13-04-04 Kilómetro a kilómetro

Dicen que después el tiempo enseña. Eso que llaman crecer. Parece que, como todo se aprende, también se aprende a disimilar en las despedidas.

Pero de una manera u otra uno llora como cuando era chico.

Para mí que los seres humanos no estamos hechos para despedirnos. Lo nuestro no es eso.

Nos acostumbramos, pero no es lo nuestro.

¿Se acostumbrará uno a viajar? 

Viajar; ese verbo ambiguo que trata de definir el vértigo de saber que minuto a minuto uno está más lejos de ella. De vos. De anoche.

Qué decir de anoche que no esté escrito. De vos, siempre a punto de llorar, y yo secretamente queriendo que al final te decidieras por el llanto. De ese único momento en el que al fin reventó tu angustia como una bomba y supe que por fin no iba a tener que aguantar verte aguantar. Tu dolor fluía a chorros. Salía afuera por fin. Tu cuerpo se encogió y se hizo leve entre mis brazos. Si no te abrazaba fuerte, te caías, igual que el agua de tus ojos.

Y tu voz, tan quebrada, tan distinta.

Y tus besos, en cuya humedad germinaban lágrimas.

Qué más decir de anoche. Lo que se puede pronunciar ya estaba escrito, pero es mucho más lo que no encuentra un lugar en las palabras.

No aliviana nada el saber que ya sabíamos. Siempre queremos saber, pero luego, cuando sabemos, eso no nos sirve para nada. Quién puede prepararse para hacer que un desprendimiento  sea menos des. Aunque siempre es des. Y no queda otra que amoldarse a esa sinceridad terrible, dolorosa, tan punzante, tan desprendimiento con DES en mayúsculas, subrayado y en negritas.

Ahora es el tren. Primero había sido el colectivo. En el colectivo veníamos parados, apretados y derritiéndonos mientras avanzábamos tan despacio por las entrañas de este abril caluroso y húmedo. Acá el traqueteo de las vías le entra a uno por las nalgas, va escalando de a poco por la espalda, y al final sentís que es tu cerebro el que va a los saltos adentro de tu cabeza. El cerebro, todo. Saltos dentro de la cabeza. Las horas van pasando sin cambios. Todas llenas de más y más lejos; llenas de ya casi pero todavía no. Las horas llenas de esa malicia que les hace susurrar al oído que estamos más lejos, pero no sólo en el espacio y a buen entendedor ya se sabe. 

Acá soy cada vez más consciente de que hay algunos momentos que no regresan.

Ya se sabe lo que se dice del tiempo, que es un río, y que nunca es el mismo cuando uno vuelve, y todo eso.

Yo qué sé. Qué va a pasar cuando llegue, yo qué sé. Voy a poder dormir sin sueños o voy a escuchar una y mil veces los ecos del silencio de tu llanto en mi cabeza. Yo qué sé.

Las distancias, si bien son más que físicas, duelen en el cuerpo también. El bolso pesa muchísimo; se le agregan una tonelada o dos por cada kilómetro. Pero mejor no hacer cálculos ni listar nada. Por ejemplo, si hago la lista de todo lo que pierdo por cada kilómetro, no me queda otra que abrir la ventanilla y saltar.

Pero no. Prefiero soltar solo los ojos y dejar que cuelguen y se arrastren por el campo buscando el punto en el que el sol se escondió hace poco dejando un horizonte teñido de rojo.

Daría todo por tenerte acá de nuevo sentada en mis rodillas, de nuevo al alcance de mis manos, de mi boca, de mi piel, de lo que está debajo de la piel, por dentro de los huesos.

Pero no. Sos carne del tiempo y el espacio que se escapan hacia el horizonte cuando miro por la ventanilla.

Así las ciudades también siguen pasando y yo no dejo de sentirte lejos. Vos lejos, y yo sin más instrumento que estas poquitas letras para irte sangrando lentamente.

Brisa fresca en un mediodía de verano





A veces una brisa fresca como la de hoy divide el verano. Aire que parece robado al mar, aunque el mar esté tan lejos.

Una corriente de ese aire se mete por las ventanas, para revitalizarte el cuerpo y también el alma, aunque sea un poquito.
Una caricia que trae recuerdos de días más felices, saca a la calle algunos fantasmas y hace lo propio con otras tantas sombras.
Este aire viene a negociar una tregua con el sol, y parece que por un rato se saldrá con la suya.
Apagá la tele, silenciá el celu. Sentí tu propia respiración en el silencio. Sentí cómo ese aire te va llenando, va viajando de tus pulmones a tu sangre, y por ella a todo el cuerpo.
Escuchá el sonido de tu respiración.
No puede ser casual que algo tan simple pueda llegar a hacerte tanto bien. Alguien debe estar detrás de esta brisa fresca, de esta música leve a cuyo ritmo bailan las cortinas. Alguien debió estar detrás de ese golpe maestro en el que se robaron un retazo de brisa en algún lugar del océano y lo soltaron acá.
Alguien y por alguna razón.
Ahora que apagamos los ruidos, escuchemos. Tal vez el autor de semejante prodigio tenga algo que decirnos...

Todos los paisajes del alma


 Todos los paisajes del alma.

La suma de todas las noches ofrendadas a esperar milagros ya negados de antemano.

El inconstante fulgor de una llama que está por apagarse y vuelve a ser, para contradecir a la noche pero sólo durante unos segundos.

Esa parcela del recuerdo en la que todos los amantes se sienten uno solo.

El rechinar de dientes en el frío y la desolada sequedad de los desiertos calcinados.

Todos los paisajes del alma.

Todas las versiones de la canción del viento entre las ramas de una planta reseca en otoño.

Todas las postales enviadas desde un ayer lejano y borroso. 

Todas las desilusiones de primavera.

Todos los brindis por cosas que no fueron. Litros y litros de futuros imposibles.

Todas las escaleras hechas con los palitos resecos de los sueños y las promesas.

Todos los paisajes del alma.

