Niebla de vos

No te dedico más temas en la radio
Ni te compro más regalos
Aunque siempre quieras más
No te espero más, ni espero
Que me esperes en el chat

No te escucho más ni quiero
que me escribas confesando
Desamores verdaderos
o los otros que inventás
Aunque llega un nuevo invierno
Y es de noche, y me llamás

No hay más luces encendidas
para vos que llegás tarde
y al volver la luz del día
te marchás
sin saludar
No te escribo más poesías
Ni derrocho margaritas
ni te dejo ilusionarme
nunca más...

No te cuento más las cosas
que aprendí dando tropiezos
ni tampoco desperdicio más consejos
ni ese viejo acto-reflejo
de volverme a enamorar

Nunca más...

Tarde, y a deshora,
te confieso que te quiero
pero ya aprendí que eso
no te importa ni es sincera
tu propuesta de amistad

Si no somos el amor
que no seamos ni lo inverso
que no queden ni las llamas
ni cenizas de los versos
que escribí pensando en vos
ya no serás ni la pasión
Ni la esperanza ni el aliento
No serás más que recuerdo
Y nada más
Niebla de vos

Risa

De génesis imprecisa, de aparición imprecisa. Improbable. Rayos de sol que la ventana tira adentro sin saber cuánto la vida debe a un poco de esa luz. De generación casi espontánea, saliendo de un rincón del universo y recreándose a si misma.
Vuelve como el agua que la tierra se ha tragado cuando nace y vive en las hojas de un árbol.
No hay modo de matarla. No hay modo de romperla. No hay manera de que el invierno la reclame. No hay un día en el que el gris oscuro de la noche no se quiebre con un golpe de tu risa.

El Flaco - Lección 1

"Enamorarse es lo peor", dice el flaco, y se recuesta en el sillón, como si fuera a dar un discurso de esos que cambian el mundo, tipo "Tengo un sueño"
Pero el flaco no es tan altruista ni tan noble ni tan inteligente como el Dr. King. Eso sí: Está convencido de que sabe todo sobre el amor. Y le gusta dar clases.
"Enamorarse es lo peor", suelta el flacó, y sigue: "Cuando te enamorás es como si te prendieran un ventilador adentro de la cabeza. Te empieza a agitar los papeles y ya no podés concentrarte en todas las minas del mundo, como corresponde. ¿Entendés por qué es una tragedia? Mirá que hay muchas... y sin embargo a vos de golpe te gusta una sola. Y esa es siempre la que no te da bola, la que está en otra o directamente te odia. Llega una noche en la que te das cuenta de que podrías estar perfectamente acompañado, y sin embargo estás solo, esperando un milagro que no va a llegar nunca. Al final, enamorarse es la manera más segura de quedarse solo"

Monstruito

El amor es un monstruito bueno que ignora su propio nombre. 
Una deliciosa falla en la Matrix. 
Un chiste que sólo hace reir a unos pocos. 
Una ilusión tímida, que casi nunca sobrevive al paso del tiempo. 
Pero cuando lo logra...
Eso es el amor: 
Agarrar una soga a punto de cortarse y tirarte con ella al precipicio esperando que por esta vez resista. 
Es una señal de auxilio que casi nunca es vista por la persona indicada. 
Un puzzle con millones de piezas. 
Pero, antes que nada, es un monstruito que no asusta a nadie. Tan chiquito y enfermo. Y tan confundido que casi nunca sabe cuál es su propio nombre.

Musas

Ellas son tan histéricas. Tan difíciles de entender. Tan impredecibles. 
Y tan imprescindibles.
Tienen el poder de dejarte pegado a sus espaldas cuando se van. Tienen el poder de arrastrarte atado por el hilo suave de su aroma.
Una o muchas; Dos, en mi caso.
Pero a veces más, ahora que lo pienso. 
Ellas son tan histéricas, tan locas, tan odiosas. Pero tan lindas.
Son tan malas, tan crueles, tan abandónicas.
Descuartizadoras de neuronas, chupasangres del ego, incendiarias de autoestimas.
Ellas saben exactamente dónde y cuándo tocarte. Conocen interruptores que habitan ocultos en vos hasta que ellas desempolvan los trastos viejos de tu memoria y te dan de comer placer o espanto o las dos cosas al mismo tiempo.
Ellas son las únicas que saben definir al amor, pero esa definición te la entregan de una manera borrosa, casi ilegible. Te dan ese papel ajado en el que ellas escribieron con la tinta de lágrimas viejas la más magnífica definición del amor; Pero te lo dan ahora, cuando ya casi no se entiende nada lo que dice.
Ellas son tan poderosamente ellas, que están en todas partes y se prueban muchas caras y muchos cuerpos y sin embargo no dejan de ser las que eran. Dos en mi caso, pero a veces muchas más.
Y son tan odiables, tan indignantes, tan descuidadas de uno, tan dolorosas, tan dementes.
Esclavas de la libertad y amantes del cautiverio. Hijas de una mente de la que son madres y nodrizas y maestras y acusadoras y condenadoras y verdugos y enterradoras y redentoras y madres otra vez...
Ellas, las más hermosas. Las más amadas. Las hijas de un dolor que muere en el placer y vuelve en belleza y en vida.
Ellas, las esperadas.
Ahora mismo yo las espero. Cuando lleguen con su huracán de color y furia convertida en letras y sonidos, estaré acá, esperándolas.
Tal vez vengan, o no. No importa. Tal vez estén entregándose a otro con las mismas ganas con las que solían amarme, y tampoco importa.
Sólo importa saber que van a venir. Tarde o temprano van a llegar, y acá estaré...
Musas. Así las llaman.
Tratar de describirlas es la peor de las incoherencias, porque sólo son ellas relatándose a sí mismas, y el que escribe esto hace rato que no participa en el relato…
Que acá, al final, ponga “Damián”, si quiere. Que firme como quiera...
Ahora todos saben que fuimos nosotras las que escribimos estas líneas.
Y todas las demás…

