encaminás sin miedo, sin preguntas, sin dudas, sin qué será, sin quién estará, sin qué voy hacer. 
El destino de una pluma arrastrada por el viento hasta los dedos del hombre que cuenta su historia sentado en un banco del parque. 
El instante en el que quemás los barcos: Sentado en la playa los ves consumirse; fuego en el agua. Sus esqueletos oscuros se van entregando de a poco. Gigantes chamuscados que se resignan a zambullirse por última vez y perderse en las profundidades, ahí donde nadie más izará sus velas, donde nadie más hará girar con esfuerzo sus cabrestantes, donde babor y estribor serán la misma cosa mientras el agua salada va consumiendo la aguja imantada de la brújula y la carne de los tripulantes.
El después de una noche de tormenta.
La decisión de dejar de contar los muertos. El momento en el que ya no importa la cantidad de veces que metiste la bola blanca en el primer tiro. 
El día en el que le das una oportunidad al plan de Dios, al mapa viejo que desde el principio traías con vos y sigue en el bolsillo de atrás de tu pantalón, dobladísimo al extremo, y todo gastado de tanto no usarse.
El momento en el que decidís ir de nuevo.
Cerrar el libro para que empiece la historia.