...Y uno acá, a estas horas de la noche, contemplándolos…

EL HOMBRE MOSCA SE ROBA UN MILAGRO

¿Volver adónde?
¿A un lugar? ¿A un momento? ¿A un estado de ánimo?
Volver puede ser la fantasía más refinada y bella. Pero no deja de ser una fantasía.
Cada minuto que pasa atraviesa un límite invisible que ya no se podrá cruzar en sentido contrario. Ahora ese minuto existe en el recuerdo, donde podemos visualizar su belleza, pero nada más que eso. No se puede tocar, abrazar, oler... No se puede cruzar el vidrio. Uno lo embiste, lo empuja, pega a él la nariz tratando de estar un poco más cerca. Uno se vuelve una mosca que busca atravesar un vidrio. La mosca que choca y choca tercamente sin lograr más que dañarse y sufrir una ansiedad sin fin por ese espejismo que parece estar tan cerca y sin embargo habita del otro lado de la vida.
Luego todo empeora, cuando el tiempo empieza a incidir sobre ese recuerdo, cambiándolo, quitándole algunos matices, algunos colores, modificando sus formas. Como cuando la luz borra de a poco a los personajes de una foto, el tiempo hace lo mismo con esos recuerdos, para que al final todo el ayer se vaya disolviendo.
A veces, sin embargo, de tanto hurgar, de tanto pegar cabezazos al vidrio, el hombre-mosca-uno-mismo da con lo inesperado: un agujerito en el cristal. Una pequeña grieta. Un permiso otorgado de mala gana por la tiranía del olvido.
A veces es un perfume que trae el viento del verano. A veces es un conjunto de palabras que ayer integraron un código secreto y por algún motivo inexplicable todavía no han perdido su efectividad. A veces es una foto. A veces la grieta en el cristal se presenta en un sueño.
Sin importar cómo sea, lo cierto es que entonces, por uno de esos errores en los protocolos de Dios, un fragmento destinado a archivarse vuelve a ser desclasificado. Y salimos corriendo con nuestro botín. Nos traemos de contrabando una cuota de felicidad que quisiéramos poder guardar para siempre.
Claro que no es posible, y ahí nos quedamos, chocando de nuevo el vidrio, mirando la foto que se va disolviendo. Esperando el próximo milagro.

Treguas

Y todos estamos peleando alguna batalla.

De las difíciles. O de las cotidianas. De las que se pueden ganar. De las que cuesta saber cuál será el desenlace. De las que están perdidas de antemano pero igual vale la pena pelearlas. Esas que parecen habernos tocado por error, porque todo indicaría que eran para a alguien con otras aptitudes, y sin embargo vinieron a nombre nuestro y ahora hay que hacerse cargo.

Batallas de todos los colores y formas, peleadas en los más variados campos. Y enfrentadas con las estrategias que se puede, las que hay a mano. Peleadas con aquellas armas que teníamos cerca cuando sonó el primer cañonazo.
Algunos van al frente a los gritos, porque eso les da coraje. Otros lo hacen en silencio, pero pelean con la misma fuerza, con las mismas ganas, con el mismo deseo de que las victorias lleguen.
Victorias que se ven allá lejos, en un horizonte que de cuando en cuando se pierde en la niebla, y a veces vuelve a aparecer. Se acerca, se aleja, aparece a unos pocos metros, se desvanece y al siguiente momento está a cientos de kilómetros.
Algunas victorias son de la misma raza que los espejismos. Cada nuevo día, abrís los ojos y pensás: “Capaz que hoy sí”; “Tal vez este sea el día”; “A lo mejor ahora pasa”. Y con ese manojo de esperanzas salís a la luz de la mañana, porque el que se queda en la cama pierde; y porque el miedo es más miedo cuando te abandonás quieto en la sombra.
Sin embargo, a veces hay treguas.
Las hay de un ratito, o de un rato largo: Un buen chiste; una caricia; un cuento de Bradbury; una oración; la risa de un chiquito; un café compartido; la música; ese sueño que nos trae por un rato a alguien que extrañábamos; un beso; un rayo de sol en una tarde de invierno; una voz conocida en el teléfono; una caminata; La tibia caricia del perdón; un olor de primavera que llega en la tarde; fotos viejas; una sopa caliente; otro beso; La visita de esa persona que estábamos esperando; El perfume de las hojas amarillas de un libro que leímos de chicos...
Treguas como esas, que te hacen sentir que todo lo peleado vale la pena. Momentos en los que toda la energía perdida vuelve a vos. Cosas que le dan sentido a todo lo demás.
Siempre hay que volver a la carga, pero entonces ya no es lo mismo.
Después de esas treguas, todo parece posible de derrotar: Los ejércitos más bravos; las hordas zombies; los Orcos; la brisa nocturna que asesinaría a la rosa; Los “ellos”; los trífidos, los Langoliers, el malvado Gárgamel, y lo que sea que se cruce...
Esas treguas son esenciales para seguir adelante.
Es posible que vengas de una jornada difícil, de una dura batalla. Pero también es posible (quiera Dios que sí) que estas palabras hayan sido una pequeña tregua para vos.

Se buscan cómplices

Se buscan cómplices para delitos imperdonables. Esos que son condenados por todos los que se mueren de ganas de cometerlos, pero no se animan.
Cómplices para hacer cosas tales como robar de una vez y para siempre la felicidad y no devolverla más.
Cómplices para cometer travesuras gravísimas como tocarle el timbre a esos destinos oscuros que algunos nos pintan, y salir rajando, dejándolos a todos esperando que pase lo peor.

Una complicidad de esas que no se logra casi nunca, pero cuando se logra…
Para hacer cosas prohibidas, tales como entrar al amor -ese palacio idealizado, todo blanco, todo perfecto- y hacerlo con las zapatillas embarradas de la vida, del camino tormentoso. Y acomodarnos en una contrariedad de pisadas de barro en el piso brillante, sabiendo que sólo aman bien los que traen los pies embarrados.
Cómplices en la aventura de enfrentar al miedo cara a cara.
Para tomarnos de la mano e irnos a hacer cosas estúpidas sin pensar en las consecuencias.
Para no estar de acuerdo y para ser diferentes, dos faltas que no dejaría pasar ninguno de esos jueces almidonados que abundan en la vida.
Para declararnos inimputables cuando vengan a interrogarnos... Por qué escribimos poesías en lugar de memorándums; Por qué con los dedos, en lugar de hacer cuentas, hacemos magia; Por qué nos tomamos en joda lo mejor del néctar del mundo, en lugar de tomarnos con seriedad sus pastillas amargas.
Se buscan cómplices para romper la vidriera en la que exhiben esa vida mejor que es carísima. Romperla por que sí, porque nos revientan soberanamente las vidrieras.Y luego decidir si tenemos ganas de llevárnos esa vida mejor que se exhibe a precio de dolar blue, o simplemente dejarla ahí, reducida a su verdadero valor, que es poco y nada ahora que el vidrio se rompió y de pronto ya no es inalcanzable.
Para darnos un atracón de caricias yéndonos sin pagar.
Para ponernos espalda con espalda y agarrarnos a trompadas con los inquisidores del desaliento, con los vigilantes del No-Se-Puede, con los soldaditos de la perfección, tan pulcros ellos.
Cómplices que manejen bien las herramientas con las que se roban los besos.
Que usen el amor como un arma y no les asuste robarse a punta de amor la felicidad que nos merecemos.
Cómplices con ese complejo de Robin Hood de quienes esperan que el amor gane algún día, pero mientras tanto se lo llevan a todos los que lo necesitan y andan por la vida repartiéndolo sin pensar cuánto les queda para ellos.
Se buscan cómplices.
Si pensás que calificás para el puesto, si estas características son las tuyas, siempre habrá una esquina en la que encontrarnos para planear uno de esos crímenes terribles...

