ABRIENDO UN PAQUETE DE GALLETITAS

Tengo una teoría: Los paquetes de galletitas fueron creados por el mismísimo Lucifer, para jodernos la vida. 
Es en serio: Esos paquetes de forma cilíndrica en los que se apilan las masitas como si fueran los pisos de un rascacielos, son los peores, tanto que claramente fueron creados por el maligno. Y la obra cumbre del muy taimado fue la tirita roja, esa que te hace creer que, si sos lo suficientemente inteligente y hábil, podrás abrir el paquete prolijamente y el mundo te sonreirá y te darán un premio Nobel de astrofísica. Pero eso nunca ocurre. Tirás y el tirón arranca lentamente la tirita roja; la sentís raspar entre dos galletitas que están ahí apretadísimas como siempre y se ríen de tu imposibilidad de comértelas. Entonces encima te da hambre. Porque antes no tenías hambre, pero ahora que estás bregando con esa tirita que debería salir y no sale, te da hambre, más que nada de pura ansiedad.
Tirás de nuevo, ahora con mayor resolución, pero no pasa nada, porque el hilito rojo se ha ido despegando por el lado de adentro del paquete, ha dado toda la vuelta y no se desprenderá del todo. Tirás, ya con rabia y podés notar que corre escapándose entre tus dedos, decidido a quedarse donde estaba. Eso sí: te va dejando un poco de pegamento adherido a la yema de los dedos, con lo que sabés que cuando por fin el paquete logre abrirse, no vas poder tocar las masitas, por miedo a impregnarlas con esa goma que vaya Dios a saber con qué porquerías está hecha. Desechás las esperanzas de abrir el paquete sin las uñas. En algún lugar debería haber un cuchillo o una tijera, pero justo ahora no aparecen. Andás por toda la casa con el paquete en la mano, y la tirita roja, todavía adherida al paquete, como un latiguillo de juguete o una lengua burlona, se agita con los movimientos que hacés, cada vez más frenéticos. Porque a esta altura de las cosas empezaste a ponerte un poco nervioso y a preguntarte quién inventó esta porquería y -todavía más inquietante- quién quiere comer las estúpidas galletitas si el precio es este calvario en el que sólo vos te sentís engullido, aplastado, deglutido; sólo vos, porque las masitas, muertas de risa.
En eso descubrís que, sin pensarlo siquiera, como un reflejo instintivo, estás tratando de abrir el paquete con las uñas. Las uñas, sí; Con la millonésima de bacterias que hay ahí, con toda una colonia de bacterias okupas que están ahí abajo esperando este momento, cuando el paquete por fin se abra y las migas vayan a parar a sus dominios. Las uñas están tratando ahora de separar el pliegue donde los dos extremos del celofán se unen para formar un cilindro que aprisiona a las galletitas. Tendría que abrirse si lográs entrarle por ese pequeño agujerito que dejó el hilito rojo antes de romperse, pero ya está escrito en algún lugar del cosmos que acá, en la órbita obtusa del paquete de galletitas, esa lógica está lejos de cumplirse. Primero la uña no logra encontrar un modo de entrar, y es lógico: Estás haciéndolo con muy pocas ganas, con miedo de lastimar a la corteza de la galletita más próxima. Con esa dedicación de cirujano que opera un tumor cerebral no vas a lograr nada. Esto requiere un poco de rudeza, pero delicada. Una brutalidad contenida a lo Hamprey Boggart. Vas de a poco haciendo ese rasgueo de la zona en la que un pliegue de celofán se ha despegado un poquito al principio. Y siempre nos quedará Paris. Con las uñas del índice y el anular alternadamente raspás ese pliegue esperando que de a poco se vaya desprendiendo y por fin puedas abrir decentemente el maldito paquete. Te sentís como un concertista de guitarra, pero lo que se escucha es apenas un triste tic-tic-tic. Y nada. Entonces empezás a caminar de acá para allá mientras le das al Tic-Tic-Tic y ya te sentís cada vez más un rockstar pero también un reverendo tarado. Entretanto, el tic-tic va abriendo un huequito perezoso en el paquete, pero está lejos de anunciar una incisión automática y rápida. No: Lo que pasa es que las uñas van abriendo el agujerito en la resistente coraza de celofán, pero al mismo tiempo estás rasguñando las galletitas que esperan adentro, y de hecho empezás a notar que de tanto manoseo algunas ya se rompieron un poquito; Y al pensar que las uñas, esos enormes alojamientos de bacterias, han estado enterrándose en las galletitas más próximas, sabés que te va a dar asco comerlas y por ende vas a tirarlas en el momento o el día en el que por fin el paquete se abra. Apretás con cuidado el borde del paquete y vas deslizando el dedo por él, tratando de contar desde afuera, los ascensos y declives que atraviesa la punta del índice, con