16-02-16 El lugar en el que se queman los barcos

El lugar en el que se queman los barcos. 
El punto de la historia en el que das un paso adelante y cerrás la puerta porque ya no te interesa vivir en el umbral. El instante en el que decidís extirpar la parte podrida y darte permiso para ser algo nuevo.
El fin de la noche.
La reinvención de la felicidad, con otros materiales, con otras voces, con otros códigos.
El momento en el que decidís dejar de traducir tus propias palabras. El momento en el que agarrás esas palabras y las ponés arriba de la mesa, como si fueran un florero o un cenicero; pero las ponés ahí pensando en dejarlas para que las agarre quien las merezca. La decisión de que ya no vas a buscarle amantes a tus palabras. Que se queden ahí, que se digan solas, que agiten partículas y sean algo más que una perturbación de la atmósfera o la transmisión de una serie de vibraciones en un medio elástico.
La hora en la que te das permiso para reír sin motivo y para revelarte ante el miedo.
El momento en el que decidís que la estupidez no es una alternativa y que la inteligencia no tiene todas las respuestas. 
El momento en el que simplemente reconocés y aceptás que estás buscando que te amen, pero no a cualquier precio.
La solitaria inmensidad a la que te encaminás sin miedo, sin preguntas, sin dudas, sin qué será, sin quién estará, sin qué voy hacer. 
El destino de una pluma arrastrada por el viento hasta los dedos del hombre que cuenta su historia sentado en un banco del parque. 
El instante en el que quemás los barcos: Sentado en la playa los ves consumirse; fuego en el agua. Sus esqueletos oscuros se van entregando de a poco. Gigantes chamuscados que se resignan a zambullirse por última vez y perderse en las profundidades, ahí donde nadie más izará sus velas, donde nadie más hará girar con esfuerzo sus cabrestantes, donde babor y estribor serán la misma cosa mientras el agua salada va consumiendo la aguja imantada de la brújula y la carne de los tripulantes.
El después de una noche de tormenta.
La decisión de dejar de contar los muertos. El momento en el que ya no importa la cantidad de veces que metiste la bola blanca en el primer tiro. 
El día en el que le das una oportunidad al plan de Dios, al mapa viejo que desde el principio traías con vos y sigue en el bolsillo de atrás de tu pantalón, dobladísimo al extremo, y todo gastado de tanto no usarse.
El momento en el que decidís ir de nuevo.
Cerrar el libro para que empiece la historia.