22-05-17 Sigue buscando


Estas horas de la noche

Redundan de oscuridades
con legítimas verdades
quemando los corazones
décimas de camaleones
y octosílabos forzados
que de pobres y gastados
traslucen sus decadencias
El pobre que los encuentra
tiene que seguir buscando

Me volé de la foto


Uh! Me volé de la foto.
Justo ahí, donde querías que estuviera, ya no estoy.
Te decepciono a cada paso. No soy ese que esperabas.
Esta serie de aventuras se termina. No hay finales de epopeya ni hay misterios.
Todo eso es más o menos previsible. Y accesible.
No me digas que mañana va a cambiar.
Me borré de la página. Te regalo los renglones solitarios y la llaga casi imperceptible en el papel.
Ese lugar común del tipo silencioso que se va. Ese inmaculado aburrimiento del amor cuando no fue.

Después me comí el planetario, de modo que ahora tengo todo el pecho lleno de estrellas que se agitan.
Todo redundante de finales indeseados.
Pegué un salto similar a los de Hulk, destrocé el techo, reculé ante el huracán para encarar después más fuerte.
Me volé de la foto. Salté al cielo. Me empaché de sol y nubes, de las lluvias que se quedan sin caer en la estación de la sequía.
Decidirlo fue muy fácil porque no había otra opción: Yo también me quedé ahí donde jamás ibas a venir.

Un poco porque es lindo ver el mundo desde acá; Pero ante todo, porque ya no sé el camino de regreso.


15-04-17 Está loco

Está loco. Cuando todo indica que lo mejor es desconfiar de todo, él propone confiar sin tener ninguna evidencia.
Cuando lo más lógico sería dejar que el mundo haga lo que hace rato viene haciendo mejor, que es destruirse con sus propias armas, él quiere dar la vida por el mundo.
Sí, es innegable. Está loco, y basta verlo: Apuesta al perdedor con una sonrisa y no se deja desalentar cada vez que lo decepcionan, sino que sigue esperando.
En una tierra de números, estadísticas; un mundo impersonal donde una pared basta para que lo que pasa a menos de treinta centímetros de nosotros deje de ser cosa nuestra, él propone el amor. Pero no como un modo de encontrar satisfacción personal, sino que va más allá y propone amar al que nos daña, para que por fin el legado del odio tenga un fin
Sí; tiene que estar decididamente loco. Anda por ahí, pasando entre la gente sin que reparen en él, y no le importa que lo ignoren. Le alcanza con estar, y confía en que van a verlo en algún momento.
Se podría decir que vive en una realidad paralela, diametralmente distinta a la nuestra. 
Pero, de vez en cuando, alguien con el alma en carne viva, con el corazón hecho tiras por la vida, lo escucha susurrar; una voz entre tantas voces. Lo escucha y enseguida se enamora de sus palabras. Y decide hacerlas suyas. Y a esa altura ya no puede hacer otra cosa que cerrar el libro para empezar a vivir el libro.
Es ahí cuando las mismas palabras, tantas veces reducidas a la nada por los que pretenden sólo usarlas sin sentirlas de verdad, se vuelven fuego, vida, y desatan una furia transformadora de la que nadie vuelve siendo el mismo. Entonces la historia empieza otra vez: Sale de la tumba, se sienta en el trono, y es el rey que todos necesitamos. El único que tiene algo para decir entre tanto ruido vacío. Su locura cobra sentido.


La terrible tragedia


La terrible tragedia de las hormigas a las que alguien les acaba de patear su ciudadela de tierra ocurre a escasos diez metros del patio en el que una anciana llora Dios sabe qué ausencias mientras la tele llena el silencio con las noticias de una toma de rehenes que ocurre a poco más de cien kilómetros, en tanto que del otro lado del mar arrasan ciudades enteras con armas químicas, todo dentro de un planeta que en pocos años no tendrá suficiente agua ni comida para sus habitantes, gente que, sin importar donde esté, al mirar al cielo encuentra las mismas estrellas de la misma galaxia que ahora ven las hormigas mientras tratan de restaurar su hormiguero.

Que haya siempre


Que haya siempre una razón para ser fuertes
Y una fuente que nos dé algo más que agua
Que se vuelvan a encontrar los que se quieren
Que se pierdan para siempre los que matan

Que haya luz hasta en la noche más oscura
Que haya sol hasta en la más fría mañana
Que se vuelvan multitud los que nos curan
Que enmudezca de una vez quien nos engaña

Que el dolor no nos bloquee más los ojos
Y podamos ver que hay alguien que nos llama
Que encontremos el sentido del otoño
Cuando el cielo es pura nube desolada

Que las hojas vulneradas por el viento
se hagan tierra en la que nazcan otras plantas
Y nosotros, aprendiendo de su ejemplo
Ofrendemos nuestra vida sin valuarla

Que sepamos que hay amor y hay ilusiones
Que jamás vamos a ver si no arriesgamos
Porque el aire vuelve lleno de canciones
Y nos arde el corazón si las cantamos

Y ya es hora de que se abran las ventanas
Para que entre el aire fresco que pedimos
Para que arda el fuego vivo que anhelamos
Ese gran generador de nuevas ganas
Esa furia que despierta los sentidos

Esa prueba de que Dios nos sigue amando

El amor se tiene que abrir camino

El amor se tiene que abrir camino. Y tiene que ser ahora.
Tiene que ser cuanto antes. Es urgente. Hablo de algo que no puede esperar.
Suenan las alarmas en todos los rincones. Si nadie puede escucharlas es otra prueba de lo mucho que nos hace falta que el amor salga de las sombras, ahí donde lo dejamos.
El amor tiene que encontrar cuanto antes una vía húmeda en los escombros para hacer crecer sus raíces.
Es imprescindible que sea ahora, con tanta boca maldiciéndose a sí misma y escupiendo al cielo. Es tan necesario como una bocanada de aire en una atmósfera viciada.
Ahora, que estamos cada vez más lejos. Con millones de kilómetros de fibra óptica destinados a comunicar nuestras diferencias. Con toneladas de chatarra espacial orbitando alrededor del planeta en la ilusión de que así estamos más cerca, pero no.
"Es imprescindible", declaran esas lágrimas silenciosas. "Es urgente", dice a gritos el vacío que te espera al final de la jornada.
El amor tiene que aparecer desde algún lugar, romper el silencio, escupirnos en la cara su verdad que aplasta el odio.
Ahora que tantos falsos profetas saben exactamente lo que necesitamos.
Ahora que el pasado y el presente se parecen tanto en eso de estar en nuestra contra. En este entrevero de telarañas y polvo. Cuando nos asomamos al abismo y sentimos el tiron irresistible de las ganas de saltar.
Ahora. Ya mismo.
Qué podemos esperar para que esto cambie, si no hay dónde volver y si hay algo mejor sólo puede estar adelante.
Se tiene que desatar un terremoto, y después la evolución imparable de músculos y arterias que recubren los huesos secos, creciendo como plantas sobre las osamentas del pasado. Recreando torrentes sanguíneos, carne, grasa, piel, ojos, y pelo, hasta recibir el aliento que da vida.
Tiene que haber una voz que, de tan dulce, haga callar a los que gritan con furia frases incoherentes. Tiene que ser una caricia que calme a los que debaten en la tele y a los que escupen su veneno en las redes sociales. Algo que pueda curar a los enfermos de odio. A los que, de tanto odio que tienen adentro, se les escapa el ácido por los ojos cuando miran.
Este es el momento en el que el amor se tiene que abrir camino.
Confiemos; y abramos las puertas, las ventanas. Si es necesario, hagamos agujeros en las paredes para que pueda entrar como sea, porque lo necesitamos más de lo que él nos necesita.
El amor siempre encuentra la manera de volver. Tal vez nosotros encontremos la manera de hacerle de nuevo un lugar.

