Este encuentro

 Dios y el tiempo; esos dos aliados.

El uno lo sabe todo; el otro lo revela casi todo.

Uno está en cada trama que el otro va desplegando.
Dios desparramó el tiempo como si volcara un colosal balde lleno de épocas, estrellas, besos, flores, desencuentros, cucharitas de helado, planetas, papelitos, amores... y desde entonces todo eso no para de expandirse, llevándonos a nosotros dos. Nosotros, que en medio de la marea nos encontramos, nos tomamos de la mano, nos miramos a los ojos, nos reconocemos en nuestros mutuos dolores y felicidades.
Nosotros, que también nos atamos a la muñeca los relojes que nos van a recordar que el tiempo espera en la puerta para llevarnos; o para -como decía Julio- "deshacerlo todo y recomenzar".
El tiempo se ríe a carcajadas de las pretensiones de eternidad que desplegamos; pero Dios a veces sonríe con ternura escuchando nuestros planes para un futuro del que nada sabemos.
Dios y el tiempo. El creador y su máquina perfecta; esa que nunca deja de funcionar.
El uno, capaz de estar por afuera de todo y por dentro de todo. El otro, capaz de actuar como contenido o continente; justo antes de dejar de ser y un poquito después de empezar a ser.
Dios desparramó el tiempo como si fuera una sutil capa de niebla en la que se pueden adivinar las siluetas de paisajes, imperios, burbujas, gente amándose, piezas de rompecabezas, estructuras megalíticas, lápices de colores, cosmogonías y gotas de rocío. Una furiosa bocanada de tiempo; una opaca vacuidad en la que titila el resplandor desenfocado de lejanas galaxias, lamparitas incandescentes, sistemas solares, faros, bichitos de luz.
Y ahí nos encontramos, percibiéndonos apenas en la inmensidad. Dos átomos que se chocan, tal vez por primera y última vez, cumpliendo una rutina de roce, colisión, y salto hacia los confines de lo conocido; roce, colisión y reiteración del salto.
Pero ese encuentro -que es singularidad pura, porque se ha producido sin ser ignorado- es único para nosotros, y ahí es cuando lo inabarcable se vuelve pequeño. Este encuentro se extendió como una red que atrapó todo lo que estaba disperso y lo trajo hacia acá, hacia un diminuto e insignificante punto ajeno a los mapas y los relojes. Este encuentro pone a circular en reversa la gran explosión y nos lleva de regreso a casa. Por un instante, aprovechando un guiño del ojo derecho de Dios, el mundo entero cabe en el espacio que nos separa. Ese espacio que ya casi deja de existir.
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Yo sabía volar

Tras largos días de lluvia, hoy amaneció soleado y ella se despertó un rato antes; mucho antes, teniendo en cuenta que es domingo. Abrió la ventana, y justo en ese momento levantó vuelo un pajarito en el jardín. Un pajarito genérico, sin señas particulares, sin pretensiones estéticas, pero esencial para lo que vendría. Porque el pajarito, en unos segundos, se elevó y desapareció, pero con ese movimiento tan simple, logró reactivar en ella una célula aislada de su memoria.