03-06-20 Oración


Señor: Seguro que por ahí las cosas están bastante agitadas por estos días. 

Si nunca están tranquilas, no quiero imaginar ahora. 
Pero si justamente ahora inclinaras tu oído un poco, solamente un poco, y entresacaras palabras de palabras y lágrimas de lágrimas, si revolvieras este gigante revoltijo de intenciones, esta colosal montaña de deseos y sueños y lamentos, habría algunas palabras que encontrarías repitiéndose una y otra vez.
Una oración de pocas palabras que resuena en el silencio de pasillos húmedos y despintados, en el hermetismo de los abrazos más cerrados, en la oscuridad de las noches más largas. 
No podés dejar de escuchar esta oración que se reitera y reitera y reitera. Sale por puertas y ventanas de edificios, casas, ranchos, claustros, salas, patios, templos, cuevas, mentes. 
Esta oración pide algo simple e imposible al mismo tiempo. Desafía al poder con la osadía de quien siente que tiene poco para perder. 
Si escucharas el conjunto de todas las voces que te nombran en todos los idiomas, en todos los tonos, en todas las regiones, seguro que podrías recomponer desde esa confusión una melodía perfecta, un compás inalterable, una coincidencia de intenciones que no podrían conseguirse si no existiera una partitura universal que está dictando paso a paso los mismos acordes a la orquesta que ora: 
Señor...
Vos sabés de qué te hablo. 
Vos sabés qué silencios gritan esta oración desde lo profundo de nuestras entrañas de hombres y mujeres del ayer, del hoy, del mañana. 
Vos sabés que nunca estamos más cerca de vos que ahora, cuando lloramos abrazados a tu presencia invisible.
Vos sabés más que nadie lo que pasa en este instante.
Si lo hacés, vas a escuchar esta oración. Hasta yo he podido escucharla en muchas ocasiones con estas orejas pobres que no pueden oír el estruendo que hace una flor al abrirse o una pluma al chocar contra la tierra o una mariposa al agitar el aire con sus alas de color puro. 
Seguro que vos también escuchás esta oración en la que todos coincidimos... 
Si es así, no guardes silencio.

Vení.
Vení desde el fondo de la luz y de la vida. Vení desde el punto en el que se hacen realidad los sueños. Vení desde la tierra en la que el dolor se disuelve al sol como los rastros de una feroz helada de julio. 
Vení "desde un rincón del bosque o desde la selva de la memoria", como decía Jacques.
Vení y simplemente soplanos la frente con tu paz, porque las otras maravillas se acomodan a ese soplo. 


Guerras


Pueden bendecir las armas en su nombre.
Pueden invocarlo en su grito de batalla.
Pueden ponerle su nombre a las bombas.
Pueden buscar viejas profecías que le den un sentido a la demencia.
Y pueden nombrarlo todo lo que quieran. 
Pero nada cambia la verdad: Dios siempre está del lado de los débiles y el único reino que le importa es uno hecho a la medida de los más chiquitos.
Nunca se olviden de eso.

La felicidad

La felicidad son todas las magníficas expectativas que pasan por mi cabeza hasta el instante en el que tu indiferencia las aplasta.

Es eso, y el placer de darme cuenta de que sin vos el mundo sigue girando; el sol sigue saliendo; los rituales de las fiestas siguen siendo igual de aburridos; los manuales de instrucciones siguen enseñando todo menos lo que necesitamos saber y doce pisos, como decía Julio...
La felicidad tiene más que ver con el único beso que importa -que es el que no me das- que con los muchos que podrían aguardarme por ahí.
La felicidad es un estado de ánimo privativo de los que no conocen el mañana.

Decálogo de cosas que te enseñaría tu YO del futuro


Uno. Errale en lo que quieras, pero nunca decepciones al niño que sueña. Te lo explico así: Mirá para atrás. En algún lugar de tu pasado hay un niño que sueña. ¿Ya te diste cuenta de que vos sos el único que puede cumplirle ese sueño? ¿Qué estás haciendo al respecto?
Dos, si ella te dice que esta noche te quedes, quedate. Nunca te vas a arrepentir de las noches que entregaste por amor.
Tres, si tus amigos te piden que te quedes, quedate, pero chequeá bien qué onda con el punto dos. Manejalo.
Cuatro. Cuando todos te aplaudan por lo que hacés, preguntate si vos sos feliz con eso. Si los aplausos no te llenan la panza, imaginate el alma.
Cinco. Es relativamente fácil conseguir, perder y recuperar la plata; el pelo no tanto, y la gente ni te cuento. La gente que vale la pena es bastante más difícil de encontrar. Y también es mucho más difícil recuperarla si la perdiste.
Seis. Cuando sospeches que estás siendo genial, cambiá inmediatamente de vereda, de calle, de planeta. Lo que haga falta. 
Siete. Si te aburrís, cambiá todo lo que haga falta. Cambiá de casa, de barrio, de silla, de menú, de serie... Pero si nada de eso da resultado, cambiate los ojos. Puede ser que estés mirando todo mal.
Ocho. Capaz que estás llorando ahora. Aprendé de estas lágrimas todo lo que puedas. Capaz que estás sonriendo ahora. Guardá este momento bien adentro, porque vienen noches en las que te van a hacer falta estas sonrisas.
Nueve. No insistas; no te puedo decir cuánto tiempo tenés para cumplir con este decálogo al pie de la letra, pero te tiro una pista: Si todavía no corriste bajo la lluvia hasta caerte de cansado; si no has permitido que un bebé atrape tu dedo índice y te haga sentir la poderosísima fuerza de ese puño diminuto, si todavía no leíste "La Noche a través del espejo", Si todavía no te enamoraste al punto de sentir que te dolía el pecho... Todavía te falta un buen trecho por recorrer.
Y diez. Disfrutá el camino. No pienso contarte de qué año vine hasta acá a decirte esto, básicamente porque no quiero. Averigualo vos. Viví con todas las ganas. Amá con todas las fuerzas y disfrutá cada mañana la incertidumbre de empezar un nuevo día. Si te tiemblan las piernas, vamos bien.