Eliminando criaderos de dolor


Descacharrar. Ese término que se escucha tanto ahora con esto del dengue. Des-cacharrar, algo así como deshacerse de los cacharros. Y los chacharros -fijate que si lo decís varias veces seguidas empieza a sonar raro- vienen a ser como esos invitados molestos de los que te tenés que deshacer porque no suman nada bueno y por el contrario, te ensucian la casa, el terreno, y se conviertenen en criaderos de mosquitos o de vaya a saber qué otras alimañas. Porque cacharros hay en todos lados. En la casa del humilde vecino de las afueras y en el chalet de fin de semana de algún ricachón al que ni le conocemos la cara. Cacharros que alguna vez fueron otra cosa, pero ya no lo son. Porque ese tarro que ahora está ahí medio enterrado, con varios centímetros de agua negruzca en el fondo y un montón de larvas creciendo en él, antes fue otra cosa. Esa olla primero dio riquísimas comidas pero después en sus tiempos de vejez fue explulsada de la cocina y debió peregrinar al patio, donde sirvió como maceta, y más tarde, abollada y descolorida, casi irreconocible, terminó acá, entre el pasto, medio tumbada, y con un poquito de agua en la que se están amontonando los mosquitos. La superficie de esta mínima cantidad de agua está agitda porque, de a poquito, van emergiendo de ella los mosquitos jóvenes que nacen, se asoman a la vida y tras caminar sobre las aguas, dubitativos como un San Pedro en medio de la tormenta, se echan a volar y a cumplir con su destino de picar, extraer sangre, y tal vez contagiar el dengue. Todo saliendo de un chacharro que nadie en la familia recuerda que está ahí, aunque todos saben que está ahí. 

Y después están los otros cacharros, los del alma, que son los más difíciles. 
Ya se sabía que todo esto iba a terminar en ese lugar, porque todo va al alma. Todo, incluso los cacharros. Y andamos muchos por la vida arrastrando esos criaderos de mosquitos con nosotros. Sin poder olvidar algo que nos pasó; algo que nos hicieron, algo que nos quedó agarrado a las entrañas y por más que tironeamos, no quiere salir. Cacharros de formas y colores diversos. Cacharros que alguna vez nos hicieron felices pero hoy sólo nos enferman y si no los tiramos nos van a matar. Tiempo de descacharrarnos por dentro, que es lo más difícil, porque a un tanque de mil litros, si nos ponemos de acuerdo entre muchos, lo movemos, pero este dedal, esta tapita de botella, que está en el fondo del corazón de esa persona a la que la hirieron en su infancia... Es mucho más difícil de mover, y está en un lugar al que sólo Dios puede llegar. Y dejarnos alcanzar es lo único que nos puede salvar. Y nos cuesta dejar que alguien pase al terrenito del fondo, al rincón del patio al que nosotros nunca vamos, al lugar en el que las larvas se reproducen y se convierten en mosquitos, y nos enferman... Al final todo eso nos enferma. 
Sacar los cacharros del pasado que no fue, las esperanzas vanas, las maravillas que no fueron. Sacar a la calle esos restos de amarguras nunca lloradas. Las lágrimas que nos guardamos esa vez, y la otra, y después otra vez más, hasta que nos enfermaron. Las larvas en crecimiento del rencor, el odio. Lo que nos mató la fe. Hubo un momento en el que se te pudrió la fe. Ahí, entre tanto cacharro, la fe se pudrió y ahora es muy difícil recuperarla. Pero si no lo intentás, si no limpiás el terreno del fondo... Bueno; ya sabemos lo que pasa.
Por eso, animate: Ponete las zapatillas y los pantalones viejos, la remera esa que te reagalaron pero no te gusta ni un poquito, y a limpiar el fondo de casa.
Y seguro que cuando empecés a revolver, alguno de esos cacharros, la olla de la que hablamos antes, por ejemplo, te va a dar lástima tirarla. ¿Y si la vaciamos y la dejamos de nuevo donde estaba? ¿Qué mal puede hacer? Y ahí es donde no podés aflorjar. Tirala de una. Ni lo dudes. Limpiá todo, tirá todo. Cortá el pasto, eliminá los criaderos de tristezas. 
Y después, mucho después, en unos meses, o tal vez en unos años, cuando te animes y vuelvas, es posible que hasta veas que crecen flores ahí donde antes había puros cacharros viejos. 

SIMULTANEIDAD


Nada más verte sonriendo y se descarrilan varios trenes; tropiezan las viejitas que compran verduras en el super de los chinos; se dan por vencidos varios maratonistas en algún circuito impronunciable de Alemania; dan dos vueltas en el aire los suicidas que se tiran al vacío; los yanquis se deciden a invadir varios países tercermundistas; los políticos dicen dos o tres mentiras menos por segundo; palpita incontables veces mi corazón al ritmo de un blues rabioso; se disuelve a medias la niebla de una mañana de Agosto y en el congreso aprueban una o dos leyes.
Se desvanece lo que Jorge Luis llamaba "El horror de vivir en lo sucesivo..."
Nada más verte sonriendo y se destrozan los muros que separan a los buenos de los malos, a los blancos de los negros, a los lindos de los feos, a los enfermos de los sanos, a los locos de los cuerdos. Se convierte en agua el helado que sostiene una niña distraída; se incendia la cabeza de un fósforo justo antes de llegar a la punta de un cigarro; se hacen papilla los autos que una máquina tritura para hacer con el metal otros autos; se van desgastando de a poco las ideas al ritmo del olvido.
Sonreís y en ese mismo instante todos los relojes del mundo dicen TIC y luego TAC, pero más lento, de modo que con cada sonrisa tuya el universo cambia su ritmo sin que nadie se dé cuenta.
Nada más verte sonreír y mirarnos de reojo y todas las pruebas y exámenes entregados se corrigen solos, generando epidemias de calificaciones positivas que los más agrios profesores no pueden explicar; se inician incendios en las costas de África y las llamas se apagan al mismo tiempo. Caen innumerables meteoritos en un campo en las afueras de Suipacha. Se codifica y decodifica muchas veces sucesivas el genoma humano.
Tinelli mira a la cámara.
Macri y Cristina se toman un café juntos contando anécdotas y olvidándose de todo pero bien.
Clarín dice la verdad. Y C5N y todos los otros.
Los del Facebook descubren la diferencia entre "a ver" y "haber".
Me crece el pelo.
Y en al absurdo se hacen notorias varias verdades (aunque, como decía Gregory, "todos mienten")
Con tantas cosas ocurriendo al mismo tiempo -tanto ruido- no es raro que en ese momento de caos imperceptible se te escape el detalle de que tu sonrisa también alcanza para hacerme feliz por el resto del día.