Aspiramos tanto a ser Julio

Porque todos los fuegos son el fuego, todos los escritores que quieren hacer algo genial son Julio, y sin embargo tan poco Julio, tan insuficientemente Julio. El truco, el artificio que sigue cobrando víctimas, está en esa seguridad que tenés cuando se te da por empezar a escribir. 
Porque parece tan fácil, tan jodidamente fácil, eso de hacerle el amor a una metáfora una y otra vez pero siempre de una manera diferente, que no puede ser que vos no lo logres. Vos, yo, el tipo que se acaba de parar en la calle y mira una moneda tirada en la vereda y después sigue su camino…
Cualquiera parece poder escribir un cuento sobre un cronopio que se echa a dormir a  la sombra de una flor. No se trata de tramas laberínticas, ni de complejos mecanismos de relojería en los que cada engranaje-palabra es imprescindible como el verbo mismo. 
No puede ser tan difícil, che. 
Y entonces uno empieza a imaginar la andanzas posibles del cronopio y no sale nada digno, nada que supere la media de todos los que lo intentaron antes o lo intentarán después. Leés las dos o tres líneas que escribiste y la fila de hormiguitas que corren de izquierda a derecha se rebelan, como un grupo de alumnos de quinto grado que no están conformes con representar el drama de fin de curso y entonces en pleno escenario, cuando ya toda resistencia es inútil y la vergüenza y el oprobio los acribillan con cincuenta miradas de mamás orgullosas, ensayan su última revolución moviéndose como estatuas, olvidándose los parlamentos, parándose en el lugar equivocado, todo bajo el tul suave y melancólico de las maldiciones de maestras frustradas que no pueden hacer otra cosa que sonreír fingiendo que todo está bien y el cruce de los andes mucho antes de la batalla de Suipacha pero mucho después de las invasiones inglesas. Todo el relato como escrito con tinta roja de maestra enojada. 
Y siempre esa recurrencia del sueño, esa vana repetición del sueño. Volver a escribir tratando de ser Julio, cuando vos, Julio, no trataste nunca de ser vos, y capaz que ahí estaba la clave para encontrar el cuento que te haga justicia. Pero el tipo de la moneda se da cuenta de que nadie lo estaba mirando y entonces por qué no volver a tomar lo que por ley del destino le pertenece. Pero cuando se agacha descubre que ahí, en el piso, la redondez chata no es más que la punta del hilo que lleva a una trampa, porque la moneda está pegada al piso. El tipo no cede y trata de clavarle las uñas al lugar en el que la moneda se adhiere a la baldosa, pero no encuentra un solo lugar por el que empezar a ablandar la resistencia. Después, mucho después, se incorpora mirando con vergüenza para todos lados y sintiéndose tan violeta. Todavía atina a darle unos golpecitos con el taco del zapato. Una medida inútil que obviamente no da resultado. Así es que se va, dejando escapar un silbido melancólico y con las manos en los bolsillos en los que falta y faltará siempre esa moneda pegoteada que pudo ser suya y de hecho lo fue, pero nunca fue suya.
El escritor entonces viene a ser más que nunca un cronopio desdichado y húmedo.
Sin embargo, de vez en cuando alguien logra despegar la moneda y unas líneas cortazarianamente correctas se dejan apoyar en el papel para que el sueño de escribir tan bien, tan envidiablemente bien como Julio siga vivo. 
Son gente casi de otro mundo. Elegidos. O irreverentes que ya no le temen al fantasma de Cortázar y se le arriman de a poco, por donde se pueda, pero se le van arrimando. Esos privilegiados, que indudablemente hicieron un pacto con el diablo en un ritual presidido por La Maga, ofrendando un paraguas viejo arrojado desde algún puente…  
Y uno, entre ellos; tan pobrecito…  