Primero fue un susurro en su cabeza. Como cuando escuchás una conversación tan lejana que a duras penas distinguís algunos matices y tonos que te permiten saber si se trata de una discusión, un dialogo de enamorados, o una entrevista de la radio, pero no podrías repetir ni una sola palabra de lo que dicen. Después, mientras el pajarito se perdía en el cielo, el recuerdo fue tomando forma. Igual que si alguien hubiera subido el volumen de la conversación lejana, ella “agarró empezado” el recuerdo que trataba de recuperar, y lo tuvo que ir armando con los jirones desordenados que le llegaban. Tras un rato de intentarlo sin éxito, al final pudo.
Y lo dijo en voz alta, tratando de que al escucharse a sí misma enunciándolo, esas palabras la ayudaran:
“Yo sabía volar”
Funcionó. Así que volvió a decirlo; esta vez más fuerte.
“Yo sabía volar”
Y una tercera vez, que se quedó a medias, porque otros recuerdos estaban viniendo en tropel.
“Yo sabía…”
Todavía sin lavarse la cara ni arreglarse el pelo, corrió al galpón del fondo, ese rincón en el que se iban apilando cachivaches a los que todos los años les prometía una segunda vida cada vez menos probable. Entre tantos objetos sin esperanza, encontró la caja; enorme, un poco reventada y seguramente infestada de ácaros. Contenía sus apuntes de la facultad. Cuadernillos de hojas ralladas llenos de notas desprolijas, cuadros sinópticos, aclaraciones en los márgenes, asteriscos, flechas y -de cuando en cuando- un garabato.
Acá, la conversación lejana sonaba perfectamente clara y amplificada.
Las clases infinitas dadas por profesores que, además de saber volar perfectamente, lo habían practicado hasta perder el gusto de hacerlo. Las lecciones insípidas de otros especialistas que, por el contrario, jamás habían volado, y de hecho sufrían de acrofobia, pero por algún motivo se habían hecho un lugar en los claustros enseñando materias como matemática y física, que seguramente son esenciales para explicar cómo y por qué las personas pueden volar, pero raramente conducirían a que uno vuele.
De la caja salieron los cuadernillos comprados en la fotocopiadora del primer piso, con gráficos borrosos que explicaban la manera en la que se deben acomodar los tobillos paralelos para el despegue, el movimiento oscilatorio de los hombros que permite darle al brazo las propiedades de un ala en el momento en el que se toma impulso, las diferentes maneras de usar el cuello para guiar el vuelo, la dieta más conveniente para conservar la levedad. Las áreas permitidas y las rutas aéreas que se deben conocer a la perfección antes de separarse un solo milímetro del piso.
Sentada en el suelo polvoriento, aprovechando el resplandor del sol que venía de afuera, ella fue recuperando también los recuerdos de las cursadas, las caras de los compañeros, los nombres de amigas con las que habían agotado infinitos termos de mate estudiando para los finales.
Y las clases de práctica, en las que tantas veces había llorado de rabia cuando sus humildes vuelos terminaban en patéticos aterrizajes de emergencia tras haberse remontado uno o dos metros del piso. Qué impotencia. Todo un año de fracasar una y otra vez hasta que un ayudante de cátedra le señaló su mano derecha: “Cerrás el puño justo cuando estás levantando vuelo, ¿ves?. Eso hace que tu cuerpo se desequilibre un poquito, y por eso siempre te vas hacia la izquierda y terminás perdiendo altura”. Con esas palabras, ella entendió, y poco después volaba mucho más fluido, con las palmas de ambas manos abiertas.
Y, por supuesto, también recordó el día en el que por primera vez se dio cuenta de que dominaba el aire, y que aterrizar o seguir elevándose dependía únicamente de lo que ella decidiera. Esa vez sintió que quería subir un poco más, mucho más; tal vez buscar un lugar acogedor en las nubes y quedarse a vivir ahí, bajando sólo de cuando en cuando para ver cómo iba todo allá abajo.
Cada apunte tenía un recuerdo asociado.
Así se pasó todo el domingo. Paró al mediodía sólo para hacerse un sándwich y se lo llevó al galponcito, donde se dedicó a roerlo descuidadamente mientras seguía repasando los viejos papeles.
Cada página revivía algo más de aquellos años de estudio que hasta hace un rato eran sólo un susurro sin forma, mientras que esta mañana estaban por completo perdidos.
Y de pronto, mezclado de una manera infame entre los papeles amarillentos, apareció su título. Esas letras pretenciosas y las firmas de las autoridades daban fe de que ella sí podía volar.
Sonrió recordando el día en el que, junto a muchos otros graduados recorrieron el cielo de la ciudad haciendo todo tipo de piruetas y movimientos coordinados para, finalmente, aterrizar con la gracia de bailarines de ballet en el césped frente a un público compuesto por familiares, amigos y otros estudiantes, que los aplaudieron y les desearon felices e infinitos vuelos.
Después, en el fondo de la caja, se encontró con papeles sin importancia que por algún motivo habían quedado ahí: Boletos del tren subterráneo, recibos ilegibles, pedacitos de papel con números de teléfono y direcciones, una guía de la ciudad. Y listo; No había mucho más que ver.
El sol había empezado a declinar cuando ella terminó de meter todo de nuevo en la caja.
Volviendo a la casa, se detuvo en el patio y, juntando los tobillos, extendió los brazos en cruz, abrió ambas manos, tomó aire y sintió cómo las plantas de sus pies se despegaban unos centímetros del piso. Ahora sólo hubiera bastado con contraer levemente el abdomen, arquear la espalda hacia atrás, y dejarse ir hacia arriba. En cambio, ella bajó delicadamente los brazos, y volvió a tomar contacto con el césped. Primero la punta de los pies, luego los talones. Leve flexión de las rodillas y por fin los brazos terminan de pegarse al cuerpo, con las palmas abiertas tocando los muslos. Un aterrizaje perfecto.
“Nada mal”, pensó mientras entraba a la casa.
Mañana era lunes y todavía no había preparado la ropa para ir a trabajar, pero se prometió que apenas tuviera un rato libre volvería a los apuntes. Quién sabe; tal vez una tarde de estas saliera a dar una vuelta volando por el barrio. Aunque sólo fuera para despuntar el vicio.