14-05-16 Ciudadanía

De dónde somos?
Del lugar en el que nacimos? 
Del lugar en el que elegimos vivir? Del lugar en el que estamos ahora? Yo creo que somos del lugar en el que somos felices, o de ese sitio en el que lo fuimos. 
 Algunos somos parias, oriundos de un espacio que ya no existe, una esquina a la que volvemos en vano, porque la felicidad ya no está ahí.

ABRIENDO UN PAQUETE DE GALLETITAS

Tengo una teoría: Los paquetes de galletitas fueron creados por el mismísimo Lucifer, para jodernos la vida. 
Es en serio: Esos paquetes de forma cilíndrica en los que se apilan las masitas como si fueran los pisos de un rascacielos, son los peores, tanto que claramente fueron creados por el maligno. Y la obra cumbre del muy taimado fue la tirita roja, esa que te hace creer que, si sos lo suficientemente inteligente y hábil, podrás abrir el paquete prolijamente y el mundo te sonreirá y te darán un premio Nobel de astrofísica. Pero eso nunca ocurre. Tirás y el tirón arranca lentamente la tirita roja; la sentís raspar entre dos galletitas que están ahí apretadísimas como siempre y se ríen de tu imposibilidad de comértelas. Entonces encima te da hambre. Porque antes no tenías hambre, pero ahora que estás bregando con esa tirita que debería salir y no sale, te da hambre, más que nada de pura ansiedad.
Tirás de nuevo, ahora con mayor resolución, pero no pasa nada, porque el hilito rojo se ha ido despegando por el lado de adentro del paquete, ha dado toda la vuelta y no se desprenderá del todo. Tirás, ya con rabia y podés notar que corre escapándose entre tus dedos, decidido a quedarse donde estaba. Eso sí: te va dejando un poco de pegamento adherido a la yema de los dedos, con lo que sabés que cuando por fin el paquete logre abrirse, no vas poder tocar las masitas, por miedo a impregnarlas con esa goma que vaya Dios a saber con qué porquerías está hecha. Desechás las esperanzas de abrir el paquete sin las uñas. En algún lugar debería haber un cuchillo o una tijera, pero justo ahora no aparecen. Andás por toda la casa con el paquete en la mano, y la tirita roja, todavía adherida al paquete, como un latiguillo de juguete o una lengua burlona, se agita con los movimientos que hacés, cada vez más frenéticos. Porque a esta altura de las cosas empezaste a ponerte un poco nervioso y a preguntarte quién inventó esta porquería y -todavía más inquietante- quién quiere comer las estúpidas galletitas si el precio es este calvario en el que sólo vos te sentís engullido, aplastado, deglutido; sólo vos, porque las masitas, muertas de risa.
En eso descubrís que, sin pensarlo siquiera, como un reflejo instintivo, estás tratando de abrir el paquete con las uñas. Las uñas, sí; Con la millonésima de bacterias que hay ahí, con toda una colonia de bacterias okupas que están ahí abajo esperando este momento, cuando el paquete por fin se abra y las migas vayan a parar a sus dominios. Las uñas están tratando ahora de separar el pliegue donde los dos extremos del celofán se unen para formar un cilindro que aprisiona a las galletitas. Tendría que abrirse si lográs entrarle por ese pequeño agujerito que dejó el hilito rojo antes de romperse, pero ya está escrito en algún lugar del cosmos que acá, en la órbita obtusa del paquete de galletitas, esa lógica está lejos de cumplirse. Primero la uña no logra encontrar un modo de entrar, y es lógico: Estás haciéndolo con muy pocas ganas, con miedo de lastimar a la corteza de la galletita más próxima. Con esa dedicación de cirujano que opera un tumor cerebral no vas a lograr nada. Esto requiere un poco de rudeza, pero delicada. Una brutalidad contenida a lo Hamprey Boggart. Vas de a poco haciendo ese rasgueo de la zona en la que un pliegue de celofán se ha despegado un poquito al principio. Y siempre nos quedará Paris. Con las uñas del índice y el anular alternadamente raspás ese pliegue esperando que de a poco se vaya desprendiendo y por fin puedas abrir decentemente el maldito paquete. Te sentís como un concertista de guitarra, pero lo que se escucha es apenas un triste tic-tic-tic. Y nada. Entonces empezás a caminar de acá para allá mientras le das al Tic-Tic-Tic y ya te sentís cada vez más un rockstar pero también un reverendo tarado. Entretanto, el tic-tic va abriendo un huequito perezoso en el paquete, pero está lejos de anunciar una incisión automática y rápida. No: Lo que pasa es que las uñas van abriendo el agujerito en la resistente coraza de celofán, pero al mismo tiempo estás rasguñando las galletitas que esperan adentro, y de hecho empezás a notar que de tanto manoseo algunas ya se rompieron un poquito; Y al pensar que las uñas, esos enormes alojamientos de bacterias, han estado enterrándose en las galletitas más próximas, sabés que te va a dar asco comerlas y por ende vas a tirarlas en el momento o el día en el que por fin el paquete se abra. Apretás con cuidado el borde del paquete y vas deslizando el dedo por él, tratando de contar desde afuera, los ascensos y declives que atraviesa la punta del índice, con lo que llegás a la conclusión de que al menos cuatro y tal vez cinco de las galletitas ya se han perdido para siempre. Y eso suponiendo que logres abrir el paquete sin contratiempos mayores, porque sabés por experiencia que algunos explotan por fin soltando toda su contenida presión y entonces se dividen limpiamente en dos partes, con tres cuartos del total quedando en el sector más grande, y el resto volando en el sector más pequeño, que de golpe se ha convertido en una especie de tapa y al desprenderse vuela hacia el piso. Pero ni siquiera aceptando esa catástrofe posible como un daño colateral, una especie de peaje a pagar antes de poder comerte, aunque sea, las tres cuartas partes que sí deberían quedarte en las manos, ni siquiera así podés evitar la frustración de notar que seguís rasguñando sin lograr nada más que afianzar el agujero tosco y lleno de migas.
Ese agujero que ahora está lleno de bacterias. Ese agujero al que sentís que es hora de atacar con más ganas, con más fuerza, con más furia. Ya no es Hamprey Boggart el que ataca; de golpe sos una especie de bestia que gruñe y clava sus uñas donde puede y tironea sin importarle lo que pase con las galletitas aledañas, las que están cerca del agujero cada vez más grande y que de a poco se van pulverizando.
Pero el paquete tiene su propia ley, y ya se ha hablado de eso antes aunque por un momento lo olvidaste. Por eso no es raro que de golpe, a traición, ese filo del celofán estirado al máximo que aun así se niega a ceder se mete debajo de tu uña y parece cortarte; la sensación es de violación, de intromisión en un sitio sagrado. Das un grito y tirás el paquete. Lo ves rodar por el suelo, con su cintita roja girando loca como una guirnalda patética. Te agarrás el dedo, apretando la uña, como si de un momento a otro la uña se fuera a despegar por completo, y al mismo tiempo mirás el paquete con odio. Ha ido a parar a un rincón sombrío, cerca de la pata de la mesa, y la cinta roja quedó tendida en el piso, como extenuada.
Lo vas a buscar. Y descubrís que ya no tenés hambre, pero sí tenés hambre. El verlo ahí, todo revolcado, todo paseado por el piso, todo viejo de tanto manoseo, ha hecho que el contenido del paquete ya no te atraiga, pero igual tenés hambre. Es un hambre que te sale del hígado, de la garganta reseca, de la frente sudorosa. Es hambre de venganza. Agarrás el paquete con las dos manos, como si fuera la empuñadura de una espada, y decidís que no importa si se abre o no. Estás decidido a hacer que ya no importe. Y entonces lo das contra el borde de la mesa. Como si trataras de asfixiarlo. Cerrás las manos con fuerza sobre el área donde debió abrirse, hace una eternidad, cuando tiraste de la punta del hilito rojo y no pasó lo que se suponía que tenía que pasar. Lo agarrás de ahí y lo das contra la mesa. Y si esa zona sobre la que se crispan los dedos es el cuello, esta otra zona, la que está pegando una y otra vez contra la madera debería ser la cabeza. Entonces le estás reventando la cabeza, porque pegás con todas tus fuerzas, y ahora sí, se está rompiendo por fin el paquete, y una lluvia de migas y galletita pulverizada te cae encima, te pega en la cara, se desparrama por la mesa, llega suavemente al piso. Pero eso a vos no te alcanza. Agarrás el paquete de galletitas y lo das entero contra la mesa. Lo ponés ahí arriba y le pegás con los puños; golpes de maza, cachetadas que lo tiran de acá para allá hasta que termina en el piso, y ahí es donde lo pateas. Lo llevás hasta la pared a patadas y contra el sócalo le seguís pegando con tanta furia que tus patadas resuenan en toda la casa.
Cuando por fin lográs calmarte, levantás lo que queda del paquete mientras jadeás tratando de recuperar el aliento. Pero no acertaste en el extremo que elegiste para agarrarlo, parece que en el estropicio, lo que elegiste vendría a ser el fondo, y cuando lo levantás, las pocas migas que quedaban, caen a la alfombra.
Soltás el paquete sin saber si sentirte triunfador o derrotado...
Se extrañan los días en los que las galletitas se vendían sueltas.