Aventuras de un segundo suicida

Que cada segundo de vida sea este segundo, que se balancea en la amenaza de irse y nos obliga a vivirlo de la manera más intensa posible.
Que la eternidad se almacene en cada sonrisa tuya o mía.
Que los que te han dado un momento de felicidad reciban la felicidad a cambio.
Que el aire que ambos respiramos se más puro que ayer. Que las fábricas de humo se chupen su propia muerte, que revienten y que al explotar caigan sus pedazos convertidos en una lluvia de flores.
Que el verano del primer beso sea eterno.
Que cada segundo de vida sea este segundo loco que se ríe parado en la corniza, que juega a que se tira y nos obliga a correr y agarrarlo, porque ya lo vemos irse al vacío.
Que cada chico del mundo amanezca abrigado, alimentado, rodeado de amor.
Que hablemos menos del pecado, y más de la gracia.
Que una o dos veces al día nos acordemos de que hay alguien que nos necesita.
Que al menos una o dos veces al día nos asomemos a la felicidad de hacer felices a los demás.
Que cada segundo de vida sea este segundo demente que pone una pierna a cada lado de la baranda y se ríe a carcajadas de nuestra desesperación por retenerlo de este lado.
Que aprendamos a amar el nudo del relato, la trama incómoda que nos lleva de a poco a la felicidad.
Que seamos libres del miedo. Así, cortito, simple: Libres del miedo. 
Que nos animemos a pensar y soñar más allá de nuestras cabezas.
Que cuestionemos más a los que nos dicen la verdad y le demos al menos una oportunidad al discurso de los locos.
Que los burócratas del mundo se coman todos sus papeles, planillas y formularios y que les caigan muy mal.
Que los seis o siete capitalistas del mundo que acumulan suficiente plata como para alimentar al resto de la humanidad, se coman todos sus billetes, y les caigan muy mal.
Que los que discriminan al diferente se coman sus palabras y les caigan pesimamente mal.
Que los que desprecian la vida tengan tanta vida como se merecen.
Que cada segundo de vida sea este segundo que vuelve a nuestros brazos, pero se arrepiente y corre de nuevo a tirarse, y se tira, y en plena caída se detiene, rebota en un punto invisible y vuelve hacia la cornisa. Pero queda incómodamente parado, haciendo piruetas al borde de caer.
Que podamos salvar a este segundo que insiste en irse. Que encontremos la única manera de salvarle la vida a este segundo que ahora vuelve a perder el equilibrio y se va inclinando de poquito. 
Que amemos con tanta intensidad, con tal fuerza, con una fiereza tan grande, que cada segundo sea como este sgundo. Este segundo que tiene firmada su sentencia de muerte, que no puede ser apresado entre los dedos. 
Que amemos de modo tal que este segundo que ya cae, que ya se estrella, que ya casi muere, sea eterno...

23-11-13 Aullidos

Quizás porque hasta las bestias se van civilizando con el tiempo, en un barrio como Las 14, en el que hay más perros que gente, han ido desapareciendo del paisaje sonoro los aullidos. No hablo del aullido triste de un perrito solitario que espera a su dueño en el fondo de algún terreno oscuro y se divierte tratando de alcanzar a la luna con la lanza de su voz aguda. 
Eso todavía existe. 
Pero yo recuerdo los grandes conciertos de aullidos de las noches de verano, hace no muchos años. 
Eran unas veladas en las que, espontáneamente, un aullido llamaba a otro, y la red se iba haciendo cada vez más grande. Recuerdo a esa secta de cuadrúpedos adoradores de la luna, bohemios amantes de la soledad, con sus pelajes repentinamente azulados en la tenue luz nocturna. 
La enormidad de los aullidos lejanos, todos juntos; y luego el perro de uno, cuando se unía, apelando a la manera escalonada de ir tanteando el aire con la cabeza antes de largarse a aullar plenamente, que suele caracterizar a estos animales. Una especie de cabeceo suave en el que parecen serruchar la brisa con el hocico, mientras se van estirando hacia el cielo, y el aullido se vuelve entonces una prolongación de ellos mismos.
Era de noche. La oscuridad reinaba en este espacio en el que el campo es casi pueblo y también lo opuesto. Desde lejos, aquella Suipacha de hace unos pocos años -de ayer, de hace un rato- era una galaxia que lloraba con mil voces de perros solitarios.
Anoche, sin embargo, volví a escuchar algo parecido a una de esas ceremonias. No tan multitudinaria, es cierto. Pero con muchos aullidos y la misma melancolía de esa época.
Más viejos algunos. Cansados otros. Muchos de ellos atrapados por el burgués conformismo del sillón y el televisor, con la mano del amo acariciándoles las cabezas, algunos de esos perros que yo escuché en mi adolescencia, ya saben -les enseñaron- que el silencio es lo más cómodo. Saben que, si se animaran a soltar uno de esos aullidos de libertad, de rabia, de tristeza, de poderosa furia contenida... Acabarían en el patio, durmiendo a la intemperie. 
Pero estos perros que escuchaba anoche eran otra cosa. Se los notaba feroces, casi decididos a romper el cielo con sus lamentos. Ese aullido que brota desde las entrañas, donde la libertad es el recuerdo de la libertad. 
Porque en ese aullido está el que cada uno de ellos fue en un tiempo. Son libres en ese aullido. Es una canción de esclavos, un murmullo de masas que se revelan, un plan de presos que organizan su fuga, un discurso de muchas voces que suenan juntas, un coro de ferocidades, un resumen de ganas de salir a cazar, una maraña de garras que se excitan ante la idea de ir a buscar el alimento, la urgencia por salir disparados con toda la fuerza que las patas permitan correr, un deseo de que el mundo vuelva a ser infinito y los campos no tengan alambrados, una desesperada necesidad de que alguna presa aparezca entre los pastizales y haya que alcanzarla para poder convertirla en comida, una furia penetrante, una necesidad de que a la luz de la luna los colmillos encuentren la carne tibia para romperla en jirones, un clamor de las entrañas por subir a la luna dando vueltas y vueltas trabados en batalla con otros de su especie, un deseo ardiente de asechar a una hembra y ganar su favor a fuerza de vencer a los contrincantes...
Porque en algún lugar de sus memorias, están los lobos que fueron, los feroces depredadores que fueron, los libres y salvajes perros que recorrían llanuras y sabanas en busca de un día más, sin más preocupación que ser.
En ese aullido está el recuerdo de los que fueron y ya no son. La síntesis de una batalla perdida, la culpa de un combate abandonado, la rabia de que hoy la comida venga de las manos de un hombre y el universo sea cuadrado, con piso de cemento.
Nosotros, los hombres, un poco más adelantados, hace rato que no aullamos. Hace rato que no nos da por ser los que éramos. Ya no miramos la luna con anhelo. Nosotros ya somos todos más o menos iguales al perrito que ahora se echa a los pies de su dueño, lame su mano, mira la televisión como si pudiera distinguir lo que ahí aparece... 
Estaría bueno recuperar los aullidos. 
Aunque sea de vez en cuando.

