Quizás porque hasta las bestias se van civilizando con el tiempo, en un barrio como Las 14, en el que hay más perros que gente, han ido desapareciendo del paisaje sonoro los aullidos. No hablo del aullido triste de un perrito solitario que espera a su dueño en el fondo de algún terreno oscuro y se divierte tratando de alcanzar a la luna con la lanza de su voz aguda.
Eso todavía existe.
Pero yo recuerdo los grandes conciertos de aullidos de las noches de verano, hace no muchos años.
Eran unas veladas en las que, espontáneamente, un aullido llamaba a otro, y la red se iba haciendo cada vez más grande. Recuerdo a esa secta de cuadrúpedos adoradores de la luna, bohemios amantes de la soledad, con sus pelajes repentinamente azulados en la tenue luz nocturna.
La enormidad de los aullidos lejanos, todos juntos; y luego el perro de uno, cuando se unía, apelando a la manera escalonada de ir tanteando el aire con la cabeza antes de largarse a aullar plenamente, que suele caracterizar a estos animales. Una especie de cabeceo suave en el que parecen serruchar la brisa con el hocico, mientras se van estirando hacia el cielo, y el aullido se vuelve entonces una prolongación de ellos mismos.
Era de noche. La oscuridad reinaba en este espacio en el que el campo es casi pueblo y también lo opuesto. Desde lejos, aquella Suipacha de hace unos pocos años -de ayer, de hace un rato- era una galaxia que lloraba con mil voces de perros solitarios.
Anoche, sin embargo, volví a escuchar algo parecido a una de esas ceremonias. No tan multitudinaria, es cierto. Pero con muchos aullidos y la misma melancolía de esa época.
Más viejos algunos. Cansados otros. Muchos de ellos atrapados por el burgués conformismo del sillón y el televisor, con la mano del amo acariciándoles las cabezas, algunos de esos perros que yo escuché en mi adolescencia, ya saben -les enseñaron- que el silencio es lo más cómodo. Saben que, si se animaran a soltar uno de esos aullidos de libertad, de rabia, de tristeza, de poderosa furia contenida... Acabarían en el patio, durmiendo a la intemperie.
Pero estos perros que escuchaba anoche eran otra cosa. Se los notaba feroces, casi decididos a romper el cielo con sus lamentos. Ese aullido que brota desde las entrañas, donde la libertad es el recuerdo de la libertad.
Porque en ese aullido está el que cada uno de ellos fue en un tiempo. Son libres en ese aullido. Es una canción de esclavos, un murmullo de masas que se revelan, un plan de presos que organizan su fuga, un discurso de muchas voces que suenan juntas, un coro de ferocidades, un resumen de ganas de salir a cazar, una maraña de garras que se excitan ante la idea de ir a buscar el alimento, la urgencia por salir disparados con toda la fuerza que las patas permitan correr, un deseo de que el mundo vuelva a ser infinito y los campos no tengan alambrados, una desesperada necesidad de que alguna presa aparezca entre los pastizales y haya que alcanzarla para poder convertirla en comida, una furia penetrante, una necesidad de que a la luz de la luna los colmillos encuentren la carne tibia para romperla en jirones, un clamor de las entrañas por subir a la luna dando vueltas y vueltas trabados en batalla con otros de su especie, un deseo ardiente de asechar a una hembra y ganar su favor a fuerza de vencer a los contrincantes...
Porque en algún lugar de sus memorias, están los lobos que fueron, los feroces depredadores que fueron, los libres y salvajes perros que recorrían llanuras y sabanas en busca de un día más, sin más preocupación que ser.
En ese aullido está el recuerdo de los que fueron y ya no son. La síntesis de una batalla perdida, la culpa de un combate abandonado, la rabia de que hoy la comida venga de las manos de un hombre y el universo sea cuadrado, con piso de cemento.
Nosotros, los hombres, un poco más adelantados, hace rato que no aullamos. Hace rato que no nos da por ser los que éramos. Ya no miramos la luna con anhelo. Nosotros ya somos todos más o menos iguales al perrito que ahora se echa a los pies de su dueño, lame su mano, mira la televisión como si pudiera distinguir lo que ahí aparece...
