- Me gusta – decía ella. Miraba el árbol mientras Él resbalaba con los labios por su cuello. Traspiraban y regaban el jardín con sus sudores de barro recién amasado. La tierra todavía tenía el hueco del que había salido Él.
El pecho de El aun no cicatrizaba del todo.
Y ya veían que el amor es un monstruito enfermo y pegajoso.
A Ella le gustaba eso que el árbol segregaba de sus ramas. Gotas gigantes y coloridas que de pronto se tornaban sólidas y quedaban allí pegadas entre las hojas. Relucía. En su superficie se reflejaban los rostros de ambos, deformados, arrastrados a la redondez; no como en el agua, ese espejo fiel; no como en los ojos del otro que, ellos ya lo sabían, es el lugar donde uno se refleja sin verse y si pudiera, vería a otra persona.
Él bajaba hasta el ombligo de Eva. La panzita recién creada era dulce. Cuando la lengua de Adán la recorría, el gusto era el del pan apenas horneado, pero también el de la lluvia cuando corre por tu cara. Cuando Adán besaba a Eva, entre las hojas del árbol había una agitación que acompañaba la respiración de ella.
Ella decía “Me gusta” y extendía una mano. Quizá hablaba de lo labios de Él besándola, reconociéndola; Pero también puede que esos labios no significaran nada para ella, un susurro más que pasaba por la superficie de su piel. No más intenso que el viento, no más excitante que la luz del sol.
Él creía que esa voz le hablaba, pero ella ya no estaba ahí. Ella ya había estado y se había ido. Ella ya había llegado antes, lo había amado, había cumplido la rutina de caída, exilio, vida errante, preñez, parición, crianza, vejez y muerte. Todo mientras Él trataba de entender qué sentía cuando ella lo miraba a los ojos y sus pupilas pedían algo que nadie podía darle.
Cuando Adán levantó la vista, ella ya mordía la fruta.
Las múltiples patas de la serpiente no dejaban de cortar frutos del árbol y meterlos en una cesta. “Para el viaje”, decía. A Él le pareció una voz amable, casi amorosa. Su sonrisa era algo triste que dolía ver.
Ella ya sabía quién era quién.
No parecía importarle.
- Me gusta – repitió Adán. Y probó luego el fruto. Ella le había dicho cómo debía hacerlo: cerrando los ojos; aspirando profundamente. Y Adán vio de un solo golpe todos los golpes. Sufrió de un solo tirón todos los siglos. El tajo que acababa de infringirse en la eternidad empezaba a sangrar. Por las comisuras de sus labios chorrearon las pestes, las guerras, las mentiras, las traiciones, emperadores y sádicos, rameras y esclavizadores, brujos y militares, perversos y torturadores, Adanes y Evas multiplicados y esparcidos por las estrellas, todos buscando un modo de volver a casa. Todos tratando de escupir un trozo de muerte atravesado en sus gargantas.
Para ese entonces la serpiente estaba rascándose frenéticamente una sarna insoportable que la obligaba a retorcerse de dolor y placer simultáneos. Con cada estertor, cada fricción contra las ramas del árbol, una de sus extremidades se desprendía.
Cuando bajó a tierra, se arrastraba miserablemente.
Adán pensó en aplastarle la cabeza con un palo, pero Eva ya estaba pisándole furiosa la cabeza.
Cada pisotón resonaba en el jardín con la potencia de lo irreversible.
Luego ella se vistió de hojas, como si quisiera parecerse a una planta, y empezó a no mirarlo.
Él la imitó, tratando de recuperar su atención.
Pero ella ya se alejaba, caminando rápido, y sin mirar atrás.
El pecho de El aun no cicatrizaba del todo.
Y ya veían que el amor es un monstruito enfermo y pegajoso.
A Ella le gustaba eso que el árbol segregaba de sus ramas. Gotas gigantes y coloridas que de pronto se tornaban sólidas y quedaban allí pegadas entre las hojas. Relucía. En su superficie se reflejaban los rostros de ambos, deformados, arrastrados a la redondez; no como en el agua, ese espejo fiel; no como en los ojos del otro que, ellos ya lo sabían, es el lugar donde uno se refleja sin verse y si pudiera, vería a otra persona.
Él bajaba hasta el ombligo de Eva. La panzita recién creada era dulce. Cuando la lengua de Adán la recorría, el gusto era el del pan apenas horneado, pero también el de la lluvia cuando corre por tu cara. Cuando Adán besaba a Eva, entre las hojas del árbol había una agitación que acompañaba la respiración de ella.
Ella decía “Me gusta” y extendía una mano. Quizá hablaba de lo labios de Él besándola, reconociéndola; Pero también puede que esos labios no significaran nada para ella, un susurro más que pasaba por la superficie de su piel. No más intenso que el viento, no más excitante que la luz del sol.
Él creía que esa voz le hablaba, pero ella ya no estaba ahí. Ella ya había estado y se había ido. Ella ya había llegado antes, lo había amado, había cumplido la rutina de caída, exilio, vida errante, preñez, parición, crianza, vejez y muerte. Todo mientras Él trataba de entender qué sentía cuando ella lo miraba a los ojos y sus pupilas pedían algo que nadie podía darle.
Cuando Adán levantó la vista, ella ya mordía la fruta.
Las múltiples patas de la serpiente no dejaban de cortar frutos del árbol y meterlos en una cesta. “Para el viaje”, decía. A Él le pareció una voz amable, casi amorosa. Su sonrisa era algo triste que dolía ver.
Ella ya sabía quién era quién.
No parecía importarle.
- Me gusta – repitió Adán. Y probó luego el fruto. Ella le había dicho cómo debía hacerlo: cerrando los ojos; aspirando profundamente. Y Adán vio de un solo golpe todos los golpes. Sufrió de un solo tirón todos los siglos. El tajo que acababa de infringirse en la eternidad empezaba a sangrar. Por las comisuras de sus labios chorrearon las pestes, las guerras, las mentiras, las traiciones, emperadores y sádicos, rameras y esclavizadores, brujos y militares, perversos y torturadores, Adanes y Evas multiplicados y esparcidos por las estrellas, todos buscando un modo de volver a casa. Todos tratando de escupir un trozo de muerte atravesado en sus gargantas.
Para ese entonces la serpiente estaba rascándose frenéticamente una sarna insoportable que la obligaba a retorcerse de dolor y placer simultáneos. Con cada estertor, cada fricción contra las ramas del árbol, una de sus extremidades se desprendía.
Cuando bajó a tierra, se arrastraba miserablemente.
Adán pensó en aplastarle la cabeza con un palo, pero Eva ya estaba pisándole furiosa la cabeza.
Cada pisotón resonaba en el jardín con la potencia de lo irreversible.
Luego ella se vistió de hojas, como si quisiera parecerse a una planta, y empezó a no mirarlo.
Él la imitó, tratando de recuperar su atención.
Pero ella ya se alejaba, caminando rápido, y sin mirar atrás.