JUGANDO CON LAS PALABRAS


Y pasamos...

Levemente parecidos a ese Dios que reflejamos

El reflejo de correr aunque el camino esté embarrado

El reflejo de correr la misma suerte que esquivamos

Vamos bien si ya entendimos que pasamos

Porque todo lo que pasa y que nos pasa ya fue escrito

En el fondo del envase anuncia el día que nos vamos

Y pasamos porque todo lo que sé tiene que ver con lo que crece

Crece y crece desafiando latitudes y altitudes

Y actitudes, porque el vuelo es la tendencia natural que nos atrae

Porque arriba siempre hay alguien esperando

Pero todo lo que crece tiende a irse degradando

Dando todo por seguir un día más hacia las nubes

Sin pensar que lo que sube alguna vez se precipita desde lo alto

¡Alto ahí! ¡Ni un paso más! ¡Ni un paso en falso!

Que "lo falso" y "lo real" suelen chapar sin que nosotros lo sepamos

Que "lo falso" y "lo real" no nos definen cuando ya somos pasado

Y el pasado es una estela que se borra tan de prisa

Que no hay modo de seguir ni de copiar su tenue rastro

No me arrastro, porque aún en la tormenta voy derecho

El hecho es que esto de pasar no es lo más grato

Los milenios harán fósil esta huella de zapato

No lo sé, como no sé si es el izquierdo o el derecho

No hay derecho ni revés, sólo otros lados

Y la única certeza es que acá estamos de paso

Decálogo para entender un chiste

 "Los bebés al nacer son bastante feos... menos el cantante de U2, que era Bonito"

Acá van las aclaraciones:
1- Es un chiste
2- Es un chiste porque dice algo que no es cierto y tiene un final inesperado que provoca risa (Eso es un chiste).
3- El que inventó este chiste no odiaba a los bebés
4- El que inventó este chiste no odiaba a u2
5- El que inventó este chiste no odiaba la música
6- El cantante de U2 se llama Bono, y en diminutivo vendría a ser "Bonito"
7- El cantante de U2 no odia a los bebés; Los bebés no odian a U2; Y de hecho está comprobado que los bebés gustan de la música, aunque no específicamente de U2, porque a esa edad todavía no distinguen bien entre "With Or Without You" y "El baile del Pimpollo"
8- "El baile del Pimpollo" no es de U2. Por eso el punto 7 también debe ser considerado un chiste, si tomamos como criterio de evaluación lo planteado en el punto 2
9- Si al crecer los bebés eligen escuchar "El baile del pimpollo" no merecen ser echados del país ni excomulgados. Es una elección, nada más.
10- Bono no es un bebé, nunca cantó "El baile del Pimpollo" (no que sepamos), no odia la música (de hecho calculamos que la ama) y no nos consta que haya sido excomulgado o necesite un decálogo para entender un chiste de 15 palabras.

Sapos que se miran a los ojos

Afuera llueve y sopla un viento bastante fuerte, pero el calor todavía no se fue. Se asoma un sapo a la puerta del estudio, que sigue abierta. El sapo me mira. Lo miro, con ganas de sacarlo de una patada. Entiende el mensaje y retorna al patio. Fin de la historia. Así, el hombre y el animal vuelven a entenderse de manera tácita.

Al fin y al cabo todos estamos hechos del mismo barro y nos pasan cosas no tan distintas, aunque con diferentes puertas y diferentes lluvias...