Estaría bueno recuperar los aullidos.
Aunque sea de vez en cuando.
Eso todavía existe.
Pero yo recuerdo los grandes conciertos de aullidos de las noches de verano, hace no muchos años.
Eran unas veladas en las que, espontáneamente, un aullido llamaba a otro, y la red se iba haciendo cada vez más grande. Recuerdo a esa secta de cuadrúpedos adoradores de la luna, bohemios amantes de la soledad, con sus pelajes repentinamente azulados en la tenue luz nocturna.
La enormidad de los aullidos lejanos, todos juntos; y luego el perro de uno, cuando se unía, apelando a la manera escalonada de ir tanteando el aire con la cabeza antes de largarse a aullar plenamente, que suele caracterizar a estos animales. Una especie de cabeceo suave en el que parecen serruchar la brisa con el hocico, mientras se van estirando hacia el cielo, y el aullido se vuelve entonces una prolongación de ellos mismos.
Era de noche. La oscuridad reinaba en este espacio en el que el campo es casi pueblo y también lo opuesto. Desde lejos, aquella Suipacha de hace unos pocos años -de ayer, de hace un rato- era una galaxia que lloraba con mil voces de perros solitarios.
Anoche, sin embargo, volví a escuchar algo parecido a una de esas ceremonias. No tan multitudinaria, es cierto. Pero con muchos aullidos y la misma melancolía de esa época.
Más viejos algunos. Cansados otros. Muchos de ellos atrapados por el burgués conformismo del sillón y el televisor, con la mano del amo acariciándoles las cabezas, algunos de esos perros que yo escuché en mi adolescencia, ya saben -les enseñaron- que el silencio es lo más cómodo. Saben que, si se animaran a soltar uno de esos aullidos de libertad, de rabia, de tristeza, de poderosa furia contenida... Acabarían en el patio, durmiendo a la intemperie.
Pero estos perros que escuchaba anoche eran otra cosa. Se los notaba feroces, casi decididos a romper el cielo con sus lamentos. Ese aullido que brota desde las entrañas, donde la libertad es el recuerdo de la libertad.
Porque en ese aullido está el que cada uno de ellos fue en un tiempo. Son libres en ese aullido. Es una canción de esclavos, un murmullo de masas que se revelan, un plan de presos que organizan su fuga, un discurso de muchas voces que suenan juntas, un coro de ferocidades, un resumen de ganas de salir a cazar, una maraña de garras que se excitan ante la idea de ir a buscar el alimento, la urgencia por salir disparados con toda la fuerza que las patas permitan correr, un deseo de que el mundo vuelva a ser infinito y los campos no tengan alambrados, una desesperada necesidad de que alguna presa aparezca entre los pastizales y haya que alcanzarla para poder convertirla en comida, una furia penetrante, una necesidad de que a la luz de la luna los colmillos encuentren la carne tibia para romperla en jirones, un clamor de las entrañas por subir a la luna dando vueltas y vueltas trabados en batalla con otros de su especie, un deseo ardiente de asechar a una hembra y ganar su favor a fuerza de vencer a los contrincantes...
Porque en algún lugar de sus memorias, están los lobos que fueron, los feroces depredadores que fueron, los libres y salvajes perros que recorrían llanuras y sabanas en busca de un día más, sin más preocupación que ser.
En ese aullido está el recuerdo de los que fueron y ya no son. La síntesis de una batalla perdida, la culpa de un combate abandonado, la rabia de que hoy la comida venga de las manos de un hombre y el universo sea cuadrado, con piso de cemento.
Nosotros, los hombres, un poco más adelantados, hace rato que no aullamos. Hace rato que no nos da por ser los que éramos. Ya no miramos la luna con anhelo. Nosotros ya somos todos más o menos iguales al perrito que ahora se echa a los pies de su dueño, lame su mano, mira la televisión como si pudiera distinguir lo que ahí aparece...
Estaría bueno recuperar los aullidos.
Aunque sea de vez en cuando.