18-04-16 Cada noche

Cada noche trae consigo su propia versión de la soledad. 
Las hay dulces y amargas; Breves e infinitas.
Las hay crueles e indulgentes. Todas distintas. 
Todas hechas de un material parecido al que se usa para construir los sueños. 
Pero todas preñadas de despertares y desengaños de aurora.
Ahí nomás vienen los barredores de sueños, arrasando con ese beso que por un rato pareció tan real; con esa sonrisa perdida que por un momento creímos haber recuperado.
Cada noche trae con ella su propio engaño y su propia verdad, pero ambos son tan parecidos...

15-03-16 Llanto

Los deudos. Los niños perdidos en la playa. Los cielos de tormenta. Los abandonados y desamorados. Los nostálgicos. Las rosas de Cristian Castro. Los ganadores de premios. Las chicas solteras en ceremonias de casamiento. Los picadores de cebollas. Los histéricos varios...
¿Por qué lloran los que lloran?
Los que lloran, lloran por lo general porque la vida es una escuela de llantos. Nacés y esperan que llores. Y después llorás porque es la única manera de hacer notar que algo te pasa.
Pero el universo del llanto es una máquina mal hecha que nunca logra los resultados que debería. Llorás para que te den la teta y te acunan. Llorás porque te duele algo y nadie entiende qué te duele.
Sin embargo, cuando aprendés a hablar la cosa no es muy diferente. Ni cuando ya sabés expresar si te duele la panza o te hartaste del cochecito y el Cd de los Beatles para bebés. Ni cuando te recibís de licenciado en letras o dominás a la perfección el swahili.
Cada momento trae consigo su propio dolor, su propio llanto, su propio desencuentro.
Otra cosa sería si estuviera reglamentada la funcionalidad del llanto. La cantidad de lágrimas que corresponden al abandono de una novia o a una muela inflamada. Pongamos que así fuera: Entonces, cubierto ese cupo, el dolor debería remitir y abandonar el alma o el maxilar derecho, según corresponda.
No ocurre de esa manera. El llanto nos viene en momentos inesperados. Se ausenta junto cuando quisiéramos mostrar más entusiasmo en un velorio poco animado, y así.
Sin embargo, hay que decirlo, hay algunos momentos en los que el llanto se encuentra con su dueño real. Como una pieza de engranaje que de golpe entra en el lugar exacto para el que fue creada. Y sobreviene uno de esos llantos poderosos, llenos de sal y de ácido corrosivo. Llantos que queman las mejillas a su paso. Llantos que le arrancan chispas a los ojos. Llantos torrenciales que riegan los lechos resecos de los ríos. Llantos que venían abriéndose paso desde hacía rato por las corrientes subterráneas. Llantos de magma ardiendo, de urgencia seminal, de  reclamo de justicia. Llantos de verdad. Llantos consumidores. Llantos de esos que se alimentan a sí mismos.
Esa clase de llantos.
Lágrimas de quázar, con una densidad tan grande que podrían ellas solas absorber la luz y el tiempo.
Esa clase de llantos, hijos de esa clase de soledades, que sólo pueden morir en los brazos de una mujer, en la inmensidad en la que se clavan las rodillas ante Dios, o tal vez en las líneas de un poema.