31-07-17 Ver pasar la serpiente

En algún momento estás de nuevo parado en el puente mirando el agua que pasa indiferente. Y sabés que todas las veces fueron la misma vez, aunque ahora todo lo que ayer parecía infinito ya no lo sea. 
Como si eso que avanza allá abajo fuera una serpiente hecha de agua. Larga, pero no infinita. Como si en cualquier momento el río estuviera por mostrar su cola. El cauce se volverá cada vez más estrecho para terminar en una punta que después se irá bailoteando entre las piedras para perderse más adelante, dejándote un lecho reseco y gris. Es el momento en el que decidís; y lo hacés teniendo en cuenta tantas cosas que el vértigo es inmenso, pero más allá de todo lo que se agita en tu mente, hay algunos recuerdos que prevalecen escapando a la tormenta sin que los toque la furia.
La primera vez fue en el pueblo, a poco más de cien kilómetros de la Capital Federal.  En una habitación en la que sonaba “Lago en el cielo”, de Ceratti, y rodeados de humo de cigarrillos. A decir verdad, para ella no era la primera vez. Para él, fue algo así. La había amado con una profundidad loca y despojada que sólo se puede alcanzar a los 17 años. A esa edad un hombre todavía puede ser héroe, aunque su sueño más épico sea tocar pacíficamente la guitarra. A esa edad uno puede mirar unos ojos y sentir que en ellos se oculta la totalidad del universo, la totalidad del tiempo.
Y a esa edad el futuro es pura conjetura. Algo muy lejano y casi fantástico, como la próxima inundación del río, que se desbordaba cada tres o cuatro años y sumergía media ciudad.
Ella se fue a Capital al año siguiente. El amor se disolvió kilómetro a kilómetro y semana a semana. A veces él iba a visitarla y se encontraban en la plaza del congreso al lado de la estatua del pensador. La serpiente hecha de agua reptaba por Avenida de mayo, metiéndose entre los autos, brillando al sol, y ellos eran momentáneamente felices. Pero la distancia iba creciendo y al final ninguno de los dos supo el momento exacto en el que ya no eran nada el uno del otro.
Los peores finales son los que no se escribieron. Debería ser una ley de la naturaleza que a cada historia le corresponda un final. Aunque sea un final barato, de utilería; o uno pretencioso de culebrón, con un amante corriendo bajo la lluvia y una chica decidiendo su futuro en el altar. Un final cualquiera, pero un final.
Ella tenía veintitrés cuando se casó. Él se enteró una navidad, al volver al pueblo. Por ese entonces trabajaba en Misiones, como guía turístico. Había dejado momentáneamente su sueño de ser músico; sólo de vez en cuando se animaba a tocar la guitarra con un grupo de amigos, en las ocasiones en las que volvía a la ciudad. Esa vez estaban en un pub del centro. Él se distrajo mirando unas chicas en la barra y resultó que la morocha de vestidito azul era ella. Se había cortado el pelo a la moda y tal vez estaba un poco más delgada. Uno de sus amigos también la reconoció y otro informó que ella al final había logrado ser arquitecta, y que se había casado con un colega ese año. Él apuró lo que quedaba en el vaso y no dijo nada. Todos alrededor de esa mesa recordaban el noviazgo. Hubo alguna broma de hombres sobre aquella noche en el fogón de la primavera en la que él y ella habían desaparecido por unas horas. Más risas. Luego, todo el grupo subió a un escenario improvisado para tocar unas canciones de Ceratti. En “Lago en el cielo” él pensaba buscarla en el público y tal vez insinuarle una dedicatoria, pero ya no estaba y no volvería a verla ese verano. 
La noche se los llevó por diferentes carriles. Una noche que duró ocho años.  
Él conoció a alguien pero la historia no funcionó y de ahí en adelante fue pasando de unos brazos a otros sin encontrar exactamente lo que buscaba. También cambió varias veces de trabajo y formó unas cuantas bandas tributo a razón de una por verano, cada vez que volvía a su ciudad. Los trabajos eran cada vez mejores; las bandas tributo eran siempre más o menos iguales.
Ella y su marido obtuvieron varios proyectos importantes y se fueron a vivir a una casa enorme en Palermo.
Él, para ese entonces, había vuelto al pueblo por un tiempo pero después se fue a Capital, siempre detrás de mejores trabajos. Una noche de domingo se encontraron por casualidad. Él estaba saliendo con una estudiante de derecho. Se veían poco, pero la pasaban bien. Estaban en un bar donde tocaba ese tipo que canta igual que Joaquin Sabina, porque a la estudiante de derecho le gustaba mucho Sabina. En algún momento él se levantó para ir al baño y cuando volvía la vio llegar. 
Sola. 
Se acercó a saludarla. En el primer instante ella pareció incómoda. Pero luego lo invitó a sentarse mientras esperaba a una amiga que iba a caer de un momento a otro. Él se negó, mirando de reojo al lugar en el que su novia hacía palmas con el tema ese de los 19 días-y-no-sé-cuántas-noches. De acuerdo; había algo de tiempo, aunque no tanto como para sentarse. Le hizo las preguntas de rigor. Ella estaba muy bien. Tenía un hijo. Tenía proyectos geniales. Viajaba mucho. Había estado en el Coliseo el mes pasado. ¿Él no había visto las fotos? Ah, no la tenía en Facebook. Prometió agregarla y se dijo para sus adentros que obviamente no lo haría. Bueno, nada, me alegro de que estés bien. Y en los ojos de ella hubo un segundo en el que el paisaje del bar se puso borroso para luego reaparecer. Él le dio un beso en la mejilla y se fue justo en el momento en el que llegaba la amiga a la que ella esperaba.
Esa noche él se peleó con la fanática de Sabina. Y a la noche siguiente recibió la solicitud de amistad. La agregó sin dudar. Y poco después estaban chateando. Ella se iba a Oslo en pocos días. Él conocía menos mundo, a pesar de su profesión, y había muchas cosas de las que hablar, pero siempre terminaban hablando de los dos, aunque trataban de evitar el pasado y a decir verdad no les costaba evitarlo, porque los días de estudiantes se les antojaban lejanos, raros, algo que le había pasado a otro.
Ella ganaba muy bien. Tenía una carrera que envidiaría cualquier profesional de su edad. El hijo era un pequeño genio que leía a Mark Twain a los cuatro añitos. Habían tenido un perro, pero se murió. Seguían una serie sobre un tipo con cáncer que se convertía en fabricante de anfetaminas y, según ella, sería un gran éxito cuando la gente la descubriera. Los domingos se aburría bastante. Había intentado sin éxito hacerse vegetariana.  Y su marido la engañaba desde hacía más de diez meses, pero ella no había tenido tiempo de echarlo de la casa. Estaba buscando la manera de hacerlo pero no sabía cómo.
El placer de charlar se fue convirtiendo gradualmente en la desgarradora necesidad de verse, de tocarse.
Dos días antes de que emprendiera su viaje a Oslo, se encontraron en la casa que ella misma había diseñado para compartirla con alguien que en ese momento estaría en quién sabe dónde, con quién, y no importaba. El chico había ido a quedarse en la casa de su abuela y la noche era de ambos. Pensaban cenar, pero al final nunca ocurrió. En algún momento ella le sirvió una copa de vino y lo dejó eligiendo música. Cuando volvió, sonaba Lago en el cielo y el tiempo se puso a correr en reversa. El río cruzó entre ellos, retorciéndose entre las sábanas, desbocado, desesperado, febril, luego manso, y más furioso aún. Al amanecer todavía estaban juntos, desayunando en la cama y mirando unos dibujos de los que hacía ella. Ella,que ahora tenía puesta la camisa de él, que le quedaba enorme. Él la acariciaba a través de esa tela suave mientras ella, fingiendo indiferencia, le explicaba el proyecto de un puente ubicado en una provincia que en ese momento y a esa hora parecía remota, como salida de los mapas de la Tierra Media en un ejemplar de El Señor de los Anillos. Ella creía que los puentes eran la mayor y más bella de las creaciones del hombre, y aunque había proyectado varios, soñaba con construir ese puente en particular.
Cuando finalmente ella le devolvió la camisa, se despidieron dos o tres veces. Se besaron como novios. En el último abrazo, ella le acarició el cabello, que empezaba a ralear, y observó que él tenía algunas canas. Ella también las tenía desde mucho antes, pero sabía ocultarlas. Habían pasado los treinta y sus cuerpos habían cambiado levemente, pero ella seguía siendo igual de linda. Se besaron de nuevo antes de que él saliera. Desearon volver a verse en un rato y sabían que no se volverían a ver más por mucho tiempo.
