En algún momento estás de nuevo parado en el puente mirando
el agua que pasa indiferente. Y sabés que todas las veces fueron la
misma vez, aunque ahora todo lo que ayer parecía
infinito ya no lo sea.
Como si eso que avanza allá abajo fuera una serpiente
hecha de agua. Larga, pero no infinita. Como si en cualquier momento el río
estuviera por mostrar su cola. El cauce se volverá cada vez más estrecho para
terminar en una punta que después se irá bailoteando entre las piedras para
perderse más adelante, dejándote un lecho reseco y gris. Es el momento en el
que decidís; y lo hacés teniendo en cuenta tantas cosas que el vértigo es
inmenso, pero más allá de todo lo que se agita en tu mente, hay algunos recuerdos que prevalecen escapando a la tormenta sin que los toque la furia.
La primera vez fue en el pueblo, a poco más de cien
kilómetros de la Capital Federal. En una habitación en la que sonaba “Lago en
el cielo”, de Ceratti, y rodeados de humo de cigarrillos. A decir verdad,
para ella no era la primera vez. Para él, fue algo así. La había amado con una
profundidad loca y despojada que sólo se puede alcanzar a los 17 años. A esa
edad un hombre todavía puede ser héroe, aunque su sueño más épico sea tocar
pacíficamente la guitarra. A esa edad uno puede mirar unos ojos y sentir que en
ellos se oculta la totalidad del universo, la totalidad del tiempo.
Y a esa edad el futuro es pura conjetura. Algo muy lejano y casi fantástico, como la próxima inundación del río, que se desbordaba cada tres o cuatro años y sumergía media ciudad.
Ella se fue a Capital al año siguiente. El amor se disolvió
kilómetro a kilómetro y semana a semana. A veces él iba a visitarla y se
encontraban en la plaza del congreso al lado de la estatua del pensador. La
serpiente hecha de agua reptaba por Avenida de mayo, metiéndose entre los
autos, brillando al sol, y ellos eran momentáneamente felices. Pero la
distancia iba creciendo y al final ninguno de los dos supo el momento exacto en
el que ya no eran nada el uno del otro.
Los peores finales son los que no se escribieron. Debería
ser una ley de la naturaleza que a cada historia le corresponda un final.
Aunque sea un final barato, de utilería; o uno pretencioso de culebrón, con un
amante corriendo bajo la lluvia y una chica decidiendo su futuro en el altar.
Un final cualquiera, pero un final.
Ella tenía veintitrés cuando se casó. Él se enteró una
navidad, al volver al pueblo. Por ese entonces trabajaba en Misiones, como guía turístico. Había
dejado momentáneamente su sueño de ser músico; sólo de vez en cuando se animaba
a tocar la guitarra con un grupo de amigos, en las ocasiones en las que volvía
a la ciudad. Esa vez estaban en un pub del centro. Él se distrajo
mirando unas chicas en la barra y resultó que la morocha de vestidito azul era
ella. Se había cortado el pelo a la moda y tal vez estaba un poco más delgada.
Uno de sus amigos también la reconoció y otro informó que ella al final había
logrado ser arquitecta, y que se había casado con un colega ese año. Él apuró
lo que quedaba en el vaso y no dijo nada. Todos alrededor de esa mesa
recordaban el noviazgo. Hubo alguna broma de hombres sobre aquella noche en el
fogón de la primavera en la que él y ella habían desaparecido por unas horas. Más
risas. Luego, todo el grupo subió a un escenario improvisado para tocar unas
canciones de Ceratti. En “Lago en el cielo” él pensaba buscarla en el público y
tal vez insinuarle una dedicatoria, pero ya no estaba y no volvería a verla ese
verano.
La noche se los llevó por diferentes carriles. Una noche que duró ocho
años.