16-02-16 El lugar en el que se queman los barcos

El lugar en el que se queman los barcos. 
El punto de la historia en el que das un paso adelante y cerrás la puerta porque ya no te interesa vivir en el umbral. El instante en el que decidís extirpar la parte podrida y darte permiso para ser algo nuevo.
El fin de la noche.
La reinvención de la felicidad, con otros materiales, con otras voces, con otros códigos.
El momento en el que decidís dejar de traducir tus propias palabras. El momento en el que agarrás esas palabras y las ponés arriba de la mesa, como si fueran un florero o un cenicero; pero las ponés ahí pensando en dejarlas para que las agarre quien las merezca. La decisión de que ya no vas a buscarle amantes a tus palabras. Que se queden ahí, que se digan solas, que agiten partículas y sean algo más que una perturbación de la atmósfera o la transmisión de una serie de vibraciones en un medio elástico.
La hora en la que te das permiso para reír sin motivo y para revelarte ante el miedo.
El momento en el que decidís que la estupidez no es una alternativa y que la inteligencia no tiene todas las respuestas. 
El momento en el que simplemente reconocés y aceptás que estás buscando que te amen, pero no a cualquier precio.
La solitaria inmensidad a la que te encaminás sin miedo, sin preguntas, sin dudas, sin qué será, sin quién estará, sin qué voy hacer. 
El destino de una pluma arrastrada por el viento hasta los dedos del hombre que cuenta su historia sentado en un banco del parque. 
El instante en el que quemás los barcos: Sentado en la playa los ves consumirse; fuego en el agua. Sus esqueletos oscuros se van entregando de a poco. Gigantes chamuscados que se resignan a zambullirse por última vez y perderse en las profundidades, ahí donde nadie más izará sus velas, donde nadie más hará girar con esfuerzo sus cabrestantes, donde babor y estribor serán la misma cosa mientras el agua salada va consumiendo la aguja imantada de la brújula y la carne de los tripulantes.
El después de una noche de tormenta.
La decisión de dejar de contar los muertos. El momento en el que ya no importa la cantidad de veces que metiste la bola blanca en el primer tiro. 
El día en el que le das una oportunidad al plan de Dios, al mapa viejo que desde el principio traías con vos y sigue en el bolsillo de atrás de tu pantalón, dobladísimo al extremo, y todo gastado de tanto no usarse.
El momento en el que decidís ir de nuevo.
Cerrar el libro para que empiece la historia.

27-12-15 Mensajes


Somos mensajes en botellas lanzadas a un océano de gente que no sabe leer. 
Pero somos mensajes.
Sin hablar, sin escribir, sin mover un sólo músculo, igual estamos diciendo.
Y hay silencios que expresan tanto que no alcanzaría la vida para traducirlos en palabras.
Somos el reflejo de lo que nos habita; la canción que canta el espíritu ahí adentro. 
Somos fácilmente descifrables para quien tenga el código en el que estamos redactados, escritos, impresos en la superficie del tiempo.
Pero muy pocos buscan esos códigos. Muy pocos se dedican a tratar de entender.
Somos ignorantes ilustrados, leyendo amplios volúmenes para saber lo que no nos servirá, y desechando los dos o tres signos que nos salvarían la vida.
En multitud, o solos, siempre decimos algo. Somos un enjambre de significantes que buscan alguien que los decodifique.
Pocas veces sucede el milagro, pero puede suceder: Dios toca a alguien que por un instante habla en lenguas extrañas y pronuncia las palabras. Esas dos o tres palabras que no significan nada para todos, pero sí para alguien en especial. Ese alguien sí las entiende, y para él son al mismo tiempo lágrimas, o caricias, o nostalgias, o risas, o ausencias, o desesperaciones, o amor...
Y entonces se produce el milagro más grande de todos. Nos sentimos comprendidos, abrazados, reconocidos, plenos.
Sólo faltan oídos abiertos, corazones de puertas arrancadas, almas en carne viva... Recolectores de significantes. Almas a las que una variación en la densidad del aire o la salinidad de una mirada no les resulten indiferentes.
Somos el mensaje que alguien está esperando recibir.
En algún lugar, perdida en este océano de cartas escritas con garabatos extraños, está la palabra que me hará feliz. Dedicar la vida entera a buscarla es la única manera sensata de invertir el tiempo.
En algún lugar -tal vez en estas líneas- se esconde mi propio criptograma en clave enigma.
Somos mensajes a punto de revelarse, y nuestras voces están siempre a un paso de ser escuchadas.