Esta vez el río corrió durante diez años. A veces en los veranos, de regreso al pueblo él se enteraba alguna cosa de ella, siempre por terceros, pero ahora estaba casado. Con una amiga de la chica que amaba a Sabina. Ambas habían llegado a ser abogadas, pero a esta le gustaba Coldplay y esas bandas que él no terminaba de entender. Era una buena mujer, y varias veces pensaron en tener un hijo. Después ella perdió un embarazo, y sin que se hubieran puesto de acuerdo, dejaron de intentarlo. Poco tiempo después eran cada vez mejores amigos y peor pareja.
En un invierno se separaron, y él decidió volver a su ciudad para pensar. Sus padres habían muerto hacía mucho. De los amigos que tocaban con él no había ni rastros en esa época del año. De tanto volver sólo en los veranos, había olvidado por completo lo triste que se ve el pueblo cuando las plantas de las calles del centro se quedan sin hojas, y mucho más cuando uno trae consigo la tristeza.
El pueblo era el mismo y la gente hablaba de las mismas cosas. El sector que se inundaba había sufrido mucho este año. La gente se preguntaba hasta cuándo, y las autoridades insistían con la explicación de siempre: No había plata para hacer las obras que hacían falta. Nada nuevo.
Una tarde salió a caminar. En una esquina, un muchacho le dio un volante. Le explicó que era sobre un concierto que daría esa noche con su banda. Entonces lo vio a los ojos y en ellos reconoció al instante aquella misma mirada contenedora de universos. 
En la noche fue al concierto. Ella estaba sola, en una mesa casi en sombras. Le costó encontrarla, pero sabía que iba a estar. Tal como había imaginado, el chico era el hijo de ella. Brillaba en el escenario. Era un increíble vocalista, aunque cantaba cosas que no se entendían.
Cosas que no se entendían. Tras pensarlo, él supo que había envejecido. Y sintió pena de ya no poder hacer las cosas realmente importantes. No cosas como jugar al fútbol, tener sexo o correr maratones, esa clase de proezas que todavía podía encarar si se esforzaba, sino cosas mucho más esenciales, como entender de qué hablaban los jóvenes en sus canciones.
Ella tampoco parecía entender mucho, pero se le notaba el orgullo de madre en cada aplauso al final de los temas. Iba vestida con ropa oscura, tal vez ocultando algunos kilos demás, pero no eran tantos como para que se percibieran a simple vista. Él se acercó a su mesa y ella, al verlo, sonrió y le señaló una silla vacía a su lado. Así de simple. De golpe muchas de las complejidades de otros tiempos se iban diluyendo y en cuestión de instantes, hablaban como podían, a los gritos, y reían sin saber muy bien de qué.
Esa noche ella fue a la casa de él. En la misma habitación de la lejana primera vez volvieron a escuchar a Ceratti; se rieron mucho de ellos mismos, de las torpezas de aquella noche y de las de ahora. Poco antes del amanecer el frío era terrible afuera. Ella, con la camisa de él otra vez, se asomó a la ventana y por un instante se quedó mirando la oscuridad que se iba disolviendo en el jardín. Él, desde la cama, vio que lloraba, pero no le preguntó nada.
Un rato más tarde, cuando se despedían, estuvo por preguntarle si iban a pasar diez años más hasta que volvieran a encontrarse, pero no lo hizo.
Ella volvió a salir de su vida como había entrado, en cuestión de segundos, y no volvieron a verse esa temporada.
Al siguiente año él se fue a España, donde le fue pésimamente mal en todos los aspectos. A la vuelta, mientras esperaba en el aeropuerto el avión que lo traería de regreso, creyó escuchar la voz de ella sobresaliendo en el enredo de palabras e idiomas que se desplazaban a su lado. Sólo un instante, y eso le alcanzó para recordar la mirada de lluvia en los ojos de ella a través del cristal. Ese silencio que tenía gusto a pregunta. Esas cosas que andamos preguntándoles a todas las personas que amamos y que casi ninguna puede respondernos, porque somos mensajes en botellas lanzadas a un océano de gente que no sabe leer. Pero somos mensajes. Sin hablar, sin escribir, sin mover un sólo músculo, igual estamos diciendo. Y hay silencios que expresan tanto que no alcanzaría la vida para traducirlos en palabras. Sólo faltan oídos abiertos, corazones de puertas arrancadas... Recolectores de significantes. Almas a las que una variación en la densidad del aire o la salinidad de una mirada no les resulten indiferentes. Somos el mensaje que alguien está esperando recibir. Pero esas cosas se van entendiendo con los años y casi siempre cuando el tiempo ya empezó a escasear. Él ya sabía que eso estaba pasando. Quizás lo notaba cada vez que se miraba al espejo y veía que el cabello que le quedaba era un poco menos con cada pasada del peine, pero se le hacía terriblemente más notorio cuando se daba cuenta de que año a año le costaba más enamorarse.
Volvió a su ciudad. La base. El lugar al que regresa el piloto con el avión averiado, a ver si logra aterrizar y salvar su vida. Para ir de Capital hasta el pueblo eligió el tren. No tenía apuro. Era una noche de verano. En la ciudad que marcaba justo la mitad del trayecto, cuando la formación se quedó cerca de media hora detenida sin que nadie se molestara en explicarles el por qué a los pasajeros, sólo él estaba calmo. No le importaba llegar a las diez de la noche o las diez de la mañana siguiente. Sólo fantaseaba con la idea de encontrársela a ella. Tiempo atrás hubiera temido el encuentro al pensar en lo mucho que había cambiado todo. Él ya no era un tipo exitoso y tal vez ni siquiera conservara el talento musical. De hecho ya no sentía ganas de tocar, salvo en contadas ocasiones. Venía en el avión averiado, seguido por un rastro de humo negro, pero ya no tenía vergüenza. Ya había entendido que uno es, entre otras tantas cosas, la suma de todos los planes que fallaron.
Cuando el tren finalmente arrancó y llegó a destino, era medianoche. La ciudad estaba dormida. Sentir sus propios pasos caminando por la diagonal que llevaba al centro fue demasiado. Sintió ganas de llorar. Por todo lo que ya no sería. Por los muertos, pero principalmente por él y por los demás vivos, todos tratando de agarrar la cola de la serpiente de agua que se escapa. No lloró, pero sintió las ganas.
Y también tuvo ganas de haber tenido un hijo, de tener alguien que viniera a recibirlo a la estación, que le preguntara si el bolso era pesado, aunque no lo fuera, y que le dijera que Ceratti es para viejos y le tirara en la cara los nombres de los grupos de ahora.
Entró a la casa pateando las cartas que durante todo ese tiempo le habían pasado por debajo de la puerta, y cortando con la cara el aire denso y húmedo. Todo estaba igual que como lo había dejado. Un perro ladraba a lo lejos. Los grillos cantaban en el patio de atrás. Una luciérnaga entró con él a la casa y se pusieron juntos a inspeccionar las habitaciones.
En el dormitorio se dejó caer en la cama y se quedó dormido inmediatamente.
Cuando el sol salía ya estaba despierto.
Entre las cartas que la noche anterior había pateado, había una que era de ella. Raro. Ella no escribía cartas, por lo general. Y menos a él. Al abrir el sobre encontró una tarjeta con el membrete de la Municipalidad. Era la invitación para el acto de inauguración de una obra vial que ella había proyectado en la ciudad, al parecer. Pero no importaba. Había sido muchos meses atrás, en el verano anterior. Ella habría apostado a que él estaría pasando el verano en el pueblo, tirado al sol durante el día y tocando covers en algún boliche por las noches, pero no había sido así.
Pasó esa jornada limpiando la casa y en la mañana del día siguiente salió a caminar por la ciudad.
El lugar había cambiado tanto que ya no parecía el mismo. Sólo algunas esquinas permanecían intactas tal como las recordaba. Todo lo demás se veía manchado de modernidad y tecnología.
Hasta que llegó al arroyo.
Esa especie de zanja que atravesaba la historia de la ciudad tal como atravesaba la ciudad misma, ahora también había cambiado. Ahora era casi un río. Lo habían ensanchado de manera tal que la otra orilla quedaba a casi cien metros y antes de llegar al agua había una pequeña costanera en la que algunos chicos jugaban. Era una estación seca y el agua era poca, pero era obvio que aunque viniera una crecida muy grande la ciudad ya no se inundaría.  
Pensó en averiguar quién era el intendente ahora y felicitarlo por la obra. Se acercó a un hombre que pescaba en el arroyo. Sí; porque por increíble que pudiera parecer, había peces en lo que había sido un zanjón sucio. 
