Dios y el tiempo; esos dos aliados.
El uno lo sabe todo; el otro lo revela casi todo.
Uno está en cada trama que el otro va desplegando.
Dios desparramó el tiempo como si volcara un colosal balde lleno de épocas, estrellas, besos, flores, desencuentros, cucharitas de helado, planetas, papelitos, amores... y desde entonces todo eso no para de expandirse, llevándonos a nosotros dos. Nosotros, que en medio de la marea nos encontramos, nos tomamos de la mano, nos miramos a los ojos, nos reconocemos en nuestros mutuos dolores y felicidades.
Nosotros, que también nos atamos a la muñeca los relojes que nos van a recordar que el tiempo espera en la puerta para llevarnos; o para -como decía Julio- "deshacerlo todo y recomenzar".
El tiempo se ríe a carcajadas de las pretensiones de eternidad que desplegamos; pero Dios a veces sonríe con ternura escuchando nuestros planes para un futuro del que nada sabemos.
Dios y el tiempo. El creador y su máquina perfecta; esa que nunca deja de funcionar.
El uno, capaz de estar por afuera de todo y por dentro de todo. El otro, capaz de actuar como contenido o continente; justo antes de dejar de ser y un poquito después de empezar a ser.
Dios desparramó el tiempo como si fuera una sutil capa de niebla en la que se pueden adivinar las siluetas de paisajes, imperios, burbujas, gente amándose, piezas de rompecabezas, estructuras megalíticas, lápices de colores, cosmogonías y gotas de rocío. Una furiosa bocanada de tiempo; una opaca vacuidad en la que titila el resplandor desenfocado de lejanas galaxias, lamparitas incandescentes, sistemas solares, faros, bichitos de luz.
Y ahí nos encontramos, percibiéndonos apenas en la inmensidad. Dos átomos que se chocan, tal vez por primera y última vez, cumpliendo una rutina de roce, colisión, y salto hacia los confines de lo conocido; roce, colisión y reiteración del salto.
Pero ese encuentro -que es singularidad pura, porque se ha producido sin ser ignorado- es único para nosotros, y ahí es cuando lo inabarcable se vuelve pequeño. Este encuentro se extendió como una red que atrapó todo lo que estaba disperso y lo trajo hacia acá, hacia un diminuto e insignificante punto ajeno a los mapas y los relojes. Este encuentro pone a circular en reversa la gran explosión y nos lleva de regreso a casa. Por un instante, aprovechando un guiño del ojo derecho de Dios, el mundo entero cabe en el espacio que nos separa. Ese espacio que ya casi deja de existir.
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