Máquinas

"Las Maquinas de la felicidad", es el nombre de uno de los libros menos famosos de Ray Bradbury. Siempre me gustó ese título, y creo que hasta escribí algún poema inspirado en esa idea (si no fue a parar al galpón del fondo para deleite de las ratas, puede que esté en algún lado junto a otros papeles). 
Me fascina la idea de que nosotros -vos, yo, todos- somos, en nuestra compleja naturaleza, tan singular, las piezas que accionan la felicidad. 
Somos detonantes de la felicidad, y podemos generarla con sólo proponérnoslo.
Una sonrisa, un apretón de manos en el momento oportuno, una palabra de aliento, un silencio acompañado, y repentinamente el mecanismo se enciende: Un generador enorme alimenta unas lámparas que de golpe se orientan a vos y te iluminan la cara suavemente, como una caricia. 
Una serie de complejas palancas y varillas aceitadísimas te abren los ojos, te pulen la mirada. 
Se oye un potente crujido cuando empieza la lucha de los cables que tiran hacia arriba de la comisura de tus labios, y de a poco se te va dibujando una sonrisa. 
Pero eso es sólo el comienzo, porque al mismo tiempo, las maquinarias están trabajando a todo vapor adentro tuyo, insuflando calor a tu alma, derritiendo el miedo, evaporando la tristeza. 
Una larga cadena de montaje viene desde lejos a descargar toneladas de fe en la explanada de tu alma. 
Una serie de poleas, que se estiran al máximo y rechinan por el esfuerzo, te acelera el ritmo del corazón. 
Las máquinas de la felicidad son perezosas, pero cuando se activan se vuelven imparables. Echan humo y vapor, se agitan, escupen chispas, y así de a poco el sistema se va poniendo en marcha. 
Sonreís.
Y me mirás. 
Y yo, que hasta hace unos segundos también estaba triste, te veo y siento que algo se agita adentro.
Veo lo que no veía antes. Quizá alguna sutileza, un cambio en la tonalidad de tu pelo, un cambio en el tono de tu voz, o el vuelo de tus manos. 
La máquina se enciende; se queja en el esfuerzo, pero se pone en marcha.
El ciclo empieza de nuevo. 
Siempre distinto. 
Cada vez más poderoso.
Desde algún lugar, Dios mira de vez en cuando que todo ande bien, pero no se preocupa demasiado. Confía en sus máquinas. 
Y sabe que somos capaces de hacerlas funcionar a la perfección. 

Contramuerte

Contracorriente. Contra los fríos del invierno. Contra todas las palabras que te duelen. Contra el barro que te empaña la sonrisa. Contra monstruos. 
Revolución de los estómagos vacíos que retuercen su tristeza de canción desafinada.
Grito ardiente, gutural, grito que explota. Que revienta. Grito de médula, de sangre, de esqueleto sacudido. 
Contra el aire que calcina los desiertos.
Contra sangre derramada sin motivo. 
Cotraserpientes. 
Contradestierros. Contra el humo que te nubla la mirada. Contracorrupción. Contramentira. Contrainsatisfacción. Contraconsumo. Contrainacción. Contraolvido. Contrasequía. Contraodio. Contravacío.
Contratristeza (cuesta pronunciarlo, pero vale la pena)
Contratormenta.
Contraestancamiento. Contramoldes. Contraexclusión.
Mi voz te duele en la garganta, porque vos no sos mi voz y mi garganta no te puede ni tragar ni vomitar. Contra la escuálida existencia de los que hacen todo en serio sin saber por qué lo hacen. Contraindicaciones que no suelen escucharse.
Contradelirio. 
Contramiedo. 
Contrasilencio. 
Contramuerte. 