27-09-2022 Por qué lo haríamos

Por qué lo haríamos. 
Por qué motivo iríamos hasta el borde del mundo. 
Qué nos haría levantar otra vez después de haber caído a los cinco segundos del primer asalto.
Por qué bajaríamos los pies de la cama, sabiendo que tal vez la presencia que nos asusta está ahí abajo, acechando en la sombra.
Por qué tendríamos ganas de reflejar la luz del sol que entra por la ventana, para llevarla al rincón en el que se adhirieron las últimas horas de la madrugada.
Para qué hablaríamos. Para qué, si las sombras son un argumento tan pesado e irrefutable.
Por qué buscaríamos algo más que estirar las comisuras de la boca hacia arriba o hacia abajo según corresponda.
Qué más decir cuando todo parece expresado. Qué paso sería el correcto, cuando nos tocó marchar en esta multitud de guerreros de terracota.
Por qué daríamos algún paso.
Y por qué yo no me estaría haciendo cargo de estas preguntas, si soy el que las enuncia; Por qué sumarte a vos, al punto de plantearlas en plural como hasta ahora...
Tal vez porque la noche sería más oscura sin vos.
Tal vez porque la mano que se estira en la oscuridad tiene que tocar otra mano que la andaba buscando. Y cuando dos manos se encuentran en medio de la noche, producen un estallido de luz, una provocación insolente dirigida al universo, una aceleración del proceso que convierte a las estrellitas en novas y supernovas.
Decir que existen dos que se encuentran es enunciar una refutación del vacío tan contundente que no hay física que valga. 
Cientos de volúmenes de apologética se pueden sintetizar en la tibieza que emana de un abrazo, o de una lágrima.
Hacemos lo que hacemos porque, como decía Julio, andamos para encontrarnos.
Claro que iríamos hasta el borde del mundo, y saltaríamos al vacío, y nos hundiríamos en el oleaje aceitoso de las dudas, y pelearíamos mano a mano con los monstruos que esperan debajo de la cama.
Claro que nos pararíamos después de haber caído de trompa en la lona pasados cinco segundos del primer asalto.
Claro que lo intentaríamos de nuevo.
Y de nuevo.
Y otra vez.
Lo haríamos porque este encuentro es todos los encuentros. Porque en este abrazo subyacen todos los abrazos que se dieron y darán en la historia del mundo. En este abrazo somos los primeros y los últimos. En este abrazo están todos los que se amaron antes, en la realidad y en la ficción. En las plazas, en las películas en blanco y negro, en los andenes, en las novelas de Corín Tellado, en los lugares comunes, en cualquier vereda sin alma que se convierte en única e irreemplazable sólo por haber sido el escenario de un encuentro.
Lo haríamos por todo eso, porque vale la pena, porque lo entendimos, porque rendirse nunca será una opción.
Lo haríamos, y en el hacerlo estarían respondidas todas las preguntas.

Trenes del verano

Adónde nos llevaban esos trenes que circulaban por los campos oscuros y polvorientos del verano.

Qué nombres identificaban a esas caras que de vez en cuando aparecían en la intermitencia de los andenes. Gente apurada por subir, bajar, llegar subir, bajar, llegar, subir, bajar, llegar y siempre así hasta el final.

Qué historia fundacional se escondía en cada amontonamiento de lucesitas que aparecían de vez en cuando. Los carteles con nombres de pueblos desconocidos no nos decían nada. Tal vez alguien inventaba cada noche un nombre nuevo y lo colgaba a la vera de la vía para entretener a los viajeros. Bien podía ser así.
Qué otras versiones del silencio había, dando vueltas allá afuera, donde no se escuchaba el tac-tac de las ruedas de acero zapateando en los rieles. Qué otras voces infamarían esos silencios. Silencios de ranas cantando a la vera de un arroyo pidiendo agua. Silencio de vacas rumiando y soltando leves mugidos de placer de vez en cuando. Silencio de niños dormidos que hablan en sueños contándose las aventuras del día, esos delitos terribles de los que papá y mamá no deben enterarse.
Cómo eran las casas solitarias que se identificaban en plena noche sólo por la luz amarillenta que salía de sus ventanas. Quiénes vivían ahí. Qué hacían despiertos a esas horas. Qué preocupaciones los desvelaban hasta tan tarde. Qué programas estarían viendo en sus televisores. Qué canciones estarían sonando en sus radios. Qué libros se habrían dormido junto con ellos, acurrucados en sus regazos.
A quién pertenecían esos caballos que de puro entusiasmados corrían por unos segundos a la par del tren y nos regalaban el espectáculo majestuoso de sus crines ondeando a la luz de la luna como si cada uno llevara una ola del mar haciendo equilibrio sobre sus cogotes.
"103 asientos", decían unos carteles chiquitos que iban atornillados cerca de las puertas de cada uno de aquellos vagones. Qué forma tendría el árbol imaginario que quedaría dibujado en el mapa al trazar la trayectoria de cada uno de esos 103 caminos que se habían juntado en la estación al partir y se irían separando con el paso de las horas y los carteles con nombres de pueblos reales o imaginarios.
Qué formas tendrían las casas que los esperaban. Qué sonidos empezarían a escuchar cuando bajaran en el andén y el tren se hubiera alejado.
Qué colores y texturas tendrían las sábanas entre las que descansarían por fin del traqueteo del viaje. Qué otros viajes emprenderían al soñar.
Es difícil ahora, tan lejos en el tiempo y el espacio, saber adónde iban los trenes perezosos del verano aquél...