Él conoció a alguien pero la historia no funcionó y de ahí
en adelante fue pasando de unos brazos a otros sin encontrar exactamente lo que
buscaba. También cambió varias veces de trabajo y formó unas cuantas bandas
tributo a razón de una por verano, cada vez que volvía a su ciudad. Los
trabajos eran cada vez mejores; las bandas tributo eran siempre más o menos
iguales.
Ella y su marido obtuvieron varios proyectos importantes y
se fueron a vivir a una casa enorme en Palermo.
Él, para ese entonces, había vuelto al pueblo por un tiempo
pero después se fue a Capital, siempre detrás de mejores trabajos. Una noche de
domingo se encontraron por casualidad. Él estaba saliendo con una estudiante de
derecho. Se veían poco, pero la pasaban bien. Estaban en un bar donde tocaba
ese tipo que canta igual que Joaquin Sabina, porque a la estudiante de derecho
le gustaba mucho Sabina. En algún momento él se levantó para ir al baño y
cuando volvía la vio llegar.
Sola.
Se acercó a saludarla. En el primer instante
ella pareció incómoda. Pero luego lo invitó a sentarse mientras esperaba a una amiga
que iba a caer de un momento a otro. Él se negó, mirando de reojo al lugar en
el que su novia hacía palmas con el tema ese de los 19 días-y-no-sé-cuántas-noches.
De acuerdo; había algo de tiempo, aunque no tanto como para sentarse. Le hizo las preguntas de
rigor. Ella estaba muy bien. Tenía un hijo. Tenía proyectos geniales. Viajaba
mucho. Había estado en el Coliseo el mes pasado. ¿Él no había visto las fotos?
Ah, no la tenía en Facebook. Prometió agregarla y se dijo para sus adentros que
obviamente no lo haría. Bueno, nada, me alegro de que estés bien. Y en los ojos
de ella hubo un segundo en el que el paisaje del bar se puso borroso para luego
reaparecer. Él le dio un beso en la mejilla y se fue justo en el momento en el
que llegaba la amiga a la que ella esperaba.
Esa noche él se peleó con la fanática de Sabina. Y a la
noche siguiente recibió la solicitud de amistad. La agregó sin dudar. Y poco
después estaban chateando. Ella se iba a Oslo en pocos días. Él conocía menos
mundo, a pesar de su profesión, y había muchas cosas de las que hablar, pero siempre
terminaban hablando de los dos, aunque trataban de evitar el pasado y a decir
verdad no les costaba evitarlo, porque los días de estudiantes se les antojaban
lejanos, raros, algo que le había pasado a otro.
Ella ganaba muy bien. Tenía una carrera que envidiaría
cualquier profesional de su edad. El hijo era un pequeño genio que leía a Mark
Twain a los cuatro añitos. Habían tenido un perro, pero se murió. Seguían una
serie sobre un tipo con cáncer que se convertía en fabricante de anfetaminas y, según ella, sería un gran éxito cuando la gente la descubriera. Los domingos se aburría bastante. Había intentado sin éxito hacerse vegetariana. Y su marido la engañaba desde hacía más de
diez meses, pero ella no había tenido tiempo de echarlo de la casa. Estaba
buscando la manera de hacerlo pero no sabía cómo.
El placer de charlar se fue convirtiendo gradualmente en la desgarradora necesidad de verse, de tocarse.