Y así, el pescador fue el primero en hablarle de ella después de tanto tiempo. Se enteró de que ella había regalado a su ciudad natal aquél proyecto y, según se rumoreaba, también había aportado silenciosamente una parte importante de los recursos para llevarlo a cabo. Tal vez todos los recursos, pero eso tenía que ser una exageración. El pescador le recomendó que siguiera dos cuadras por la costa para conocer el puente.
No fue necesario que le dijera más. Empezó a sospechar lo que iba a ver, y se apuró a comprobarlo. El puente unía las dos partes de la ciudad y aunque él se había ido mucho antes de que se pusiera la primera piedra para construirlo, ya lo conocía. Tal vez fuera mucho más pequeño que el que había visto dibujado por ella, pero en todo lo demás era exactamente igual.
Casi pudo sentir de nuevo el perfume del pelo de ella cuando, tantos años atrás, le había explicado las características del puente mientras él, sin escucharla demasiado, se dedicaba a besarle el cuello y acariciarla.
No pudo resistir la tentación de caminar por el puente.
Era obvio que ahí se encontrarían, en ese puente, ante esa vista del agua pasando y yéndose, con el murmullo lejano de la ciudad. 
Pero no pasó esa vez.
Él volvió a su casa y buscó el número de ella para llamarla y felicitarla por la obra, pero no lo encontró en su agenda.
Transcurrió alrededor de una semana.
Lo sorprendió el teléfono poco antes de la medianoche. Era uno de sus viejos amigos que solía cantar en las bandas tributo de antaño. Estaba en la ciudad y lo habían invitado a tocar en un pub de las afueras. Faltaba un guitarrista.
Respondió que iría, pero tras colgar se preguntó si había hecho lo correcto. A decir verdad, estaba casi convencido de que no podría tocar. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo en público, y apenas si había rasgueado algunos temas de vez en cuando en los últimos años. Pero había dicho que iría, por lo que al final se colgó al hombro la Gibson usada que había comprado en España cuando ya sabía que iba a tener que volverse, y salió a la calle.
Ir caminando hasta la dirección que le habían indicado fue restaurador. El aire fresco le llenaba el pecho y empezó a sentir que esa ciudad ajena, que lo había recibido con cartas viejas e invitaciones a eventos que ya habían pasado, ahora estaba un poco más cerca de pertenecerle otra vez.
El lugar resultó ser un bar triste, lleno de tipos de su edad, con muy pocas mujeres. Había cerveza; y rock de la vieja escuela. El amigo que lo había convocado se veía tan desgastado por el tiempo como él, pero ninguno de los dos hizo comentarios al respecto. Cuando les tocó subir al escenario, junto a un baterista que conocieron esa noche pero que aseguró estar a la altura de un repertorio de canciones del siglo pasado, el público estaba lejos de prestar atención, lo que fue bastante tranquilizador, porque todos cometieron más de un error, equivocaron la letra en varias ocasiones, y terminaron divirtiéndose mucho a costa de sí mismos. Asique eso es ponerse viejo.
Ella estaba en el público.
La acompañaban dos mujeres más, como de su edad. Estaban festejando algo, según parecía. En más de una ocasión las miradas se cruzaron y él pifió con la guitarra en cada uno de esos momentos.
No tocaron Lago en el cielo, ni ninguna de Ceratti. Nadie lo pidió. Nadie pidió bises. La noche se fue desgranando de a poquito y al final sólo quedaban unos pocos parroquianos cuando decidieron dar por terminado el show.
Mientras guardaba su guitarra recién estrenada se dijo que no volvería a tocar. Si la decadencia lo venía a buscar, iba a encontrarse con la puerta cerrada. No se la pensaba hacer fácil.
Iba caminando solo de regreso cuando un auto paró a su lado. Era ella. No hizo falta que lo invitara a subir. Charlaron de cualquier cosa mientras recorrían la ciudad. Para él las calles eran verdaderas sorpresas. Ella en cambio estaba acostumbrada a la forma que había adoptado la ciudad y de hecho había tenido mucho que ver en algunos de esos cambios.
No hablaron del puente. Ella no lo mencionó.
Lo llevó hasta su casa. Él la invitó a pasar a tomar un café.
Fue una charla larguísima. Ella estaba sola de nuevo. Él estaba solo desde hacía mucho. Ambos sabían que el tiempo no estaba de su lado. No habría muchas más revanchas. Eran conscientes de que la vida les había dado muchas más oportunidades de ser felices que a la mayoría de las personas. Pero, como si fuera cosa de equilibrar, ellos las habían desperdiciado a todas.
Él no sabía muy bien qué iba a hacer con su vida, aunque seguramente se gastaría la poca plata que le quedaba en poner una pequeña empresa de turismo en la ciudad y si todo iba bien esa sería su última aventura.
Ella era una respetable señora que pensaba seriamente en cortarse el pelo como correspondía a una mujer de su edad. Él le pidió que no lo hiciera juntando las manos como en una plegaria. Ella le dijo que lo iba a tener que pedir de rodillas, porque era una decisión tomada. Él se arrodilló y sufrió horrores a la hora de levantarse. Ella lo notó y se rió mucho de la situación. Al final se besaron y resultó que en el encuentro de las bocas el tiempo crujió con un gemido de maquinaria vieja, pero se detuvo por unos instantes, para luego, despacio, iniciar un camino de reversa, recomponiendo el terreno de las caricias, hilvanando de nuevo las frases que se susurraban al oído, y aunque todo era más lento, la memoria de los cuerpos prevaleció.
Al amanecer el sol vino a devolverles la conciencia de sus propias edades. Ella comentó que el sol siempre había sido un gran boicoteador entre ellos dos. Él, que ya no podía correr diez kilómetros ni jugar completos los dos tiempos de un partido de fútbol, en cambio era capaz de leer perfectamente lo que había detrás de la frase de ella.
Y le dijo que sólo era cuestión de cerrar las persianas para que la casa volviera a estar a oscuras y que el sol se quedara con las ganas.
Ella sonrió y empezó con el ritual de buscar su ropa en el piso.
Mientras se terminaban de vestir, él invitó un desayuno, pero ella tenía que irse ya mismo. Iba a arreglar unas cosas en la ciudad, porque pronto partiría hacia Inglaterra. Ahora el hijo de ella trabajaba allá y le iba muy bien. Ella le daría una mano para consolidar su  propio estudio. 
Él escuchó esas palabras sin demostrar que cada sílaba le estaba doliendo más que la anterior. De hecho, no lo demostró en ningún momento. Ella igual lo supo cuando se besaron antes de despedirse. Sin que él tuviera que preguntarlo, le dijo que el viaje era por unos meses. Aventuró una fecha en la que debía estar de vuelta, aunque no estaba segura. Sería en el verano.
Cuando ella se hubo ido, él se quedó casi toda la mañana tirado en el sofá, mirando el desorden de la noche anterior, y pensando. Por primera vez en una despedida, aunque sólo fuera de un modo muy superficial, habían hablado del futuro. Sentía un vértigo extraño, como si estuviera a punto de tirarse de la punta de un rascacielos. Le llevó un rato entender lo que le pasaba y cuando lo hizo sintió muchísimo más vértigo todavía.
En cuestión de semanas la empresa fue tomando forma. Optimizó los recursos al máximo. Puso en venta todo lo que tenía a mano, pero cuando ya había un comprador interesado en la Gibson, se echó atrás. A veces en las tardes se sentaba en la vereda a tocar. Siempre había algunos chicos del barrio que se acercaban a observarlo con extrañeza, sin entender esos sonidos tan antiguos y raros.
Cuando ella por fin regresó, lo llamó para hacérselo saber. Pautaron un horario, pero no un lugar. Ambos sabían dónde sería.
Y así fue como, una tarde cualquiera, él llegó a estar parado en el puente, mirando el agua que pasaba allá abajo en un discurrir indiferente.
Ella llegó caminando sin apuro. Por fin habían aprendido a saborear cada momento. Se tomaron de las manos como una pareja de adolescentes. A simple vista podría decirse que se besaron con más ternura que pasión, pero ellos sabían muy bien que la pasión estaba más viva que nunca, solo que ahora había aprendido a hablar otros idiomas. Había mutado haciéndose más fuerte y más astuta. Hablaron de cualquier cosa durante un buen rato, pero el sol estaba cayendo demasiado rápido. Ella preguntó qué iba a pasar ahora que se hacía de noche. Y él se lo explicó.
Mientras tanto, bajo sus pies corría la serpiente de agua, reptando por la ciudad hasta perderse en la llanura. La serpiente que en cualquier momento iba a terminar de pasar. Entonces verían su cola disolviéndose en la distancia, allá donde el sol estaba cayendo.