Volverá la luz




Volverá la luz. Vendrá desgarrando el frío, desde la semilla de la chispa enterrada en el polvo de la noche.
Volverá, desdiciendo las palabras hirientes.
Volverá, retrocediendo por el camino que dejó en el aire la copa de cristal cuando caía.
Volverá, recorriendo el camino rojo de la sangre hacia la herida.
Desde la muerte putrefacta hacia la vida que se pierde en laberintos de venas y arterias palpitantes.
Volverá la luz.
La traerán los vagabundos y los locos.
La traerá la chica aquella que me amó sin que yo pudiera amarla.
La traerán todos esos que no tienen más patrimonio que la luz.
Los que fueron echados de sus tierras. Los que buscan a alguien cuando piensan en el cielo.
Volverá la luz.
Será un chiquito que se ríe entre miles de caras pálidas y huecas.
Será un chiquito que nos mira con ojos inmensos de asombro.
Será un chiquito que se ríe de la muerte y del silencio.
Será un chiquito que decreta la luz como si fuera posible obligar por ley al sol a quedarse en el cielo para siempre.
Volverá la luz.
Será un guerrero minúsculo de esos que cuidan la inocencia en las plazas oscuras y los callejones negros, vestidos de frío.
Lo veremos reír, con toda la luz escapándose por aquella ventana que dejó abierta en su boca un diente de leche al marcharse.
Agitará sus manitos entre la multitud para que podamos verlo entre tanta sombra de sombras.
Lo verán reír los soñadores que esperan que la luz gane algún día.
Los que creen en un mundo hecho a la medida de los débiles.
Los que creen en un mundo de tronos pequeños, hechos para que se sienten en ellos los menos importantes.
Ellos lo verán reír... 
Y llevarán su risa rota hecha bandera.
Y construirán lámparas inmensas, colosales, con esa luz de su boca sonriente.
El mundo amanecerá en plena medianoche y saldremos a las calles a ver la luz volviendo, sin que sepamos si en realidad hemos despertado o seguimos soñando.
Volverán las ganas de empezar otra vez...
Volverá la luz...

Catálogo de cosas que te di













Te di todas esas cosas blancas
De aquella vida blanca y especial
Te di todas las palomas, tantas
Que no queda ninguna por soltar

Te di todas esas cosas limpias
Que ayer nos prometimos nunca dar
Te di mucho más de lo que había
Y todo lo que llaman libertad

Te di las gotas de aire que quedaban
Y los tembladerales de mi voz
Te di la iniciación y las llamadas
Que jamás tu voz quebrada contestó

Te di ese sol de enero que se apaga
Si llega a salpicarlo tu rubor
Te di todos los cheques que ganaba
Vendiendo mis imperios de cartón

Te di todas esas cosas blancas
De aquellas madrugadas de cristal
Te di las manos frías en tu espalda
Temblores del espacio sideral

No supe darte  más que el frío
Los planes que salieron mal

Las cosas que jamás dijimos
Se burlan desde el más allá

Lás risas que jamás reímos
Los besos que jamás serán

Se apagan como
el fuego, herido
Por lluvias
De un dolor
Brutal…

Tristeza de
Saber que
Fuimos
Un río
Que
No
Vuelve
Más…


Más de lo mismo

Primero hay que vencer el temor a la hoja en blanco. Ese final del mundo donde te asomás y ves el lomo de los elefantes que sostienen tu conciencia.
Pero después, si te animás, empezás a escribir la sangre.
Empezás a traspirar sangre.
Empezás a orinar la estratosférica ansiedad que te consume el oxígeno antes de que puedas respirarlo.
Esa triste desilusión final: La de descubrir que no sos especial, porque hasta eso que te hace diferente en realidad es pura versión deformada de lo otro, lo que todos son.
Otros van y vienen por la vida sin saber qué sabia y qué luz fotosintéticamente asimilada crean el verde del pasto que pisan. Vos sabés, pero eso no te hace especial
No te hace especial eso, ni ninguna otra cosa. 
Sólo reemplazás una adicción por otra. 
Unos se drogan con marihuana, y vos te drogás con "Continuidad de los parques"
Unos gritan de dolor cuando los hieren, y vos escribís líneas mutiladas picoteando con los dedos el teclado como si fueras un ave enferma.
Ellos bailan, vos escribís la danza de tus tripas.
Ellos ríen, vos convertís en letras la alegría, porque sólo sos feliz entonces.
Ellos sueñan que el amor los abraza para siempre y vos a la misma hora en una cama similar soñás que el olvido de la mujer que amás te deja preñado de versos y cuentos.
Ellos se enamoran de lo que ven, y vos también, aunque de maneras diferentes.
Ellos veneran a un dios pobre y desvencijado, y vos también, aunque tengan rostros más o menos distintos.
Ellos se descuelgan de vez en cuando por tus libros, y vos te dejás caer de vez en cuando por la pobreza absolutoria de sus disfrutes de cotillón.
Ellos aman a quien los recuerda, y vos amás con la misma intensidad a quien te olvida, porque ellos necesitan ser recordados para sentir que no morirán, mientras que vos necesitás que te olviden para sentirte vivo.
Nada es distinto.
Nada.

Tu risa


Una sonrisa -la tuya- recorre la noche y enciende las luces que mi mente exige. 
Tu sonrisa fabrica el día cuando la oscuridad no cede. 
Tu sonrisa reescribe la historia con un final a la medida de los débiles, y una única imagen posible: Las dos hogueras paralelas de tus ojos... 
La sonrisa que brota de tus labios no brota, escapa corriendo, salta como un desesperado equilibrista en llamas, se arroja sobre el público, se desternilla de risa al tiempo que se consume. Revoluciones pululantes y sangrientas que respiran bajo el agua de tsunamis que rebalsan por el borde de tus labios. Y son agua que regresa en oleajes permanentes para que haya realidades y ficciones que se confundan, que se abracen a mis ojos.
Porque esto -y hay que decirlo- no se trata de vos, que tal vez ni siquiera te des cuenta de todo lo que puede hacer tu risa.
No.
Esto se trata de mí; tiene que ver con el último bastión de resistencia acá adentro. 
La última batalla -batalla perdida de antemano, claro- de mis últimos soldados moribundos. 
Después, la derrota será la victoria, y saldré a festejar a las calles, siempre con tu sonrisa como bandera.