Dos días antes de que emprendiera su viaje a Oslo, se encontraron en la casa
que ella misma había diseñado para compartirla con alguien que en ese momento
estaría en quién sabe dónde, con quién, y no importaba. El chico había ido a quedarse en la casa
de su abuela y la noche era de ambos. Pensaban cenar, pero al final nunca
ocurrió. En algún momento ella le sirvió una copa de vino y lo dejó eligiendo
música. Cuando volvió, sonaba Lago en el cielo y el tiempo se puso a correr en
reversa. El río cruzó entre ellos, retorciéndose entre las sábanas, desbocado,
desesperado, febril, luego manso, y más furioso aún. Al amanecer todavía
estaban juntos, desayunando en la cama y mirando unos dibujos de los que hacía ella. Ella,que ahora tenía puesta la camisa de él, que le quedaba enorme. Él la
acariciaba a través de esa tela suave mientras ella, fingiendo indiferencia, le
explicaba el proyecto de un puente ubicado en una provincia que en ese momento
y a esa hora parecía remota, como salida de los mapas de la Tierra Media en un
ejemplar de El Señor de los Anillos. Ella creía que los puentes eran la mayor y
más bella de las creaciones del hombre, y aunque había proyectado varios, soñaba
con construir ese puente en particular.
Cuando finalmente ella le devolvió la camisa, se
despidieron dos o tres veces. Se besaron como novios. En el último abrazo, ella
le acarició el cabello, que empezaba a ralear, y observó que él tenía algunas
canas. Ella también las tenía desde mucho antes, pero sabía ocultarlas. Habían
pasado los treinta y sus cuerpos habían cambiado levemente, pero ella seguía
siendo igual de linda. Se besaron de nuevo antes de que él saliera. Desearon
volver a verse en un rato y sabían que no se volverían a ver más por mucho
tiempo.
Esta vez el río corrió durante diez años. A veces en los
veranos, de regreso al pueblo él se enteraba alguna cosa de ella, siempre por
terceros, pero ahora estaba casado. Con una amiga de la chica que amaba a
Sabina. Ambas habían llegado a ser abogadas, pero a esta le gustaba Coldplay y
esas bandas que él no terminaba de entender. Era una buena mujer, y varias
veces pensaron en tener un hijo. Después ella perdió un embarazo, y sin que se
hubieran puesto de acuerdo, dejaron de intentarlo. Poco tiempo después eran
cada vez mejores amigos y peor pareja.
En un invierno se separaron, y él decidió volver a su
ciudad para pensar. Sus padres habían muerto hacía mucho. De los amigos que
tocaban con él no había ni rastros en esa época del año. De tanto volver sólo en los veranos, había olvidado por
completo lo triste que se ve el pueblo cuando las plantas de las calles del
centro se quedan sin hojas, y mucho más cuando uno trae consigo la tristeza.
El pueblo era el mismo y la gente hablaba de las mismas
cosas. El sector que se inundaba había sufrido mucho este año. La gente se
preguntaba hasta cuándo, y las autoridades insistían con la explicación de
siempre: No había plata para hacer las obras que hacían falta. Nada nuevo.
Una tarde salió a caminar. En una esquina, un muchacho le
dio un volante. Le explicó que era sobre un concierto que daría esa noche con
su banda. Entonces lo vio a los ojos y en ellos reconoció al instante aquella misma mirada contenedora de universos.
En la noche fue al concierto. Ella estaba
sola, en una mesa casi en sombras. Le costó encontrarla, pero sabía que iba a
estar. Tal como había imaginado, el chico era el hijo de ella. Brillaba en el escenario. Era un increíble
vocalista, aunque cantaba cosas que no se entendían.
Cosas que no se entendían. Tras pensarlo, él supo que había
envejecido. Y sintió pena de ya no poder hacer las cosas realmente importantes.
No cosas como jugar al fútbol, tener sexo o correr maratones, esa clase de proezas que
todavía podía encarar si se esforzaba, sino cosas mucho más esenciales, como
entender de qué hablaban los jóvenes en sus canciones.
Ella tampoco parecía entender mucho, pero se le notaba el
orgullo de madre en cada aplauso al final de los temas. Iba vestida con ropa
oscura, tal vez ocultando algunos kilos demás, pero no eran tantos como para
que se percibieran a simple vista. Él se acercó a su mesa y ella, al verlo,
sonrió y le señaló una silla vacía a su lado. Así de simple. De golpe muchas de
las complejidades de otros tiempos se iban diluyendo y en cuestión de
instantes, hablaban como podían, a los gritos, y reían sin saber muy bien de qué.