Coincidieron en que iba a ser un gran espectáculo y sería muy lindo verlo juntos. 

22-05-17 Sigue buscando


Estas horas de la noche

Redundan de oscuridades
con legítimas verdades
quemando los corazones
décimas de camaleones
y octosílabos forzados
que de pobres y gastados
traslucen sus decadencias
El pobre que los encuentra
tiene que seguir buscando

Me volé de la foto


Uh! Me volé de la foto.
Justo ahí, donde querías que estuviera, ya no estoy.
Te decepciono a cada paso. No soy ese que esperabas.
Esta serie de aventuras se termina. No hay finales de epopeya ni hay misterios.
Todo eso es más o menos previsible. Y accesible.
No me digas que mañana va a cambiar.
Me borré de la página. Te regalo los renglones solitarios y la llaga casi imperceptible en el papel.
Ese lugar común del tipo silencioso que se va. Ese inmaculado aburrimiento del amor cuando no fue.

Después me comí el planetario, de modo que ahora tengo todo el pecho lleno de estrellas que se agitan.
Todo redundante de finales indeseados.
Pegué un salto similar a los de Hulk, destrocé el techo, reculé ante el huracán para encarar después más fuerte.
Me volé de la foto. Salté al cielo. Me empaché de sol y nubes, de las lluvias que se quedan sin caer en la estación de la sequía.
Decidirlo fue muy fácil porque no había otra opción: Yo también me quedé ahí donde jamás ibas a venir.