Cuerdas

Sentarse uno a desgranarse de a poquito
Una tarde, una vereda, un sol que muere
Una chica que a esta hora ya es recuerdo
Y los recuerdos que se queman, como el cielo
Como incendios que se extinguen en la noche

El cristal que quiebra el alma, quiebra el tiempo
La botella que contiene tus silencios
Ya se rompe
Sonreíme, dame labios... Yo te devuelvo horas de vida

Dejarse estar como una noche que no pasa
Inundarse del olor del campo, el aire...
La pasada primavera.
Con el tiempo bendiciendo cada paso

Sentarse uno a darle cuerdas a la vida
Y esperar que gire el mundo nuevamente
Una noche, tu cansancio, las mentiras
Sentarse uno a darle cuerdas a la muerte.

Luz entrando por una ventana


(...) "Primero fue una mancha en la cortina. Después fue corriendo por las rendijas de la vieja ventana de madera como un tajo dorado. De ahí, el rayo de sol bajó por el borde del ropero, cayendo en picada hasta estrellarse en el piso. Lo vi avanzar hacia la cama, tocarme los pies, y quedarse ahí esperando que me levantara y le hiciera justicia a tanto esfuerzo. 
Fueron unos cuantos minutos en los que olvidé por completo al resto del mundo como si estuviera en una prolongación del sueño. Los problemas pasaron a segundo plano. Esa línea de luz y yo fuimos todo el universo. 
Cuando la Biblia dice que “la misericordia es nueva cada día”, sabe de qué habla. No hay problema que no sea un poco –aunque sea sólo un poco- más llevadero con las primeras luces del alba. 
El olor de un nuevo comienzo lo atraviesa todo.
Es cierto que amanecen días en los que el horizonte está preñado de nubes plomizas como esas que aparecen en los libros de Wilbur Smith cuando alguien está por morir, pero aún así creo que siempre el regreso de la luz se vuelve redentor en sí mismo. La sensación de que hay algo que todavía nos falta probar, una salida alternativa, un detalle que tal vez no pudimos ver anoche.
No lo pensaba en ese momento, pero en la fascinación que me invadía mientras estaba siguiendo la evolución de ese rayo de sol había algo de manifiesto, algo de declaración de principios: Estaba eligiendo la vida. 
Sí. Elegía la vida, que es como decir que me proponía defender la felicidad aunque esta fuera el último pedazo de mundo flotando en el espacio después de una gran explosión.
Todo había explotado. El universo se había ido al diablo y las amenazas se habían convertido en horribles y desproporcionadas monstruosidades abalanzándose sobre mí, pero ahí estaba ese camino de luz, ese ángel silencioso que anunciaba el regreso de la esperanza.
Por primera vez en mucho tiempo, me levanté casi sin esfuerzo"

(ESTO ES PARTE DE ALGO QUE ESTOY ESCRIBIENDO DESDE HACE MUCHO Y TAL VEZ LLEGUE A SER UNA NOVELA BREVE. ESPERO QUE LES HAYA GUSTADO)

Catálogo de cosas que somos



Somos universos sembrados de manos
Somos como dedos que tocan estrellas
Somos luces locas que escriben poemas
Palabras esperando rimarse de manos
Somos tan pequeños, chiquitos y humanos
Somos como hermanos del aire que quema
Manos que desprenden caricias y espasmos
Somos los regalos que nunca se entregan
Damos lo que damos, regalos gastados
Somos los regalos que nunca nos dejan
Dedos que acarician, destinos crispados
Puntos de insistencia y dolor de las manos
Somos los pulgares alzados al aire
Cuerdas que se estiran sin nunca cortarse
Cuentas que se suman sin nunca acabarse
Torpes monigotes del brillo inconstante
Siempre a pocos metros del vuelo hacia el mal
Somos dos palabras que nunca se dicen
Somos el silencio y el grito brutal
Somos esas letras que ya nadie escribe
Somos el momento que no ha terminado
Somos un orgasmo voraz, sideral
Somos hasta acá. Más allá lo ignorado…
Somos inmortales tan sólo al besar…