Esa noche ella fue a la casa de él. En la misma habitación
de la lejana primera vez volvieron a escuchar a Ceratti; se rieron mucho de
ellos mismos, de las torpezas de aquella noche y de las de ahora. Poco antes
del amanecer el frío era terrible afuera. Ella, con la camisa de él otra vez,
se asomó a la ventana y por un instante se quedó mirando la oscuridad que se
iba disolviendo en el jardín. Él, desde la cama, vio que lloraba, pero no le
preguntó nada.
Un rato más tarde, cuando se despedían, estuvo por
preguntarle si iban a pasar diez años más hasta que volvieran a encontrarse,
pero no lo hizo.
Ella volvió a salir de su vida como había entrado, en
cuestión de segundos, y no volvieron a verse esa temporada.
Al siguiente año él se fue a España, donde le fue
pésimamente mal en todos los aspectos. A la vuelta, mientras esperaba en el
aeropuerto el avión que lo traería de regreso, creyó escuchar la voz de ella
sobresaliendo en el enredo de palabras e idiomas que se desplazaban a su lado. Sólo
un instante, y eso le alcanzó para recordar la mirada de lluvia en los ojos de
ella a través del cristal. Ese silencio que tenía gusto a pregunta. Esas cosas
que andamos preguntándoles a todas las personas que amamos y que casi ninguna
puede respondernos, porque somos mensajes en botellas lanzadas a un océano de
gente que no sabe leer. Pero somos mensajes. Sin hablar, sin escribir, sin
mover un sólo músculo, igual estamos diciendo. Y hay silencios que expresan
tanto que no alcanzaría la vida para traducirlos en palabras. Sólo faltan oídos
abiertos, corazones de puertas arrancadas... Recolectores
de significantes. Almas a las que una variación en la densidad del aire o la
salinidad de una mirada no les resulten indiferentes. Somos el mensaje que alguien
está esperando recibir. Pero esas cosas se van entendiendo con los años y casi
siempre cuando el tiempo ya empezó a escasear. Él ya sabía que eso estaba
pasando. Quizás lo notaba cada vez que se miraba al espejo y veía que el
cabello que le quedaba era un poco menos con cada pasada del peine, pero se le
hacía terriblemente más notorio cuando se daba cuenta de que año a año le
costaba más enamorarse.
Volvió a su ciudad. La base. El lugar al que regresa el
piloto con el avión averiado, a ver si logra aterrizar y salvar su vida. Para
ir de Capital hasta el pueblo eligió el tren. No tenía apuro. Era una noche de
verano. En la ciudad que marcaba justo la mitad del trayecto, cuando la
formación se quedó cerca de media hora detenida sin que nadie se molestara en
explicarles el por qué a los pasajeros, sólo él estaba calmo. No le importaba
llegar a las diez de la noche o las diez de la mañana siguiente. Sólo fantaseaba con la idea de encontrársela a ella. Tiempo atrás
hubiera temido el encuentro al pensar en lo mucho que había cambiado todo. Él
ya no era un tipo exitoso y tal vez ni siquiera conservara el talento musical.
De hecho ya no sentía ganas de tocar, salvo en contadas ocasiones. Venía en el
avión averiado, seguido por un rastro de humo negro, pero ya no tenía
vergüenza. Ya había entendido que uno es, entre otras tantas cosas, la suma de
todos los planes que fallaron.
Cuando el tren finalmente arrancó y llegó a destino, era
medianoche. La ciudad estaba dormida. Sentir sus propios pasos caminando por la
diagonal que llevaba al centro fue demasiado. Sintió ganas de llorar. Por todo
lo que ya no sería. Por los muertos, pero principalmente por él y por los demás
vivos, todos tratando de agarrar la cola de la serpiente de agua que se escapa.