Eternos reincidentes

"Siempre" y "Nunca" son dos palabras demasiado grandes para nosotros, tan chiquititos.

Tal vez soñaron un "para siempre" las hojas que brotaron en la primavera, pero ya lo ven... ahí están esta noche, volviéndose colchón de negrura húmeda en la vereda, y barro, y después nada.

Y al "Nunca más" lo podemos refutar toda la vida nosotros, los eternos reincidentes, que siempre volvemos a sonreír, a creer, y tal vez -por qué no- a darle una chance al amor...
Las palabras son importantes, pero tampoco tanto.
La felicidad transcurre casi siempre en silencio, cuando no hace falta decir nada.

BURBUJA

El peso específico de todas las tardes de domingo. La sombra que cae sobre la luna en los eclipses. La belleza siempre random de la cera derretida. La caricia que detecta, irregular, la cicatriz.
Todo eso que es placer pero dolor al mismo tiempo está encerrado acá, en esta burbuja que se escapa.
Todos los partes que se emiten desde el frente. Los campos blancos en la helada del invierno.
La reacción buscando acciones que le den por fin una razón de ser. Los pasos aburridos que va dando la rutina rumbo a algún sitio que ya sabe de memoria. Todo está en esta burbuja que se agranda, abarca el mundo y casi explota, pero no todavía.
La grieta que nació allá, en los cimientos, y se estira, ramifica, busca el techo.
El goteo de la lluvia en las canaletas oxidadas.
Todos los protones y neutrones que se mueven y están quietos y están acá pero también en cualquier otro lugar para que la cuántica cobre su sueldo a fin de mes con un bono a la eficiencia; para que le den otro premio al mejor empleado, aunque siga sin hacer lo único que serviría: disponer que la gente esté cuando no está, y viceversa, según lo exija la trama.
El peso específico de todos los anocheceres de todos los últimos días de vacaciones, y todas las mañanas después de navidad.
Todos los aullidos de los perros a la luna. Todos los incendios sofocados cuando sólo eran un fósforo. Todas las promesas no cumplidas. 
Todo lo que es pero no.
Todo está en esta burbuja tan fácil de desgarrar... Hasta el vértigo que sentís al estirar el brazo hacia ella. El brazo que se prolonga en una mano, que a su vez precede a un dedo que se estira y casi va a tocarla y ya la toca y se le escapa, pero el viento, y ahora sí, la toca.
Se hunde un poquito su superficie. La piel de las burbujas está hecha de un material extraño. Una aleación de cristal fusionado con niebla y con relleno de almohadas. 
El dedo presiona, y parece que la burbuja va a ceder. Hay un lapso de tiempo indefinido en el que prevalece el optimismo y la idea de que el dedo va a lograr atravesar la burbuja, entrar, salir de ella y todo seguirá sin mayores cambios. 
Pero al final no. 
Se produce el cataclismo. 
Si no existiera otro ruido en el mundo, podríamos aguzar el oído al punto de percibir la furia con la que se abre una herida en la piel de la burbuja, y la herida crece, se multiplica, y al final revienta.
En algún punto microscópico del piso llueven pedazos de burbuja, como chatarra espacial.
Pero acá, de este lado de las proporciones, la burbuja simplemente ha desaparecido. 
Y con ella, tantas cosas.
El mundo sigue girando. Parece que nadie se da cuenta. Pero nosotros no somos como ellos. Sabemos que hemos causado una tremenda alteración en el universo. 
Ahora, al mundo le falta una burbuja.
Y todo lo que tenía adentro.