DAMIAN - Aventuras de un segundo suicida

UN GATO DE COLORES

Eran una mujer gris acompañada de un hombre gris y dos chicos igualmente grises. La camioneta en la que viajaban era de un sepia apagado y la ruta estaba apenas demarcada en el campo desierto.
En la radio sonaban canciones de amor. Casi todas sobre gente que se ha ido, cariños que ya no existen, lágrimas envejecidas.
El hombre tenía unas patillas enormes y desprolijas; su cabello, bastante ralo y desordenado. Aferrado al volante parecía al límite de la concentración.
La mujer era morocha y apenas si rompía el silencio cada muchos kilómetros para preguntarle a su marido si quería tomar un mate. Él casi siempre contestaba que sí, aunque sólo tomaba dos o tres y daba las gracias.
Los dos chicos eran de unos diez o doce años, y si se los miraba bien se descubría que uno de ellos en realidad era una nena, pero su cabello corto y su ropa descuidada hacían que no se diferenciara demasiado de su hermano varón.
Estaba amaneciendo, y todos pedían en silencio que apareciera alguna estación de servicio donde parar a cargar combustible, desayunar, ir al baño.
-¿Falta mucho?- preguntó en algún momento la nena.
-No sé, hija. Este camino es nuevo para nosotros- contestó el hombre.
La mujer cebó el último mate, con lo que quedaba de agua en el termo. Se lo alcanzó a su marido, pero el hombre lo rechazó. “Tomatelo vos”, concedió. Ella se encogió de hombros y acabó de un chupón con el resto de agua caliente, que a esta altura en realidad era agua tibia.
El cielo estaba encapotado, aunque de a ratos el sol de invierno les regalaba una aparición fugaz que terminaba enseguida, y su luz no dejaba de ser, en el mejor de los casos, un resplandor débil que se denigraba a sí mismo.
En algún momento apareció por fin la estación de servicio a un costado de la ruta, y la familia entera respiró con alivio.
Pararon cerca de los surtidores, y el hombre de las patillas dijo:
-Si tienen que ir al baño, vayan ahora, que yo me quedo en la camioneta.
Había que cuidar la camioneta, y no dejar que nadie se acercara demasiado, pero con elegancia.
Poco después, ya estaban de nuevo en la ruta con el tanque lleno, agua caliente en el termo y un paquete de bizcochos sin abrir.
El viaje era tedioso, y las horas pasaban sin mayores novedades que alguna planta seca al costado del camino o el esqueleto de una vaca blanqueando en el campo.
-Estamos muy cerca- anunció el hombre.
En la camioneta hubo un rumor general, cuando se superpusieron la voz de la mujer diciendo que “por fin”, con la del chico preguntando cuan cerca era ese “cerca” del que su padre hablaba, y la de la nena, que preguntó qué era eso que había más adelante en la ruta.
El padre estaba por contestar la pregunta del chico cuando notó lo que había dicho la nena.
Era cierto. Adelante había un vehículo que estaba parado en el camino.
Trabajosamente adivinaron que era un patrullero, por la baliza que titilaba en el techo.
Era un Ford Falcon blanco, con una parte que debió haber sido azul, y letras borrosas. Se inclinaba hacia un costado como si tuviera una rueda pinchada, pero cuando estaban más cerca quedó claro que sólo se lo veía así porque tenía los amortiguadores destrozados.
Por un momento pareció que sería cuestión de pasar junto al móvil sin mayores contratiempos, pero entonces una de las puertas se abrió y salió un policía que, a juzgar por el modo de caminar, estaba experimentando un severo hormigueo en los pies a causa de tantas horas sin moverse.
Ya dijimos que no pasaba nadie por esa ruta.
Asique, tal vez sólo por hacer algo que le ayudara a recuperar la circulación, el policía se puso a agitar las manos y exagerar la orden de que se detuvieran a un costado.
Lo de parar a un costado también era de gusto, porque no venía nadie detrás, y todo indicaba que no iba a venir nadie.
Era un policía de cara triste.
Tenía los ojos llorosos y su boca era una rayita a punto de borrarse y dejarlo sin palabras para siempre. Pero por ahora podía decir:
-Bajen del vehículo. Estamos haciendo un control de rutina.
El hombre de la patilla y su familia habían hablado mucho de la posibilidad de que esto pasara. Tenían muy bien planeado qué hacer en este caso, y fueron siguiendo al pie de la letra lo acordado.
Bajaron uno a uno, por la única puerta que se podía abrir, y se quedaron parados esperando.
-¿Va a llevar mucho tiempo? Mi hijo no se siente bien- dijo el hombre, tratando de sonar respetuoso pero firme.
-No se preocupe, señor. Si usted no lleva nada raro acá, va a pasar sin problemas.
Hubo un instante en el que el hombre y su mujer cambiaron miradas de preocupación. Tantos kilómetros recorridos sin que nadie los molestara, para que acá, tan cerca del destino, un policía aburrido les ahogara los planes de toda una vida…
Pero el plan era un mecanismo complejo, en el que se habían contemplado todas las variables. Para cada una había un pequeño sub-plan que venía a sustentar el plan mayor.
El policía miró debajo de los asientos, en la guantera. Aparte de polvo, no encontró nada raro.
Hasta que miró atrás.
-¿Qué llevan en ese cajón?- preguntó.
El cajón era de madera y agarraba casi toda la parte trasera del vehículo. Imposible no verlo.
-Juguetes de los chicos- explicó el hombre, como sin darle importancia al tema.
-¿Lo puede abrir?- dijo el policía.
-Eso es lo que yo quisiera, pero la estúpida de mi hermana perdió la llave- intervino entonces el chico.
-¡Más estúpido serás vos, nene!- contestó la chica.
Y acto seguido empezaron a empujarse y chillar.
-¡Basta chicos!- gritó la mujer.
-¡Quietos!- decía el padre.
Pero los dos chicos no pararon en absoluto. Sordos a los gritos de sus padres, cayeron trenzados rodando por el piso, gritando como locos y pegándose.
Los padres acudieron a separarlos, pero parecía imposible hacerlo.
Entonces el policía intervino, tratando él también de terminar con el enfrentamiento, pero se ligó una bofetada infantil en plena cara que lo dejó inmóvil, más sorprendido que afectado por el pequeño golpe.
Al final la pelea pudo ser controlada, pero la nena chillaba como loca abrazada a su madre y el chico tiraba patadas y puñetazos al aire aferrado fuertemente por el padre.
-Perdone, oficial. Debe ser el viaje que los pone así. Le juro que son unos chicos maravillosos y para nada violentos- explicaba la madre tratando de hacerse oír en medio del griterío. De todos modos, el policía no la escuchó más.
-Suban a la camioneta y váyanse- dijo con rabia mal contenida mientras se pasaba la mano por el lugar donde le habían pegado la bofetada.
El tiempo que tardaron en volver a estar ubicados en los asientos resultó casi nulo. Fueron un relámpago gris que acabó cuando la camioneta se puso en marcha.
El policía, parado en la ruta al lado de su auto viejo y achicándose cada vez más en el espejo retrovisor de la camioneta, era un espectáculo tan desolador que nadie dijo nada por un buen rato.
Después fue la mujer quien rompió el silencio:
-“Juguetes de los chicos”… Somos buenos con la ironía.
El hombre arqueó las cejas y respondió:
-Yo no tengo la culpa si a los chicos les gusta jugar con dinamita.