No lloró, pero sintió las ganas.
Y también tuvo ganas de haber tenido un hijo, de tener
alguien que viniera a recibirlo a la estación, que le preguntara si el bolso
era pesado, aunque no lo fuera, y que le dijera que Ceratti es para viejos y le
tirara en la cara los nombres de los grupos de ahora.
Entró a la casa pateando las cartas que durante todo ese
tiempo le habían pasado por debajo de la puerta, y cortando con la cara el aire
denso y húmedo. Todo estaba igual que como lo había dejado. Un perro ladraba a
lo lejos. Los grillos cantaban en el patio de atrás. Una luciérnaga entró con
él a la casa y se pusieron juntos a inspeccionar las habitaciones.
En el dormitorio se dejó caer en la cama y se quedó dormido
inmediatamente.
Cuando el sol salía ya estaba despierto.
Entre las cartas que la noche anterior había pateado, había
una que era de ella. Raro. Ella no escribía cartas, por lo general. Y menos a
él. Al abrir el sobre encontró una tarjeta con el membrete de la
Municipalidad. Era la invitación para el acto de inauguración de una obra vial
que ella había proyectado en la ciudad, al parecer. Pero no importaba. Había
sido muchos meses atrás, en el verano anterior. Ella habría apostado a que él
estaría pasando el verano en el pueblo, tirado al sol durante el día y tocando
covers en algún boliche por las noches, pero no había sido así.
Pasó esa jornada limpiando la casa y en la mañana del día
siguiente salió a caminar por la ciudad.
El lugar había cambiado tanto que ya no parecía el mismo.
Sólo algunas esquinas permanecían intactas tal como las recordaba. Todo lo demás se veía
manchado de modernidad y tecnología.
Hasta que llegó al arroyo.
Esa especie de zanja que atravesaba la historia de la
ciudad tal como atravesaba la ciudad misma, ahora también había cambiado. Ahora
era casi un río. Lo habían ensanchado de manera tal que la otra orilla quedaba
a casi cien metros y antes de llegar al agua había una pequeña costanera en la
que algunos chicos jugaban. Era una estación seca y el agua era poca, pero era
obvio que aunque viniera una crecida muy grande la ciudad ya no se inundaría.
Pensó en averiguar quién era el intendente ahora y
felicitarlo por la obra. Se acercó a un hombre que pescaba en el arroyo. Sí; porque por increíble que pudiera parecer, había peces en lo que había sido un zanjón
sucio.
Y así, el pescador fue el primero en hablarle de ella después de tanto
tiempo. Se enteró de que ella había regalado a su ciudad natal aquél
proyecto y, según se rumoreaba, también había aportado silenciosamente una
parte importante de los recursos para llevarlo a cabo. Tal vez todos los
recursos, pero eso tenía que ser una exageración. El pescador le recomendó que
siguiera dos cuadras por la costa para conocer el puente.
No fue necesario que le dijera más. Empezó a sospechar lo
que iba a ver, y se apuró a comprobarlo. El puente unía las dos partes de la
ciudad y aunque él se había ido mucho antes de que se pusiera la primera piedra
para construirlo, ya lo conocía. Tal vez fuera mucho más pequeño que el que
había visto dibujado por ella, pero en todo lo demás era exactamente igual.
Casi pudo sentir de nuevo el perfume del pelo de ella cuando, tantos
años atrás, le había explicado las características del puente mientras él, sin
escucharla demasiado, se dedicaba a besarle el cuello y acariciarla.
No pudo resistir la tentación de caminar por el puente.
Era obvio que ahí se encontrarían, en ese puente, ante esa
vista del agua pasando y yéndose, con el murmullo lejano de la ciudad.
Pero no
pasó esa vez.
Él volvió a su casa y buscó el número de ella para llamarla
y felicitarla por la obra, pero no lo encontró en su agenda.
Transcurrió alrededor de una semana.