El tipo del Facebook

Cuando el tipo prende la PC, se siente solo y piensa: "Seguro que ella a esta hora está conectada"
Cuando el tipo ve que acertó, dice: "Nunca pensé que podía llegar a amar tanto a un mero círculo verde"
Cuando el tipo se atreve, tipea la letra "h", y luego de un solo golpe escribe: "hola"
Cuando el tipo está por apretar "Enter", piensa: "Si quiero que me responda, como mínimo debo respetar cierta formalidad sintáctica"
Cuando el tipo hubo retrocedido con el cursor, escribe: "Hola", así, con mayúsculas.
Cuando termina de escribir el "Hola" con "H" mayúscula, el tipo se siente Borges.
Cuando el tipo aprieta Enter, dice en voz baja: "Dale, contestá"
Cuando el tipo escucha su propia voz diciéndolo, sonríe y se anima: "Va a responder"
Cuando el tipo todavía está confiado, dice: "Ella no me ignora; sólo está esperando el momento..."
Cuando empiezan a pasar los minutos, el tipo sabe lo que va a suceder: "Empezaré a experimentar todos los sentimientos juntos"
Cuando han pasado unas milésimas de segundo, el tipo empieza a experimentar todos los sentimientos juntos, y se dice: "Viste, ya sabía yo"
Cuando el tipo está perdido dice: "Ella nunca me quizo"
Cuando el tipo está cansado dice: "Ella va a saber entender"
Cuando el tipo está colgando de un hilo, dice: "Ella va a venir a rescatarme"
Cuando el tipo está ante la evidencia de que ella está con otro, dice: "Ya se va a dar cuenta de lo equivocada que está"
Cuando el tipo está por claudicar, dice: "No vale la pena; hay otras mejores que ella"
Cuando el tipo piensa que quizá reciba un "hola" todavía, cambia de parecer: "Ella me ama, pero está esperando que yo hable primero"
Cuando ella ya no contesta, el tipo dice: "Debe estar ocupada en otra cosa"
Cuando el tipo ve que ella le ha clavado un "visto", como un puñal en el pecho o como una cachetada, dice: "Ya va a contestar, ya a va a contestar. Debe estar leyendo"
Cuando el tipo entiende que ella ya no va a contestar, se vuelve místico: "Debe ser de Dios que ella me ignore"
Cuando ella sigue ignorándolo, el tipo se vuelve Zen: "De este rechazo voy a emerger más fortalecido, más sabio"
Cuando ella sigue ignorándolo, el tipo finge que conserva la autoestima: "Ella se lo pierde; que se joda"
Cuando el tipo se deja de soñar, comprende: "Entonces, ella no me quiere ni le intereso ni nada. Es exactamente como lo sospeché antes de escribir la "h" de "hola que luego reemplacé por la "H" para que se viera más formal"
Cuando el tipo cierra el Facebook, va a inicio y selecciona "apagar equipo" y luego "apagar", se pregunta si no será porque tiene Windows XP, mientras ella debe usar una versión mucho más nueva. Después razona que ya es demasiado estúpido creer que la incompatibilidad viene por ahí...

Cuando del otro lado de los cables y las redes de fibra, ella termina de pintarse las uñas, descubre el "Hola", y se dispone a escribir, pero ve que él ya se ha desconectado...

El tiro (2004)


