Dios y el tiempo; esos dos aliados.
El uno lo sabe todo; el otro lo revela casi todo.
Dios y el tiempo; esos dos aliados.
El uno lo sabe todo; el otro lo revela casi todo.
Tras largos días de lluvia, hoy amaneció soleado y ella se despertó un rato antes; mucho antes, teniendo en cuenta que es domingo. Abrió la ventana, y justo en ese momento levantó vuelo un pajarito en el jardín. Un pajarito genérico, sin señas particulares, sin pretensiones estéticas, pero esencial para lo que vendría. Porque el pajarito, en unos segundos, se elevó y desapareció, pero con ese movimiento tan simple, logró reactivar en ella una célula aislada de su memoria.
Levemente parecidos a ese Dios que reflejamos
El reflejo de correr aunque el camino esté embarrado
El reflejo de correr la misma suerte que esquivamos
Vamos bien si ya entendimos que pasamos
Porque todo lo que pasa y que nos pasa ya fue escrito
En el fondo del envase anuncia el día que nos vamos
Y pasamos porque todo lo que sé tiene que ver con lo que crece
Crece y crece desafiando latitudes y altitudes
Y actitudes, porque el vuelo es la tendencia natural que nos atrae
Porque arriba siempre hay alguien esperando
Pero todo lo que crece tiende a irse degradando
Dando todo por seguir un día más hacia las nubes
Sin pensar que lo que sube alguna vez se precipita desde lo alto
¡Alto ahí! ¡Ni un paso más! ¡Ni un paso en falso!
Que "lo falso" y "lo real" suelen chapar sin que nosotros lo sepamos
Que "lo falso" y "lo real" no nos definen cuando ya somos pasado
Y el pasado es una estela que se borra tan de prisa
Que no hay modo de seguir ni de copiar su tenue rastro
No me arrastro, porque aún en la tormenta voy derecho
El hecho es que esto de pasar no es lo más grato
Los milenios harán fósil esta huella de zapato
No lo sé, como no sé si es el izquierdo o el derecho
No hay derecho ni revés, sólo otros lados
Y la única certeza es que acá estamos de paso
"Los bebés al nacer son bastante feos... menos el cantante de U2, que era Bonito"
Afuera llueve y sopla un viento bastante fuerte, pero el calor todavía no se fue. Se asoma un sapo a la puerta del estudio, que sigue abierta. El sapo me mira. Lo miro, con ganas de sacarlo de una patada. Entiende el mensaje y retorna al patio. Fin de la historia. Así, el hombre y el animal vuelven a entenderse de manera tácita.
Al fin y al cabo todos estamos hechos del mismo barro y nos pasan cosas no tan distintas, aunque con diferentes puertas y diferentes lluvias...
Adónde nos llevaban esos trenes que circulaban por los campos oscuros y polvorientos del verano.
Qué nombres identificaban a esas caras que de vez en cuando aparecían en la intermitencia de los andenes. Gente apurada por subir, bajar, llegar subir, bajar, llegar, subir, bajar, llegar y siempre así hasta el final.
"Siempre" y "Nunca" son dos palabras demasiado grandes para nosotros, tan chiquititos.
Tal vez soñaron un "para siempre" las hojas que brotaron en la primavera, pero ya lo ven... ahí están esta noche, volviéndose colchón de negrura húmeda en la vereda, y barro, y después nada.
Pero lo que importa es que somos mensajes.
Sin hablar, sin escribir, sin mover un sólo músculo, igual estamos diciendo.
Y hay silencios que expresan tanto que no alcanzaría la vida para traducirlos en palabras.
Somos el reflejo de lo que nos habita; la canción que canta el espíritu ahí adentro.
Somos fácilmente descifrables para quien tenga el código en el que estamos redactados, escritos, impresos en la superficie del tiempo.
Pero muy pocos buscan esos códigos. Muy pocos se dedican a tratar de entender.
Somos ignorantes ilustrados, leyendo amplios volúmenes para saber lo que no nos servirá, y desechando los dos o tres signos que nos salvarían la vida.
En multitud, o solos, siempre decimos algo. Somos un enjambre de significantes que buscan alguien que los decodifique.
Pocas veces sucede el milagro, pero puede suceder: Dios toca a alguien que por un instante habla en lenguas extrañas y pronuncia las palabras. Esas dos o tres palabras que no significan nada para todos, pero sí para alguien en especial. Ese alguien sí las entiende, y para él son al mismo tiempo lágrimas, o caricias, o nostalgias, o risas, o ausencias, o desesperaciones, o amor...
Y entonces se produce el milagro más grande de todos. Nos sentimos comprendidos, abrazados, reconocidos, plenos.