Si no hubieran sido una familia gris en una camioneta de color sepia, en ese momento se hubieran reído a carcajadas. En cambio apenas si sonrieron y la mujer sacó el termo para cebar unos mates. Los chicos se quedaron dormidos al poco rato, abrazados y cansadísimos por la pelea que tan bien habían representado.
En la radio sonaba Serrat cantando Romacillo de Mayo.
Ella miró a su marido por un rato, y al final, como él no parecía darse cuenta de que lo observaban con tanta atención, preguntó:
-¿Te acordás de esta canción?
-Sí. Dijo él. Sus labios grises hicieron una mueca rápida y los ojos se le pusieron brillosos, aunque no salieron de la ruta. Después murmuró algo que ella no escuchó.
Aunque era pleno día, todos sentían una nostalgia de los tiempos del verano, de esa luz distinta que hacía mucho tiempo no veían…
Siguieron algunos kilómetros de silencio.
Pasaron junto a un viejo hotel abandonado.
La mujer señaló un punto en el mapa.
- Es acá- dijo
- Entonces en cualquier momento vamos a ver el puente- comentó el hombre.
Aunque no hacía falta anunciarlo. Todos en la familia habían estudiado los mapas innumerables veces. El viaje, cuya planificación comenzara mucho antes de que los chicos nacieran, había sido repasado miles de veces.
La mujer había hecho plastificar el mapa años atrás, con la esperanza de que durara más tiempo, porque se trataba de un tipo de hoja de ruta que no se consigue fácilmente, pero el uso constante había desgastado también esa protección.
Algunas noches, mientras el padre apagaba el televisor blanco y negro y la madre se sentaba ante el piano a tocar unas melodías viejas, los chicos deletreaban los nombres de las localidades que aparecían al costado de la ruta en el mapa e imaginaban cómo serían esos lugares.
Ahora los habían conocido a todos, y ya estaban muy cerca del destino.
Cuando el padre vio que se acercaban al puente, aminoró la velocidad.
Alguien podría haber dicho algo, pero no había nada que decir. Era exactamente como lo habían imaginado todos. Simple, un puente cualquiera, y en él –no del otro lado- debería estar el final de su viaje.
Casi a paso de hombre, para poder disfrutar cada detalle, se fueron acercando.
Al final las ruedas delanteras de la vieja camioneta pisaron el puente y se detuvieron.
Bajaron, y fueron sin dudar a uno de los laterales. Se asomaron poniendo las manos en la baranda y vieron el arroyito pobre que pasaba bajo sus pies. Un hilito de agua que apenas se veía, enredado en piedras oscuras de coronillas resecas.
Parecía imposible pensar que ese cauce de agua estuviera conectado con tantos otros, pero los mapas lo mostraban claramente. De ahí, el agua iba a unirse con muchísimos arroyos más. Entre ellos, el que estaba a pocos pasos de la casa que había visto crecer a los chicos. Cuando todo terminara, esperaban volver.
Pero fue algo en lo que apenas pensaron, porque el regreso también estaba en el plan.
Dieron media vuelta y se enfrentaron al otro lateral del puente, donde estaba la pared.
Un paredón gris de una altura increíble que hasta ese momento se había confundido bastante bien con el cielo del mismo tono, pero visto de cerca era imposible ignorarlo. Es que allá arriba, en el horizonte en el que acababa el paredón, había un chorreadero parecido al que se encuentra en los bordes de los baldes de pintura usados. Pero este era multicolor. Luego la pared misma, si se la miraba bien, estaba salpicada por gotitas de colores. Los chicos estiraron sus manos grises y acariciaron la pared. Les quedaron manchadas de cielo, de hojas, de tierra, de campos de trigo. La pared iba desde y hasta donde la vista podía abarcar, y detrás de ella se escuchaba un ronronear suave, como el que suelen hacer los gatos cuando son acariciados.
Los chicos empezaron a jugar con las manos sucias de colores y se manchaban entre ellos, corriendo de una punta a la otra del puente.
Mientras tanto, el padre y la madre habían bajado el cajón de la camioneta, haciendo un gran esfuerzo, y lo colocaron junto a aquella pared.
Después sacaron el carretel con la mecha y la conectaron a la dinamita.
Los chicos bailaban de alegría alrededor de los padres mientras estos trabajaban, y era en vano pedirles que se quedaran lejos o explicarles que lo que estaban haciendo era peligroso. Más se lo decían, más los excitaba lo que se fraguaba ahí, al pie del paredón.
Sólo se alejaron para seguir a sus padres cuando estos empezaron a retirarse, desenroscando el carretel y extendiendo la mecha.
Todos subieron de nuevo a la camioneta y se alejaron muy despacio. El padre manejaba y la madre, asomada a la ventanilla de su lado, llevaba el carretel, que se iba haciendo cada vez más liviano mientras giraba rápidamente.
Cuando al final el hilo de la mecha se terminó, estaban muy lejos y el puente se veía de nuevo pequeño. La pared pasaba inadvertida otra vez en el gris del cielo y su ronronear de gato mimoso no se oía en absoluto, aun cuando apagaron el motor.
El padre sacó de un bolsillo un viejo encendedor Zippo abollado y encendió la mecha. Enseguida el fuego empezó a avanzar, correteando por la soga con la traviesa gracia de un ratoncito. La travesura para la que habían soltado a ese roedor chispeante lo esperaba en el lateral del puente en el que estaba la pared, y hacia allá iba.
La familia a pleno entonces bajó con entusiasmo unas sillas plegables de la camioneta y se sentaron de cara al puente, tan lejano.
La mecha ya estaba completamente fuera del alcance de la vista de todos y por ende cuando llegara a destino lo haría sin avisar.
-No parpadeen- dijo el hombre
-Tápense fuerte los oídos- aconsejó la mujer
Los chicos se cubrieron las orejas con las manos e hicieron caso al pie de la letra del consejo de no parpadear, con lo que se les llenaron los ojos de lágrimas mucho antes de que pasara algo.
El silencio estaba en todas partes. La pared seguía siendo muy difícil de distinguir.
-¿Falta mucho?- dijo en algún momento la nena.
-Shhh- la hizo callar su hermano
-Es que me lloran los ojos de tanto tenerlos abiertos sin parpadear
-Aguantá
Y la nena aguantó un poquito más, pero no le gustaba llorar y sentía que las lágrimas que ahora le nublaban por completo la vista se iban a empezar a desbordar. Asique parpadeó.
Y en ese instante la parte encendida de la mecha se juntaba con la dinamita.
Hay que reconocerlo: El ruido fue decepcionante. Apenas un estallido lejano. Los chicos creyeron que era porque se habían tapado los oídos, pero aquí se ha dicho que al hablar entre ellos, ambos podían escucharse, por lo que es obvio que un estallido colosal hubiera atravesado la inocente protección de las manitos. Con o sin las manos tapándoles las orejas, lo único que podía escucharse a tanta distancia era un pequeño y modesto estallido.
Y como el sonido viaja más despacio que luz, debieron admitir que si no la oyeron, tampoco verían la explosión.
Apenas les llegó la imagen de una nubecita gris que se levantaba del puente como confirmación de que la dinamita había estallado, pero la cantidad no era suficiente como para que la explosión se viera desde tal distancia.
-No pasó nada- dijo la nena con un tono de reproche que al padre le dolió más que una terrible bofetada.
-Esperen- dijo la madre – sólo esperen un poquito más.
