Aspiramos tanto a ser Julio

Porque todos los fuegos son el fuego, todos los escritores que quieren hacer algo genial son Julio, y sin embargo tan poco Julio, tan insuficientemente Julio. El truco, el artificio que sigue cobrando víctimas, está en esa seguridad que tenés cuando se te da por empezar a escribir. 
Porque parece tan fácil, tan jodidamente fácil, eso de hacerle el amor a una metáfora una y otra vez pero siempre de una manera diferente, que no puede ser que vos no lo logres. Vos, yo, el tipo que se acaba de parar en la calle y mira una moneda tirada en la vereda y después sigue su camino…
Cualquiera parece poder escribir un cuento sobre un cronopio que se echa a dormir a  la sombra de una flor. No se trata de tramas laberínticas, ni de complejos mecanismos de relojería en los que cada engranaje-palabra es imprescindible como el verbo mismo. 
No puede ser tan difícil, che. 
Y entonces uno empieza a imaginar la andanzas posibles del cronopio y no sale nada digno, nada que supere la media de todos los que lo intentaron antes o lo intentarán después. Leés las dos o tres líneas que escribiste y la fila de hormiguitas que corren de izquierda a derecha se rebelan, como un grupo de alumnos de quinto grado que no están conformes con representar el drama de fin de curso y entonces en pleno escenario, cuando ya toda resistencia es inútil y la vergüenza y el oprobio los acribillan con cincuenta miradas de mamás orgullosas, ensayan su última revolución moviéndose como estatuas, olvidándose los parlamentos, parándose en el lugar equivocado, todo bajo el tul suave y melancólico de las maldiciones de maestras frustradas que no pueden hacer otra cosa que sonreír fingiendo que todo está bien y el cruce de los andes mucho antes de la batalla de Suipacha pero mucho después de las invasiones inglesas. Todo el relato como escrito con tinta roja de maestra enojada. 
Y siempre esa recurrencia del sueño, esa vana repetición del sueño. Volver a escribir tratando de ser Julio, cuando vos, Julio, no trataste nunca de ser vos, y capaz que ahí estaba la clave para encontrar el cuento que te haga justicia. Pero el tipo de la moneda se da cuenta de que nadie lo estaba mirando y entonces por qué no volver a tomar lo que por ley del destino le pertenece. Pero cuando se agacha descubre que ahí, en el piso, la redondez chata no es más que la punta del hilo que lleva a una trampa, porque la moneda está pegada al piso. El tipo no cede y trata de clavarle las uñas al lugar en el que la moneda se adhiere a la baldosa, pero no encuentra un solo lugar por el que empezar a ablandar la resistencia. Después, mucho después, se incorpora mirando con vergüenza para todos lados y sintiéndose tan violeta. Todavía atina a darle unos golpecitos con el taco del zapato. Una medida inútil que obviamente no da resultado. Así es que se va, dejando escapar un silbido melancólico y con las manos en los bolsillos en los que falta y faltará siempre esa moneda pegoteada que pudo ser suya y de hecho lo fue, pero nunca fue suya.
El escritor entonces viene a ser más que nunca un cronopio desdichado y húmedo.
Sin embargo, de vez en cuando alguien logra despegar la moneda y unas líneas cortazarianamente correctas se dejan apoyar en el papel para que el sueño de escribir tan bien, tan envidiablemente bien como Julio siga vivo. 
Son gente casi de otro mundo. Elegidos. O irreverentes que ya no le temen al fantasma de Cortázar y se le arriman de a poco, por donde se pueda, pero se le van arrimando. Esos privilegiados, que indudablemente hicieron un pacto con el diablo en un ritual presidido por La Maga, ofrendando un paraguas viejo arrojado desde algún puente…  
Y uno, entre ellos; tan pobrecito…  

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