Sólo faltan oídos abiertos, corazones de puertas arrancadas, almas en carne viva... Recolectores de significantes. Almas a las que una variación en la densidad del aire o la salinidad de una mirada no les resulten indiferentes.
Somos el mensaje que alguien está esperando recibir.
En algún lugar, perdida en este océano de cartas escritas con garabatos extraños, está la palabra que me hará feliz. Dedicar la vida entera a buscarla es la única manera sensata de invertir el tiempo.
En algún lugar -tal vez en estas líneas- se esconde mi propio criptograma en clave enigma.
Somos mensajes a punto de revelarse, y nuestras voces están siempre a un paso de ser escuchadas.
Dicen que después el tiempo enseña. Eso que llaman crecer. Parece que, como todo se aprende, también se aprende a disimilar en las despedidas.
Pero de una manera u otra uno llora como cuando era
chico.
Para mí que los seres humanos no estamos hechos
para despedirnos. Lo nuestro no es eso.
Nos acostumbramos, pero no es lo nuestro.
¿Se acostumbrará uno a viajar?
Viajar; ese verbo ambiguo que trata de definir el
vértigo de saber que minuto a minuto uno está más lejos de ella. De vos. De anoche.
Qué decir de anoche que no esté escrito. De vos,
siempre a punto de llorar, y yo secretamente queriendo que al final te
decidieras por el llanto. De ese único momento en el que al fin reventó tu
angustia como una bomba y supe que por fin no iba a tener que aguantar verte
aguantar. Tu dolor fluía a chorros. Salía afuera por fin. Tu cuerpo se encogió
y se hizo leve entre mis brazos. Si no te abrazaba fuerte, te caías, igual que
el agua de tus ojos.
Y tu voz, tan quebrada, tan distinta.
Y tus besos, en cuya humedad germinaban lágrimas.
Qué más decir de anoche. Lo que se puede pronunciar
ya estaba escrito, pero es mucho más lo que no encuentra un lugar en las
palabras.
No aliviana nada el saber que ya sabíamos. Siempre
queremos saber, pero luego, cuando sabemos, eso no nos sirve para nada. Quién
puede prepararse para hacer que un desprendimiento sea menos des.
Aunque siempre es des. Y no queda otra que amoldarse a esa sinceridad terrible,
dolorosa, tan punzante, tan desprendimiento con DES en mayúsculas, subrayado y
en negritas.
Ahora es el tren. Primero había sido el colectivo.
En el colectivo veníamos parados, apretados y derritiéndonos mientras
avanzábamos tan despacio por las entrañas de este abril caluroso y húmedo. Acá
el traqueteo de las vías le entra a uno por las nalgas, va escalando de a poco
por la espalda, y al final sentís que es tu cerebro el que va a los saltos
adentro de tu cabeza. El cerebro, todo. Saltos dentro de la cabeza. Las horas
van pasando sin cambios. Todas llenas de más y más lejos; llenas de ya casi pero
todavía no. Las horas llenas de esa malicia que les hace susurrar al oído que
estamos más lejos, pero no sólo en el espacio y a buen entendedor ya se
sabe.
Acá soy cada vez más consciente de que hay algunos
momentos que no regresan.
Ya se sabe lo que se dice del tiempo, que es un
río, y que nunca es el mismo cuando uno vuelve, y todo eso.
Yo qué sé. Qué va a pasar cuando llegue, yo qué
sé. Voy a poder dormir sin sueños o voy a escuchar una y mil veces los
ecos del silencio de tu llanto en mi cabeza. Yo qué sé.
Las distancias, si bien son más que físicas, duelen
en el cuerpo también. El bolso pesa muchísimo; se le agregan una tonelada o dos
por cada kilómetro. Pero mejor no hacer cálculos ni listar nada. Por ejemplo,
si hago la lista de todo lo que pierdo por cada kilómetro, no me queda otra que
abrir la ventanilla y saltar.
Pero no. Prefiero soltar solo los ojos y dejar que
cuelguen y se arrastren por el campo buscando el punto en el que el sol se
escondió hace poco dejando un horizonte teñido de rojo.
Daría todo por tenerte acá de nuevo sentada en mis
rodillas, de nuevo al alcance de mis manos, de mi boca, de mi piel, de lo que
está debajo de la piel, por dentro de los huesos.
Pero no. Sos carne del tiempo y el espacio que se
escapan hacia el horizonte cuando miro por la ventanilla.
Así las ciudades también siguen pasando y yo no dejo de sentirte lejos. Vos lejos, y yo sin más instrumento que estas poquitas letras para irte sangrando lentamente.