SOMOS MENSAJES

SOMOS MENSAJES en botellas lanzadas a un océano de gente que no sabe leer. 

Pero lo que importa es que somos mensajes.

Sin hablar, sin escribir, sin mover un sólo músculo, igual estamos diciendo.

Y hay silencios que expresan tanto que no alcanzaría la vida para traducirlos en palabras.

Somos el reflejo de lo que nos habita; la canción que canta el espíritu ahí adentro. 

Somos fácilmente descifrables para quien tenga el código en el que estamos redactados, escritos, impresos en la superficie del tiempo.

Pero muy pocos buscan esos códigos. Muy pocos se dedican a tratar de entender.

Somos ignorantes ilustrados, leyendo amplios volúmenes para saber lo que no nos servirá, y desechando los dos o tres signos que nos salvarían la vida.

En multitud, o solos, siempre decimos algo. Somos un enjambre de significantes que buscan alguien que los decodifique.

Pocas veces sucede el milagro, pero puede suceder: Dios toca a alguien que por un instante habla en lenguas extrañas y pronuncia las palabras. Esas dos o tres palabras que no significan nada para todos, pero sí para alguien en especial. Ese alguien sí las entiende, y para él son al mismo tiempo lágrimas, o caricias, o nostalgias, o risas, o ausencias, o desesperaciones, o amor...

Y entonces se produce el milagro más grande de todos. Nos sentimos comprendidos, abrazados, reconocidos, plenos.

Sólo faltan oídos abiertos, corazones de puertas arrancadas, almas en carne viva... Recolectores de significantes. Almas a las que una variación en la densidad del aire o la salinidad de una mirada no les resulten indiferentes.

Somos el mensaje que alguien está esperando recibir.

En algún lugar, perdida en este océano de cartas escritas con garabatos extraños, está la palabra que me hará feliz. Dedicar la vida entera a buscarla es la única manera sensata de invertir el tiempo.

En algún lugar -tal vez en estas líneas- se esconde mi propio criptograma en clave enigma.

Somos mensajes a punto de revelarse, y nuestras voces están siempre a un paso de ser escuchadas.


Hoy

Hoy es el momento en el que las cosas pasan. Hoy.
Cada instante que se acaba, ya es ayer.
Y entonces hoy es el momento en el que se decide lo que haremos con los minutos que nos quedan en esta bolsa que vino con el fondo roto. Hoy es la oportunidad de ver la realidad de otra manera. Hoy es un buen día para reemplazar prejuicios por coraje, miedo por decisión.
Hoy Dios te pide una composición con tema libre.
Hoy estamos más cerca del día que esperamos tanto. Hoy el sol salió. El aire estaba limpio. Las plantas empiezan a rescatar de sus memorias vegetales la armonía del color verde.
Hoy somos más sabios.
Es probable que este día irrepetible, este fenómeno, esta maravillosa noticia, este acontecimiento de proporciones asombrosas que viene asomándose en el horizonte, sea sólo para nosotros.
Hoy somos libres para elegir la felicidad. Hoy bajó la fiebre, callaron los roncos murmullos de la noche, huyeron las criaturas de la oscuridad. Hoy es un día nuevo. Es una pieza perfecta. Es el momento en el que elegimos reír.
Hoy.
Que no caiga la noche sin que hayamos gestado un par de revoluciones contra el imperio de lo común.
Que no llegue mañana sin que le hayamos hecho justicia a la belleza de este momento.