Un poco porque es lindo ver el mundo desde acá; Pero ante todo, porque ya no sé el camino de regreso.


15-04-17 Está loco

Está loco. Cuando todo indica que lo mejor es desconfiar de todo, él propone confiar sin tener ninguna evidencia.
Cuando lo más lógico sería dejar que el mundo haga lo que hace rato viene haciendo mejor, que es destruirse con sus propias armas, él quiere dar la vida por el mundo.
Sí, es innegable. Está loco, y basta verlo: Apuesta al perdedor con una sonrisa y no se deja desalentar cada vez que lo decepcionan, sino que sigue esperando.
En una tierra de números, estadísticas; un mundo impersonal donde una pared basta para que lo que pasa a menos de treinta centímetros de nosotros deje de ser cosa nuestra, él propone el amor. Pero no como un modo de encontrar satisfacción personal, sino que va más allá y propone amar al que nos daña, para que por fin el legado del odio tenga un fin
Sí; tiene que estar decididamente loco. Anda por ahí, pasando entre la gente sin que reparen en él, y no le importa que lo ignoren. Le alcanza con estar, y confía en que van a verlo en algún momento.
Se podría decir que vive en una realidad paralela, diametralmente distinta a la nuestra. 
Pero, de vez en cuando, alguien con el alma en carne viva, con el corazón hecho tiras por la vida, lo escucha susurrar; una voz entre tantas voces. Lo escucha y enseguida se enamora de sus palabras. Y decide hacerlas suyas. Y a esa altura ya no puede hacer otra cosa que cerrar el libro para empezar a vivir el libro.
Es ahí cuando las mismas palabras, tantas veces reducidas a la nada por los que pretenden sólo usarlas sin sentirlas de verdad, se vuelven fuego, vida, y desatan una furia transformadora de la que nadie vuelve siendo el mismo. Entonces la historia empieza otra vez: Sale de la tumba, se sienta en el trono, y es el rey que todos necesitamos. El único que tiene algo para decir entre tanto ruido vacío. Su locura cobra sentido.


La terrible tragedia


La terrible tragedia de las hormigas a las que alguien les acaba de patear su ciudadela de tierra ocurre a escasos diez metros del patio en el que una anciana llora Dios sabe qué ausencias mientras la tele llena el silencio con las noticias de una toma de rehenes que ocurre a poco más de cien kilómetros, en tanto que del otro lado del mar arrasan ciudades enteras con armas químicas, todo dentro de un planeta que en pocos años no tendrá suficiente agua ni comida para sus habitantes, gente que, sin importar donde esté, al mirar al cielo encuentra las mismas estrellas de la misma galaxia que ahora ven las hormigas mientras tratan de restaurar su hormiguero.

Que haya siempre


Que haya siempre una razón para ser fuertes
Y una fuente que nos dé algo más que agua
Que se vuelvan a encontrar los que se quieren
Que se pierdan para siempre los que matan

Que haya luz hasta en la noche más oscura
Que haya sol hasta en la más fría mañana
Que se vuelvan multitud los que nos curan
Que enmudezca de una vez quien nos engaña

Que el dolor no nos bloquee más los ojos
Y podamos ver que hay alguien que nos llama
Que encontremos el sentido del otoño
Cuando el cielo es pura nube desolada

Que las hojas vulneradas por el viento
se hagan tierra en la que nazcan otras plantas
Y nosotros, aprendiendo de su ejemplo
Ofrendemos nuestra vida sin valuarla

Que sepamos que hay amor y hay ilusiones
Que jamás vamos a ver si no arriesgamos
Porque el aire vuelve lleno de canciones
Y nos arde el corazón si las cantamos

Y ya es hora de que se abran las ventanas
Para que entre el aire fresco que pedimos
Para que arda el fuego vivo que anhelamos
Ese gran generador de nuevas ganas
Esa furia que despierta los sentidos

Esa prueba de que Dios nos sigue amando

El amor se tiene que abrir camino

El amor se tiene que abrir camino. Y tiene que ser ahora.
Tiene que ser cuanto antes. Es urgente. Hablo de algo que no puede esperar.
Suenan las alarmas en todos los rincones. Si nadie puede escucharlas es otra prueba de lo mucho que nos hace falta que el amor salga de las sombras, ahí donde lo dejamos.
El amor tiene que encontrar cuanto antes una vía húmeda en los escombros para hacer crecer sus raíces.
Es imprescindible que sea ahora, con tanta boca maldiciéndose a sí misma y escupiendo al cielo. Es tan necesario como una bocanada de aire en una atmósfera viciada.
Ahora, que estamos cada vez más lejos. Con millones de kilómetros de fibra óptica destinados a comunicar nuestras diferencias. Con toneladas de chatarra espacial orbitando alrededor del planeta en la ilusión de que así estamos más cerca, pero no.
"Es imprescindible", declaran esas lágrimas silenciosas. "Es urgente", dice a gritos el vacío que te espera al final de la jornada.
El amor tiene que aparecer desde algún lugar, romper el silencio, escupirnos en la cara su verdad que aplasta el odio.
Ahora que tantos falsos profetas saben exactamente lo que necesitamos.
Ahora que el pasado y el presente se parecen tanto en eso de estar en nuestra contra. En este entrevero de telarañas y polvo. Cuando nos asomamos al abismo y sentimos el tiron irresistible de las ganas de saltar.
Ahora. Ya mismo.
Qué podemos esperar para que esto cambie, si no hay dónde volver y si hay algo mejor sólo puede estar adelante.
Se tiene que desatar un terremoto, y después la evolución imparable de músculos y arterias que recubren los huesos secos, creciendo como plantas sobre las osamentas del pasado. Recreando torrentes sanguíneos, carne, grasa, piel, ojos, y pelo, hasta recibir el aliento que da vida.
Tiene que haber una voz que, de tan dulce, haga callar a los que gritan con furia frases incoherentes. Tiene que ser una caricia que calme a los que debaten en la tele y a los que escupen su veneno en las redes sociales. Algo que pueda curar a los enfermos de odio. A los que, de tanto odio que tienen adentro, se les escapa el ácido por los ojos cuando miran.
Este es el momento en el que el amor se tiene que abrir camino.
Confiemos; y abramos las puertas, las ventanas. Si es necesario, hagamos agujeros en las paredes para que pueda entrar como sea, porque lo necesitamos más de lo que él nos necesita.
El amor siempre encuentra la manera de volver. Tal vez nosotros encontremos la manera de hacerle de nuevo un lugar.