El padre se acomodó en su silla, pero miró al piso. Mucho tiempo después iba a decir que él nunca dejó de creer en el plan, pero su esposa, que lo conocía muy bien, siempre supo que en ese instante en el que miró al piso fue porque había perdido la esperanza. Ella nunca lo iba a decir. Era una de esas cosas que las mujeres guardan en sus corazones sólo para ellas.
Se escuchó un suspiro que, por lo profundo, pareció venir del pecho del hombre, pero en realidad había salido del nene.
Y después, el crujido.
Primero, como la canción triste de una planta en el momento de ser derribada.
Después, una creciente furia de bestia herida.
El gato colosal ya no ronroneaba. El gato del muro estaba ahora furioso, porque ese pequeño agujerito insignificante que la dinamita había hecho, estaba dejando pasar el color.
El océano de color que estaba contenido detrás de la pared, que alguna vez, muchos años atrás, había sido arrastrado hasta ahí por vaya a saber qué abrazo de gigante egoísta, ahora empezaba a agitarse. Era una cantidad de color cuyo volumen, masa y extensión son imposibles de abarcar por la imaginación humana. Era como un planeta tierra paralelo, pero compuesto sólo por los colores. Los colores que alguien se había robado atesorándolos detrás de esa pared.
Ese ronronear de gato cariñoso y servil que se escuchaba antes, iba creciendo ahora a medida que, desde el puente lejano, se veía crecer una grieta vertical que parecía partir el cielo ahí donde la pared gris estaba perfectamente camuflada entre nubes grises.
La grieta revelaba, de a poco, un chorro de miles de colores que saltaba desde abajo, desde la base del puente, se elevaba al cielo, y caía muy lejos, tan lejos que no se podía distinguir el lugar exacto.
-Eso es el arcoíris- dijo la madre.
Los chicos miraron con los ojos y las bocas abiertos muy grandes de puro asombro. Era mucho más increíble de lo que habían soñado. Porque, hay que aclararlo, los chicos conocían los colores desde antes. Los veían en sus sueños. Ya se sabe que los sueños son de colores, no como los muestran en algunas películas donde la gente sueña en escala de grises. No. Porque ni siquiera los monstruos más horribles pueden robarles el color a los sueños de un chico. No porque no lo intenten; simplemente porque no se puede y ya está.
La grieta creció. Se volvió más ancha.
El gato, o tal vez el gigante egoísta que se había robado los colores, rugía con la voz de mando áspera y gastada de los que no serán obedecidos. Y la pared se empezó a partir. El lugar elegido por el padre en sus investigaciones de tantos años no había sido designado al azar.
Ese sitio era crucial para la estructura de la pared. Quebrada esa resistencia, toda aquella represa se empezó a romper.
Y el color inundó el arroyito, mojó sus rocas secas, sus curvas desaparecieron en la furia de un caudal mucho más abundante de lo que jamás había transportado, y siguió ensanchándose. La crecida se acercaba. De un momento a otro, el hombre ordenó que todos subieran a la camioneta, y se pusieron en marcha.
Habían hecho cálculos y más cálculos, porque esta parte del plan era la que más los excitaba y no querían que saliera mal. El hombre acarició el medidor de velocidad y puso en él tanta atención o más que la que ponía en el camino.
Es que el camino era recto, y en cambio la aguja iba y venía, hasta que él pudo hacer que quedara fija en un punto exacto. Era la velocidad que, dado el cálculo matemático complejísimo que había hecho, iba a desarrollar la marea de color al empezar a expandirse.
Los chicos, arrodillados en los asientos, sacaban las cabezas por las ventanillas para mirar hacia atrás, donde la marea venía acercándose, y gritaban tan entusiasmados que ni siquiera se les entendía lo que estaban diciendo.
El gato colosal venía tras ellos, pero su inconmensurable furia ya no les daba miedo. Cuando su zarpa acarició el paragolpes trasero de la camioneta y luego la fue rodeando y cubriendo, todos celebraron con un grito al unísono.
Con el velocímetro puesto en el punto señalado, la camioneta se mantuvo en el lugar exacto en el que la marea avanzaba. Estaban en esa raya de espuma que llega con la marea cuando besa una playa, solo que en este caso, la marea no retrocedía. Iba siempre hacia adelante, y ellos podían ver cómo la pintura multicolor acababa con el mundo tal como lo conocían para devolverles uno mucho más hermoso.
Tenían el tanque lleno. Tenían provisiones de mate y bizcochos.
Ya podían dedicarse a disfrutar de la vista más increíble que haya pasado ante los ojos de ningún ser vivo jamás. El color se volcaba sobre campos grises que de golpe recuperaban el verdor, pero la monstruosa catarata de arcoíris desbordado los manchaba de amarillos y violetas, y azules… Las olas de color salpicaban el cielo y se enroscaban alrededor de las nubes en un infinito hervidero de abrazos celestes. El color que se arrastraba por la ruta, por las casas al costado del camino, por el pelaje de los animales. La zarpa del gato atrapaba a los pájaros en pleno vuelo y los devolvía con sus plumas llenas de color.
La camioneta, medio sepia, medio de coloreada ahí donde la marea la tocaba, avanzaba a la velocidad exacta mientras adentro los chicos gritaban y desobedecían la vieja norma de no sacar los brazos por las ventanillas. De hecho, sacaban medio cuerpo para mancharse de color; y al volver a meterse en la cabina se reían a carcajadas mientras se pasaban las manos por todo el cuerpo y veían aparecer los colores de la ropa, de la piel, de los botones, y de los asientos de cuero que se estaban empapando de color.
Afuera, la marea arrasaba ciudades, edificios altísimos, pequeñas casitas. La gente la veía venir y, por instinto, corría a cubrirse, pero luego se dejaban llevar por ese resurgir de la vida que se les metía adentro por los ojos, ahogándolos de felicidad plena.
Al final, los chicos vieron que la camioneta se desviaba y tomaban por una calle que todos conocían.
Entonces el padre bajó por fin la velocidad, se relajó, y dejó que la marea tapara la camioneta, inundándola por fin.
El padre y la madre se besaron.
Despacio, recorrieron el camino que llevaba a la casa en la que vivían, descubriendo de nuevo tantos detalles que en blanco y negro habían pasado inadvertidos todos esos años.
La casa, el parque, la puerta con un montón de diarios apilados, de cada uno de los días que habían pasado afuera, realizando la expedición… ¡Todo estaba tan distinto!
La marea era imperceptible, porque al fin estaban en ella.
En el patio vecino, una señora anciana miraba con estupor sus flores, descubriéndolas de nuevo.
Cuando estacionaron la camioneta frente a la casa, a ambos los sorprendió el silencio repentino que reinaba en el vehículo.
Al mirar al asiento de atrás, descubrieron el motivo.
Agotados por el viaje, por la pelea de mentira en la ruta, y por la aventura, los chicos se habían quedado dormidos.
-Uno cada uno- dijo la mujer.
El hombre sonrió. Y así fue como se repartieron la tarea de llevarlos a sus camas y dejarlos allí, profundamente dormidos, soñando con gatos traviesos y mundos en los que nadie podrá robarse nunca más los colores ni encerrarlos detrás de paredones grises.