Dueños de todo



Somos dueños de todo. No sabemos qué es poseer algo; entendemos que todo es nuestro; y por eso todo es nuestro. A nosotros nos pertenecen los sueños imposibles. Tenemos permiso para ser torpes y abrazar con las manos embarradas. Nos pertenecen todas las tardes de sol y las siestas del verano. Somos dueños de la sonrisa que perdona y comprende cuando nos equivocamos ¿hay algo más caro que eso?
La felicidad se hizo para nosotros, y es de todos porque no nos molesta compartirla. 
La sonrisa no tiene talla, porque es una prenda que se amolda a cualquier cuerpo y a cualquier cara, pero a nadie le queda tan bien como a nosotros. 
El que pintó el mundo le puso múltiples colores pensando en nosotros. 
Somos dueños y protagonistas de todos los cuentos de hadas y de todas las canciones inocentes. 
Somos dueños de la versión más pura del amor. 
La tierra es nuestra. 
¿Qué nos pueden regalar hoy, que no lo tengamos ya?
Sólo Dios tenía algo más...
Y mandó a decir que no hay problema, que lo demos por hecho: que el reino de los cielos también es nuestro.

17-03-21 Pasamos


Pasamos, colosales y torpes, vagamente parecidos al ser que reflejamos.

Pero tan vulnerables como las mariposas, las cordilleras, los bichitos de luz y las pirámides de Egipto.
También podemos ser una promesa susurrada. Entonces, antes de haber sido, ya no somos. Como la gente que viaja en ese tren nocturno que no para en nuestra estación. Caras que no vamos a retener ni un instante. Ahí va alguien de quien nos pudimos enamorar. Ahí pasa alguien que pudo ser nuestro amigo. Alguno de esos pasajeros lee un libro del que nunca tendremos noticias y moriremos sin haber sospechado siquiera lo que ese texto encierra. Una chica escucha música y esas melodías tampoco nos llegarán nunca. Tal vez habríamos establecido una interesantísima charla con él o con ella. Pero ahora el tren es una luz cada vez más insignificante que se pierde a lo lejos, un último bocinazo que se ahoga entre las plantas allá, en el último paso a nivel, para que vuelva el silencio.
Y hay un vértigo terrible en esa relatividad del tiempo y el espacio, porque los pasajeros del tren no ven pasar la estación de la misma manera que nosotros los vemos pasar a ellos. Ellos la ven llegar lentamente. Tienen chance de adivinar caras y cuerpos en los bultos que pueblan el andén. Para nosotros, en cambio, son un relámpago, una serpiente de hierro y luces que se escapa muy rápido.
Pasamos y enseguida somos una memoria encandilada, lo que nos queda es el fogonazo de un flash que se nos pegó a las retinas un buen rato después de haberse extinguido. Y luego nada. La luz se apaga. Desaparece. El silencio nos conoce mucho más que nadie.
Entonces qué nos queda en esa rueda endiablada de luces y sombras alternándose sin un patrón, en esa locura de ver que todo es parte de un mismo jirón de niebla. De qué manera podemos darle un manotazo a la serpiente de acero y luces para que se detenga. Qué mecanismos de tamaños inabarcables podrían contradecir la condena de las almas que pasan y se apagan mucho antes de que podamos conocer la música que sonaba en sus oídos o las letras que los conmovían.
Si es que existe, esa magia, ese generador de eternidad, ese volante que hace doblar el tiempo, tiene que ser el amor. Si es que hay una manera de quebrar por un rato el encadenamiento de olvidos, esa manera tiene que ser amando.
Al momento de amar se borran las fronteras entre el que mira desde el andén y quien lo ve desde la ventanilla iluminada en la noche. El amor es una frase entre paréntesis, una mancha de luz, una canción que cancela el ruido. Y cuando el amor ya no está, vuelve la incertidumbre, lo borroso de las cosas. Entonces ya no estamos. Hemos pasado. El andén se quedó en silencio, a la espera de otros instantes robados a la serpiente de metal, otros susurros tercos que propongan instalar la eternidad en el espacio de un suspiro.

13-04-04 Kilómetro a kilómetro

Dicen que después el tiempo enseña. Eso que llaman crecer. Parece que, como todo se aprende, también se aprende a disimilar en las despedidas.

Pero de una manera u otra uno llora como cuando era chico.

Para mí que los seres humanos no estamos hechos para despedirnos. Lo nuestro no es eso.

Nos acostumbramos, pero no es lo nuestro.

¿Se acostumbrará uno a viajar? 

Viajar; ese verbo ambiguo que trata de definir el vértigo de saber que minuto a minuto uno está más lejos de ella. De vos. De anoche.