Pero no, señora –decía el tipo de la tele- no hay peligro.
Susana sabía bien que no hay peligro. Qué peligro puede haber en una reconstrucción con actores, perfectamente supervisada por especialistas.
Pero igual no podía anticipar cómo iba a reaccionar ella al subir de nuevo a un colectivo que era casi ese mismo colectivo en el que, a un paso de la muerte, el disparo la había salvado, tres años atrás. 
Qué iba a sentir. 
“Puedo enloquecer”, pensó en primer momento; luego fue cambiando de idea a medida que el tipo de la tele le iba exponiendo las alternativas de la grabación,  la cuidadosa selección de la escenografía y hasta el modo en que, insistentemente, el productor del documental había pedido que ella, la protagonista de la historia en la vida real, participara. Porque aunque la situación había sido colectiva, el programa se centraría en la experiencia de Susana.
Aceptó por fin y el día de la filmación estuvo en el lugar dos horas antes del horario especificado. Todavía no había llegado el grueso del equipo, pero un asistente le sirvió un café y se ofreció a mostrarle el colectivo en el que se desarrollaría la grabación. Por fuera no se parecía casi en nada, pero por dentro era idéntico. Por un instante la mente de Susana flaqueó y sintió una conmoción en su cabeza, como si el cerebro le temblara dentro del cráneo. La sensación rápidamente desapareció. Pero Susana le atribuyó a ese raro malestar  aquella especie de Déjà vu que experimentó después. Fue cuando sus ojos pasaron por casualidad por un agujero en el tapizado viejo de uno de los asientos y creyó recordar ese agujero. Durante unos instantes se quedó mirándolo y sintiendo que ella había estado en otra ocasión, mucho tiempo antes, midiendo como ahora cada milímetro de estopa que escapaba del orificio del cuero y el pliegue irregular de color negro, suelto y apunto de salirse por completo.
Olvidar ese instante fue sólo cuestión de ver entrar al productor y un grupo de gente del canal que la arrastró parloteando a la sala de maquillaje y de allí a un cuarto pequeño con cámaras y micrófonos.
Alguien dijo que estaban por empezar.
Sentada con una tela azul como fondo, Susana fue contando paso a paso los hechos.
Guiada por las preguntas que hacía uno de los productores parado  detrás de cámara, habló vacilante de la mañana del veinte de abril de 1994. De las ocho y cuarto de esa mañana, cuando tomó el colectivo a una cuadra de su casa. De las ocho y veinte, cuando, dos cuadras más adelante, El Morocho subió al colectivo. Contó que apenas si le había prestado atención al verlo. Después el correr del tiempo para ella no era tan preciso.
Contó cómo poco después, al detenerse el colectivo ante un semáforo,  el morocho se levantó de su asiento y le pegó un tiro en la nuca al chofer. El vehículo ya no arrancaría. Susana sentía escalofríos mientras rememoraba las más de dos horas que siguieron.
Veía sin esfuerzo a los policías rodeando el colectivo, el muerto caído sobre el volante, con las manos colgando; los pasajeros que temblaban sin saber qué seguía después. Porque nadie lo sabía; y El Morocho lo sabía menos que ninguno.
Que al tipo le decían El Morocho era algo de lo que se enterarían mucho más tarde  (Algunos periodistas pronunciarían con cierto placer ese apodo cada vez que informaran del caso). Por ahora sólo sabían lo que veían: Era un hombre moreno de unos treinta años, mal vestido, que gritaba cosas incoherentes y a cada rato agarraba de los pelos a alguno de los pasajeros y le ponía el cañón de la pistola en la cabeza, amenazando con tirar del gatillo.
La policía trataba de negociar con él, pero cualquier palabra, cualquier expresión que llegara de afuera, le parecía una agresión personal, un desafío implícito. Se ponía furioso, se levantaba, simulaba que fusilaba a alguien y luego lo dejaba riéndose de él, como si lo considerara indigno de ser asesinado.
Después, mostrando algo que parecía arrepentimiento, iba a dejarse caer con los ojos vidriosos y la frente arrugada en el último asiento.
En tanto, el círculo que formaba la policía alrededor se iba estrechando.
Al final, el Morocho vino hacia Susana. La había mirado varias veces antes, y la última lo hizo con más detenimiento, como evaluando cada detalle de su fisonomía. Susana lo contaba sin que el llanto de sus ojos llegara a su garganta, sin que se colara en su voz; igual que aquella vez mientras suplicaba por su vida, sabiendo que esa mirada del Morocho significaba que era la que había elegido. Cuando sintió el frío del cañón apoyado en su frente vio la cara del Morocho y supo que esta vez no era un simulacro. A ella sí la mataría.
Cerró los ojos. Esperando.   
Y escuchó el tiro. Curiosamente, en verdad lo que oyó no fue el ruido del arma al disparar, tampoco la cabeza del Morocho reventándose para salpicarla con sesos y sangre. No. Lo que escuchó fue el estallido de los vidrios de la ventanilla al ser atravesados por la bala del francotirador, y después el cuerpo laxo del Morocho al caer.
Cuando terminó de contarlo, algo amargo le daba vueltas por la garganta.
-Bien -dijo alguien detrás de las cámaras y los reflectores que le impedían ver al personal de producción- con eso alcanzará
-Ahora hay que grabar la reconstrucción- dijo otra voz.
Los reflectores se apagaron y de nuevo el parloteo y la vorágine que la llevó de regreso a exteriores, donde esperaba  el colectivo, ahora rodeado de equipos.
Esta vez el vehículo se llenó de gente con cámaras, luces y aparatos que Susana desconocía. Vio una claqueta que tenía garabateada con tiza la frase “Al borde de la muerte”, el título del documental. En los asientos había extras. Un tipo llegó con una camisa manchada con algo parecido a la sangre. Reía mientras conversaba con el microfonista.
- Cuando el director lo diga, todos se van a ir- le explicó a Susana un productor- usted se quedará con los cámaras y los extras, y empezará la reconstrucción. En esta parte, alcanza con que esté aquí, en su asiento. ¿Era el quinto de la derecha, verdad? Bien. Nosotros ahora nos centraremos en el Morocho, que ya está por llegar.
Hasta ese momento Susana estaba muy tranquila.
Fue la voz distorsionada del director dando órdenes a través del megáfono lo que la inquietó. Otro megáfono había sonado también aquella vez, tratando de persuadir al Morocho de que soltara el arma, que se entregara.
El Morocho, que ya estaba subiendo al colectivo, apuntaba al chofer. El disparo sonaba tan real. El cuerpo del colectivero se aplastaba de golpe contra el volante, rebotaba violentamente y quedaba con los brazos colgando. La sangre bajaba por los brazos y goteaba de sus dedos.
El morocho. Su cara.
Susana veía la cara del Morocho y se obligaba a pensar que aquél era un actor, porque eso era.
Sin embargo el Morocho se veía tan igual; tan brillosos sus ojos, y las mismas arrugas frunciendo su frente.
Ese morocho era El Morocho, y avanzaba hacia donde estaba Susana. La voz del megáfono le ordenó detenerse, pero no hizo caso. 
Blandía el arma sin dejar de mirarla.
Susana escupió un sollozo agrio y frío.
Sus ojos volaron al único asiento que quedaba desocupado en todo el colectivo. En él seguía, como aquella vez, el agujero en el tapizado. Ahora lo recordaba: ese agujero había sido lo último que miró esa vez cuando el arma se apoyaba en su frente. Allí miró ahora. Después, igual que en aquella ocasión, cerró muy fuerte los ojos.
Oyó los gritos desesperados del director desde el megáfono.
La carrera de los productores, subiendo apresurados al colectivo.
Los gritos histéricos de los extras al descubrir por fin que algo no estaba bien.
Y esta vez sí, escuchó el tiro de la pistola.