lo que llegás a la conclusión de que al menos cuatro y tal vez cinco de las galletitas ya se han perdido para siempre. Y eso suponiendo que logres abrir el paquete sin contratiempos mayores, porque sabés por experiencia que algunos explotan por fin soltando toda su contenida presión y entonces se dividen limpiamente en dos partes, con tres cuartos del total quedando en el sector más grande, y el resto volando en el sector más pequeño, que de golpe se ha convertido en una especie de tapa y al desprenderse vuela hacia el piso. Pero ni siquiera aceptando esa catástrofe posible como un daño colateral, una especie de peaje a pagar antes de poder comerte, aunque sea, las tres cuartas partes que sí deberían quedarte en las manos, ni siquiera así podés evitar la frustración de notar que seguís rasguñando sin lograr nada más que afianzar el agujero tosco y lleno de migas.
Ese agujero que ahora está lleno de bacterias. Ese agujero al que sentís que es hora de atacar con más ganas, con más fuerza, con más furia. Ya no es Hamprey Boggart el que ataca; de golpe sos una especie de bestia que gruñe y clava sus uñas donde puede y tironea sin importarle lo que pase con las galletitas aledañas, las que están cerca del agujero cada vez más grande y que de a poco se van pulverizando.
Pero el paquete tiene su propia ley, y ya se ha hablado de eso antes aunque por un momento lo olvidaste. Por eso no es raro que de golpe, a traición, ese filo del celofán estirado al máximo que aun así se niega a ceder se mete debajo de tu uña y parece cortarte; la sensación es de violación, de intromisión en un sitio sagrado. Das un grito y tirás el paquete. Lo ves rodar por el suelo, con su cintita roja girando loca como una guirnalda patética. Te agarrás el dedo, apretando la uña, como si de un momento a otro la uña se fuera a despegar por completo, y al mismo tiempo mirás el paquete con odio. Ha ido a parar a un rincón sombrío, cerca de la pata de la mesa, y la cinta roja quedó tendida en el piso, como extenuada.
Lo vas a buscar. Y descubrís que ya no tenés hambre, pero sí tenés hambre. El verlo ahí, todo revolcado, todo paseado por el piso, todo viejo de tanto manoseo, ha hecho que el contenido del paquete ya no te atraiga, pero igual tenés hambre. Es un hambre que te sale del hígado, de la garganta reseca, de la frente sudorosa. Es hambre de venganza. Agarrás el paquete con las dos manos, como si fuera la empuñadura de una espada, y decidís que no importa si se abre o no. Estás decidido a hacer que ya no importe. Y entonces lo das contra el borde de la mesa. Como si trataras de asfixiarlo. Cerrás las manos con fuerza sobre el área donde debió abrirse, hace una eternidad, cuando tiraste de la punta del hilito rojo y no pasó lo que se suponía que tenía que pasar. Lo agarrás de ahí y lo das contra la mesa. Y si esa zona sobre la que se crispan los dedos es el cuello, esta otra zona, la que está pegando una y otra vez contra la madera debería ser la cabeza. Entonces le estás reventando la cabeza, porque pegás con todas tus fuerzas, y ahora sí, se está rompiendo por fin el paquete, y una lluvia de migas y galletita pulverizada te cae encima, te pega en la cara, se desparrama por la mesa, llega suavemente al piso. Pero eso a vos no te alcanza. Agarrás el paquete de galletitas y lo das entero contra la mesa. Lo ponés ahí arriba y le pegás con los puños; golpes de maza, cachetadas que lo tiran de acá para allá hasta que termina en el piso, y ahí es donde lo pateas. Lo llevás hasta la pared a patadas y contra el sócalo le seguís pegando con tanta furia que tus patadas resuenan en toda la casa.
Cuando por fin lográs calmarte, levantás lo que queda del paquete mientras jadeás tratando de recuperar el aliento. Pero no acertaste en el extremo que elegiste para agarrarlo, parece que en el estropicio, lo que elegiste vendría a ser el fondo, y cuando lo levantás, las pocas migas que quedaban, caen a la alfombra.
Soltás el paquete sin saber si sentirte triunfador o derrotado...
Se extrañan los días en los que las galletitas se vendían sueltas.

18-04-16 Cada noche

Cada noche trae consigo su propia versión de la soledad. 
Las hay dulces y amargas; Breves e infinitas.
Las hay crueles e indulgentes. Todas distintas. 
Todas hechas de un material parecido al que se usa para construir los sueños. 
Pero todas preñadas de despertares y desengaños de aurora.
Ahí nomás vienen los barredores de sueños, arrasando con ese beso que por un rato pareció tan real; con esa sonrisa perdida que por un momento creímos haber recuperado.
Cada noche trae con ella su propio engaño y su propia verdad, pero ambos son tan parecidos...