Luciérnagas (Escrito a fnes de 2009)

Son como las doce de la noche. Llueve en Suipacha. Me quedo mirando por un rato las evoluciones de una luciérnaga bajo el aguacero. Difícil saber qué la llevó a salir de su escondite en una noche como esa, pero ahí está, luchando bajo la inmensidad de un cielo que se le cae encima. 
Faltan horas nada más para la nochebuena. 
Y me quedo pensando, con la vista perdida en ese cielo furioso que explota en relámpagos allá afuera.
Hace pocos días terminó la cumbre de Copenhague. Los principales representantes del mundo en el que vivimos no pudieron lograr ponerse de acuerdo en una cuestión decisiva: Disminuir el calentamiento global antes de que las consecuencias sean catastróficas. Eso quiere decir que millones quedarán sin casa, pasarán hambre y frío, verán hundirse bajo las aguas la tierra en la que crecieron, o morirán por la incapacidad de unos pocos para sopesar lo que es realmente importante y lo que es un simple accesorio. Porque toda la riqueza del planeta es nada si no hay un futuro para disfrutarla. Eso habla de un fracaso. Pero no es el fracaso de la cumbre de Copenhague. No es el fracaso de los presidentes y sus séquitos. No es siquiera el fracaso de un grupo de naciones.
Es el fracaso del género humano. La demostración más clara e irrefutable de que no somos capaces de cuidar lo que más valor tiene, y lo que nos es más imprescindible: El ambiente que necesitamos para vivir. Es el fracaso de nuestros delirios de grandeza, ese sopor filosófico en el que flotamos durante las últimas décadas creyendo que nos alcanzaría con el intelecto y la razón. La ciencia nos sostendría. Construiríamos con nuestras manos todo lo que nos hiciera falta o lo compraríamos por Internet. Quién necesita algo más cuando se es Dios.
Es el fracaso no asumido de un género, porque la humanidad toda, en mayor o menor medida viene construyéndose cada vez más apartada de sus bases. Yo no estaba en la cumbre de Copenhague. Pero sí estaba. Yo no soy el dueño de una empresa que emite gases de invernadero. Pero sí lo soy.
Porque el mundo se asienta, antes que nada, en ideas, y las ideas se generan dentro de hormas que, más o menos ajustadas, obedecen a la moral de quienes las conciben y por ende a las sociedades a las que ellos pertenecen. Nuestra razón, nuestra fé, o la ausencia de ella crearon este monstruo.
Ahora quién para este Golem, es el interrogante. Ahora qué les decimos a nuestros sucesores. Como lo predijo C. S. Lewis, la Abolición de Dios fue el primer paso a la abolición del hombre.
Somos buena gente, pero nos falta humildad. Somos incapaces de permitir siquiera la idea de que alguien sepa más que nosotros.
La Luciérnaga sigue apareciendo y desapareciendo en la oscuridad de la tormenta, un relámpago de juguete entre relámpagos de verdad. Llueve en Suipacha. Faltan horas para la nochebuena.
La Navidad no deja de atraernos, de maravillarnos, de generarnos un sentimiento poderoso dentro del pecho. No sabemos cómo, pero nosotros, pobres, chiquitos, y lejos de casa, todavía mantenemos algo de esa pasión profunda. Casi nadie se sustrae a ese sentimiento. En alguna parte de nuestro ADN está el recuerdo del lugar en el que todo era perfecto, el equilibrio que perdimos cuando nos anotamos por primera vez en el juego de ser dioses.
La luciérnaga hacía esfuerzos por mantenerse en vuelo, pero la lluvia era cada vez más intensa. Imaginé por un instante su lucha. Esa inmensa inconciencia de nacer y morir sin comprender siquiera la magnitud de lo que la rodea, la naturaleza de esa amenaza cada vez mayor que es la lluvia. Una gota que acierta a dar en su cuerpito minúsculo y parece que va a caer, pero no cae. De nuevo está volando, emitiendo su ínfima señal de vida en medio de la noche. Hay millones de luciérnagas, pero para ella sólo hay una luciérnaga, agonizando en su minúscula desesperación de bichito de luz.
Así debemos ser nosotros vistos desde las estrellas. Nuestra historia llena de héroes y tiranos es la historia de todos, somos más o menos iguales. Nuestras ciudades, vehículos, monumentos, megaconstrucciones, son nada más que costra en la superficie del planeta. Nuestros siglos son los minutos de alguien más grande.
Qué podemos saber nosotros, náufragos en una inmensidad de la que no conocemos los límites.
La búsqueda de la felicidad de un hombre es la de todos los hombres.
La estupidez de todos nos trajo hasta acá.
Es hora de volver a casa, el nido del que la luciérnaga no debió salir esta noche.
Faltan horas para la Nochebuena.
Mientras todos seguimos luchando desesperadamente para ser Dios, una fecha cualquiera nos recuerda que una vez Dios se hizo hombre. Quizá ahí haya que ir a buscar la humildad que perdimos. En el olor a estiércol de un pesebre, en la soledad de la noche.
No funcionó nuestra excursión a solas por el universo minúsculo que podemos alcanzar. Papá nos prestó el auto y lo chocamos al llegar a la esquina.
Hay que volver con la mirada baja.
Hay que hacerlo ya.
Llueve en Suipacha. El viento pega en la ventana, tira contra el cristal un puñado de gotas, y se va.
Faltan horas nada más para la Nochebuena.
Me quedo todavía un rato más mirando la oscuridad de afuera, pero ya no vuelvo a ver a la luciérnaga. 

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