Lo sorprendió el teléfono poco antes de la
medianoche. Era uno de sus viejos amigos que solía cantar en las bandas tributo
de antaño. Estaba en la ciudad y lo habían invitado a tocar en un pub de las
afueras. Faltaba un guitarrista.
Respondió que iría, pero tras colgar se preguntó si había
hecho lo correcto. A decir verdad, estaba casi convencido de que no podría
tocar. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo en público, y apenas si había rasgueado
algunos temas de vez en cuando en los últimos años. Pero había dicho que iría, por lo que al final se colgó al hombro la Gibson usada que había comprado en España
cuando ya sabía que iba a tener que volverse, y salió a la calle.
Ir caminando hasta la dirección que le habían indicado fue
restaurador. El aire fresco le llenaba el pecho y empezó a sentir que esa
ciudad ajena, que lo había recibido con cartas viejas e invitaciones a eventos
que ya habían pasado, ahora estaba un poco más cerca de pertenecerle otra vez.
El lugar resultó ser un bar triste, lleno de tipos de su
edad, con muy pocas mujeres. Había cerveza; y rock de la vieja escuela. El
amigo que lo había convocado se veía tan desgastado por el tiempo como él, pero
ninguno de los dos hizo comentarios al respecto. Cuando les tocó subir al
escenario, junto a un baterista que conocieron esa noche pero que aseguró estar
a la altura de un repertorio de canciones del siglo pasado, el público estaba
lejos de prestar atención, lo que fue bastante tranquilizador, porque todos
cometieron más de un error, equivocaron la letra en varias ocasiones, y
terminaron divirtiéndose mucho a costa de sí mismos. Asique eso es ponerse
viejo.
Ella estaba en el público.
La acompañaban dos mujeres más, como de su edad. Estaban
festejando algo, según parecía. En más de una ocasión las miradas se cruzaron y
él pifió con la guitarra en cada uno de esos momentos.
No tocaron Lago en el cielo, ni ninguna de Ceratti. Nadie
lo pidió. Nadie pidió bises. La noche se fue desgranando de a poquito y al
final sólo quedaban unos pocos parroquianos cuando decidieron dar por terminado
el show.
Mientras guardaba su guitarra recién estrenada se dijo que
no volvería a tocar. Si la decadencia lo venía a buscar, iba a encontrarse con
la puerta cerrada. No se la pensaba hacer fácil.
Iba caminando solo de regreso cuando un auto paró a su
lado. Era ella. No hizo falta que lo invitara a subir. Charlaron de cualquier
cosa mientras recorrían la ciudad. Para él las calles eran verdaderas
sorpresas. Ella en cambio estaba acostumbrada a la forma que había adoptado la
ciudad y de hecho había tenido mucho que ver en algunos de esos cambios.
No hablaron del puente. Ella no lo mencionó.
Lo llevó hasta su casa. Él la invitó a pasar a tomar un
café.
Fue una charla larguísima. Ella estaba sola de nuevo. Él
estaba solo desde hacía mucho. Ambos sabían que el tiempo no estaba de su lado.
No habría muchas más revanchas. Eran conscientes de que la vida les había dado
muchas más oportunidades de ser felices que a la mayoría de las personas. Pero,
como si fuera cosa de equilibrar, ellos las habían desperdiciado a todas.
Él no sabía muy bien qué iba a hacer con su vida, aunque
seguramente se gastaría la poca plata que le quedaba en poner una pequeña
empresa de turismo en la ciudad y si todo iba bien esa sería su última
aventura.
