Tras largos días de lluvia, hoy amaneció soleado y ella se despertó un rato antes; mucho antes, teniendo en cuenta que es domingo. Abrió la ventana, y justo en ese momento levantó vuelo un pajarito en el jardín. Un pajarito genérico, sin señas particulares, sin pretensiones estéticas, pero esencial para lo que vendría. Porque el pajarito, en unos segundos, se elevó y desapareció, pero con ese movimiento tan simple, logró reactivar en ella una célula aislada de su memoria.
Primero fue un susurro en su cabeza. Como cuando escuchás una conversación tan lejana que a duras penas distinguís algunos matices y tonos que te permiten saber si se trata de una discusión, un dialogo de enamorados, o una entrevista de la radio, pero no podrías repetir ni una sola palabra de lo que dicen. Después, mientras el pajarito se perdía en el cielo, el recuerdo fue tomando forma. Igual que si alguien hubiera subido el volumen de la conversación lejana, ella “agarró empezado” el recuerdo que trataba de recuperar, y lo tuvo que ir armando con los jirones desordenados que le llegaban. Tras un rato de intentarlo sin éxito, al final pudo.
Y lo dijo en voz alta, tratando de que al escucharse a sí misma enunciándolo, esas palabras la ayudaran:
“Yo sabía volar”
Funcionó. Así que volvió a decirlo; esta vez más fuerte.
“Yo sabía volar”
Y una tercera vez, que se quedó a medias, porque otros recuerdos estaban viniendo en tropel.
“Yo sabía…”
Todavía sin lavarse la cara ni arreglarse el pelo, corrió al galpón del fondo, ese rincón en el que se iban apilando cachivaches a los que todos los años les prometía una segunda vida cada vez menos probable. Entre tantos objetos sin esperanza, encontró la caja; enorme, un poco reventada y seguramente infestada de ácaros. Contenía sus apuntes de la facultad. Cuadernillos de hojas ralladas llenos de notas desprolijas, cuadros sinópticos, aclaraciones en los márgenes, asteriscos, flechas y -de cuando en cuando- un garabato.
Acá, la conversación lejana sonaba perfectamente clara y amplificada.
Las clases infinitas dadas por profesores que, además de saber volar perfectamente, lo habían practicado hasta perder el gusto de hacerlo. Las lecciones insípidas de otros especialistas que, por el contrario, jamás habían volado, y de hecho sufrían de acrofobia, pero por algún motivo se habían hecho un lugar en los claustros enseñando materias como matemática y física, que seguramente son esenciales para explicar cómo y por qué las personas pueden volar, pero raramente conducirían a que uno vuele.
De la caja salieron los cuadernillos comprados en la fotocopiadora del primer piso, con gráficos borrosos que explicaban la manera en la que se deben acomodar los tobillos paralelos para el despegue, el movimiento oscilatorio de los hombros que permite darle al brazo las propiedades de un ala en el momento en el que se toma impulso, las diferentes maneras de usar el cuello para guiar el vuelo, la dieta más conveniente para conservar la levedad. Las áreas permitidas y las rutas aéreas que se deben conocer a la perfección antes de separarse un solo milímetro del piso.
Sentada en el suelo polvoriento, aprovechando el resplandor del sol que venía de afuera, ella fue recuperando también los recuerdos de las cursadas, las caras de los compañeros, los nombres de amigas con las que habían agotado infinitos termos de mate estudiando para los finales.
Y las clases de práctica, en las que tantas veces había llorado de rabia cuando sus humildes vuelos terminaban en patéticos aterrizajes de emergencia tras haberse remontado uno o dos metros del piso. Qué impotencia. Todo un año de fracasar una y otra vez hasta que un ayudante de cátedra le señaló su mano derecha: “Cerrás el puño justo cuando estás levantando vuelo, ¿ves?. Eso hace que tu cuerpo se desequilibre un poquito, y por eso siempre te vas hacia la izquierda y terminás perdiendo altura”. Con esas palabras, ella entendió, y poco después volaba mucho más fluido, con las palmas de ambas manos abiertas.
Y, por supuesto, también recordó el día en el que por primera vez se dio cuenta de que dominaba el aire, y que aterrizar o seguir elevándose dependía únicamente de lo que ella decidiera. Esa vez sintió que quería subir un poco más, mucho más; tal vez buscar un lugar acogedor en las nubes y quedarse a vivir ahí, bajando sólo de cuando en cuando para ver cómo iba todo allá abajo.
Cada apunte tenía un recuerdo asociado.
Así se pasó todo el domingo. Paró al mediodía sólo para hacerse un sándwich y se lo llevó al galponcito, donde se dedicó a roerlo descuidadamente mientras seguía repasando los viejos papeles.
Cada página revivía algo más de aquellos años de estudio que hasta hace un rato eran sólo un susurro sin forma, mientras que esta mañana estaban por completo perdidos.
Y de pronto, mezclado de una manera infame entre los papeles amarillentos, apareció su título. Esas letras pretenciosas y las firmas de las autoridades daban fe de que ella sí podía volar.
Sonrió recordando el día en el que, junto a muchos otros graduados recorrieron el cielo de la ciudad haciendo todo tipo de piruetas y movimientos coordinados para, finalmente, aterrizar con la gracia de bailarines de ballet en el césped frente a un público compuesto por familiares, amigos y otros estudiantes, que los aplaudieron y les desearon felices e infinitos vuelos.
Después, en el fondo de la caja, se encontró con papeles sin importancia que por algún motivo habían quedado ahí: Boletos del tren subterráneo, recibos ilegibles, pedacitos de papel con números de teléfono y direcciones, una guía de la ciudad. Y listo; No había mucho más que ver.
El sol había empezado a declinar cuando ella terminó de meter todo de nuevo en la caja.
Volviendo a la casa, se detuvo en el patio y, juntando los tobillos, extendió los brazos en cruz, abrió ambas manos, tomó aire y sintió cómo las plantas de sus pies se despegaban unos centímetros del piso. Ahora sólo hubiera bastado con contraer levemente el abdomen, arquear la espalda hacia atrás, y dejarse ir hacia arriba. En cambio, ella bajó delicadamente los brazos, y volvió a tomar contacto con el césped. Primero la punta de los pies, luego los talones. Leve flexión de las rodillas y por fin los brazos terminan de pegarse al cuerpo, con las palmas abiertas tocando los muslos. Un aterrizaje perfecto.
“Nada mal”, pensó mientras entraba a la casa.
Mañana era lunes y todavía no había preparado la ropa para ir a trabajar, pero se prometió que apenas tuviera un rato libre volvería a los apuntes. Quién sabe; tal vez una tarde de estas saliera a dar una vuelta volando por el barrio. Aunque sólo fuera para despuntar el vicio.