Qué decir de anoche que no esté escrito. De vos, siempre a punto de llorar, y yo secretamente queriendo que al final te decidieras por el llanto. De ese único momento en el que al fin reventó tu angustia como una bomba y supe que por fin no iba a tener que aguantar verte aguantar. Tu dolor fluía a chorros. Salía afuera por fin. Tu cuerpo se encogió y se hizo leve entre mis brazos. Si no te abrazaba fuerte, te caías, igual que el agua de tus ojos.

Y tu voz, tan quebrada, tan distinta.

Y tus besos, en cuya humedad germinaban lágrimas.

Qué más decir de anoche. Lo que se puede pronunciar ya estaba escrito, pero es mucho más lo que no encuentra un lugar en las palabras.

No aliviana nada el saber que ya sabíamos. Siempre queremos saber, pero luego, cuando sabemos, eso no nos sirve para nada. Quién puede prepararse para hacer que un desprendimiento  sea menos des. Aunque siempre es des. Y no queda otra que amoldarse a esa sinceridad terrible, dolorosa, tan punzante, tan desprendimiento con DES en mayúsculas, subrayado y en negritas.

Ahora es el tren. Primero había sido el colectivo. En el colectivo veníamos parados, apretados y derritiéndonos mientras avanzábamos tan despacio por las entrañas de este abril caluroso y húmedo. Acá el traqueteo de las vías le entra a uno por las nalgas, va escalando de a poco por la espalda, y al final sentís que es tu cerebro el que va a los saltos adentro de tu cabeza. El cerebro, todo. Saltos dentro de la cabeza. Las horas van pasando sin cambios. Todas llenas de más y más lejos; llenas de ya casi pero todavía no. Las horas llenas de esa malicia que les hace susurrar al oído que estamos más lejos, pero no sólo en el espacio y a buen entendedor ya se sabe. 

Acá soy cada vez más consciente de que hay algunos momentos que no regresan.

Ya se sabe lo que se dice del tiempo, que es un río, y que nunca es el mismo cuando uno vuelve, y todo eso.

Yo qué sé. Qué va a pasar cuando llegue, yo qué sé. Voy a poder dormir sin sueños o voy a escuchar una y mil veces los ecos del silencio de tu llanto en mi cabeza. Yo qué sé.

Las distancias, si bien son más que físicas, duelen en el cuerpo también. El bolso pesa muchísimo; se le agregan una tonelada o dos por cada kilómetro. Pero mejor no hacer cálculos ni listar nada. Por ejemplo, si hago la lista de todo lo que pierdo por cada kilómetro, no me queda otra que abrir la ventanilla y saltar.

Pero no. Prefiero soltar solo los ojos y dejar que cuelguen y se arrastren por el campo buscando el punto en el que el sol se escondió hace poco dejando un horizonte teñido de rojo.

Daría todo por tenerte acá de nuevo sentada en mis rodillas, de nuevo al alcance de mis manos, de mi boca, de mi piel, de lo que está debajo de la piel, por dentro de los huesos.

Pero no. Sos carne del tiempo y el espacio que se escapan hacia el horizonte cuando miro por la ventanilla.

Así las ciudades también siguen pasando y yo no dejo de sentirte lejos. Vos lejos, y yo sin más instrumento que estas poquitas letras para irte sangrando lentamente.

Brisa fresca en un mediodía de verano





A veces una brisa fresca como la de hoy divide el verano. Aire que parece robado al mar, aunque el mar esté tan lejos.

Una corriente de ese aire se mete por las ventanas, para revitalizarte el cuerpo y también el alma, aunque sea un poquito.
Una caricia que trae recuerdos de días más felices, saca a la calle algunos fantasmas y hace lo propio con otras tantas sombras.
Este aire viene a negociar una tregua con el sol, y parece que por un rato se saldrá con la suya.
Apagá la tele, silenciá el celu. Sentí tu propia respiración en el silencio. Sentí cómo ese aire te va llenando, va viajando de tus pulmones a tu sangre, y por ella a todo el cuerpo.
Escuchá el sonido de tu respiración.
No puede ser casual que algo tan simple pueda llegar a hacerte tanto bien. Alguien debe estar detrás de esta brisa fresca, de esta música leve a cuyo ritmo bailan las cortinas. Alguien debió estar detrás de ese golpe maestro en el que se robaron un retazo de brisa en algún lugar del océano y lo soltaron acá.
Alguien y por alguna razón.
Ahora que apagamos los ruidos, escuchemos. Tal vez el autor de semejante prodigio tenga algo que decirnos...