Ella era una respetable señora que pensaba seriamente en
cortarse el pelo como correspondía a una mujer de su edad. Él le pidió que no
lo hiciera juntando las manos como en una plegaria. Ella le dijo que lo iba a
tener que pedir de rodillas, porque era una decisión tomada. Él se arrodilló y
sufrió horrores a la hora de levantarse. Ella lo notó y se rió mucho de la
situación. Al final se besaron y resultó que en el encuentro de las bocas el
tiempo crujió con un gemido de maquinaria vieja, pero se detuvo por unos
instantes, para luego, despacio, iniciar un camino de reversa, recomponiendo el
terreno de las caricias, hilvanando de nuevo las frases que se susurraban al
oído, y aunque todo era más lento, la memoria de los cuerpos prevaleció.
Al amanecer el sol vino a devolverles la conciencia de sus
propias edades. Ella comentó que el sol siempre había sido un gran boicoteador
entre ellos dos. Él, que ya no podía correr diez kilómetros ni jugar completos
los dos tiempos de un partido de fútbol, en cambio era capaz de leer perfectamente
lo que había detrás de la frase de ella.
Y le dijo que sólo era cuestión de cerrar las persianas
para que la casa volviera a estar a oscuras y que el sol se quedara con las
ganas.
Ella sonrió y empezó con el ritual de buscar su ropa en el
piso.
Mientras se terminaban de vestir, él invitó un desayuno,
pero ella tenía que irse ya mismo. Iba a arreglar unas cosas en la ciudad, porque pronto partiría hacia Inglaterra. Ahora el hijo de ella trabajaba allá y le iba
muy bien. Ella le daría una mano para consolidar su propio estudio.
Él escuchó esas palabras sin
demostrar que cada sílaba le estaba doliendo más que la anterior. De hecho, no
lo demostró en ningún momento. Ella igual lo supo cuando se besaron antes de
despedirse. Sin que él tuviera que preguntarlo, le dijo que el viaje era por unos
meses. Aventuró una fecha en la que debía estar de vuelta, aunque no estaba
segura. Sería en el verano.
Cuando ella se hubo ido, él se quedó casi toda la mañana
tirado en el sofá, mirando el desorden de la noche anterior, y pensando. Por
primera vez en una despedida, aunque sólo fuera de un modo muy superficial,
habían hablado del futuro. Sentía un vértigo extraño, como si estuviera a punto
de tirarse de la punta de un rascacielos. Le llevó un rato entender lo que le
pasaba y cuando lo hizo sintió muchísimo más vértigo todavía.
En cuestión de semanas la empresa fue tomando forma.
Optimizó los recursos al máximo. Puso en venta todo lo que tenía a mano, pero cuando
ya había un comprador interesado en la Gibson, se echó atrás. A veces en las
tardes se sentaba en la vereda a tocar. Siempre había algunos chicos del barrio
que se acercaban a observarlo con extrañeza, sin entender esos sonidos tan
antiguos y raros.
Cuando ella por fin regresó, lo llamó para hacérselo saber. Pautaron
un horario, pero no un lugar. Ambos sabían dónde sería.
Y así fue como, una tarde cualquiera, él llegó a estar
parado en el puente, mirando el agua que pasaba allá abajo en un discurrir indiferente.
Ella llegó caminando sin apuro. Por fin habían aprendido a
saborear cada momento. Se tomaron de las manos como una pareja de adolescentes.
A simple vista podría decirse que se besaron con más ternura que pasión, pero
ellos sabían muy bien que la pasión estaba más viva que nunca, solo que ahora
había aprendido a hablar otros idiomas. Había mutado haciéndose más fuerte y
más astuta. Hablaron de cualquier cosa durante un buen rato, pero el sol estaba
cayendo demasiado rápido. Ella preguntó qué iba a pasar ahora que se hacía de noche. Y él se
lo explicó.
Mientras tanto, bajo sus pies corría la serpiente de agua, reptando
por la ciudad hasta perderse en la llanura. La serpiente que en cualquier momento
iba a terminar de pasar. Entonces verían su cola disolviéndose en la distancia,
allá donde el sol estaba cayendo.
Coincidieron en que iba a ser un gran espectáculo y sería
muy lindo verlo juntos.