23-11-13 Aullidos

Quizás porque hasta las bestias se van civilizando con el tiempo, en un barrio como Las 14, en el que hay más perros que gente, han ido desapareciendo del paisaje sonoro los aullidos. No hablo del aullido triste de un perrito solitario que espera a su dueño en el fondo de algún terreno oscuro y se divierte tratando de alcanzar a la luna con la lanza de su voz aguda. 
Eso todavía existe. 
Pero yo recuerdo los grandes conciertos de aullidos de las noches de verano, hace no muchos años. 
Eran unas veladas en las que, espontáneamente, un aullido llamaba a otro, y la red se iba haciendo cada vez más grande. Recuerdo a esa secta de cuadrúpedos adoradores de la luna, bohemios amantes de la soledad, con sus pelajes repentinamente azulados en la tenue luz nocturna. 
La enormidad de los aullidos lejanos, todos juntos; y luego el perro de uno, cuando se unía, apelando a la manera escalonada de ir tanteando el aire con la cabeza antes de largarse a aullar plenamente, que suele caracterizar a estos animales. Una especie de cabeceo suave en el que parecen serruchar la brisa con el hocico, mientras se van estirando hacia el cielo, y el aullido se vuelve entonces una prolongación de ellos mismos.
Era de noche. La oscuridad reinaba en este espacio en el que el campo es casi pueblo y también lo opuesto. Desde lejos, aquella Suipacha de hace unos pocos años -de ayer, de hace un rato- era una galaxia que lloraba con mil voces de perros solitarios.
Anoche, sin embargo, volví a escuchar algo parecido a una de esas ceremonias. No tan multitudinaria, es cierto. Pero con muchos aullidos y la misma melancolía de esa época.
Más viejos algunos. Cansados otros. Muchos de ellos atrapados por el burgués conformismo del sillón y el televisor, con la mano del amo acariciándoles las cabezas, algunos de esos perros que yo escuché en mi adolescencia, ya saben -les enseñaron- que el silencio es lo más cómodo. Saben que, si se animaran a soltar uno de esos aullidos de libertad, de rabia, de tristeza, de poderosa furia contenida... Acabarían en el patio, durmiendo a la intemperie. 
Pero estos perros que escuchaba anoche eran otra cosa. Se los notaba feroces, casi decididos a romper el cielo con sus lamentos. Ese aullido que brota desde las entrañas, donde la libertad es el recuerdo de la libertad. 
Porque en ese aullido está el que cada uno de ellos fue en un tiempo. Son libres en ese aullido. Es una canción de esclavos, un murmullo de masas que se revelan, un plan de presos que organizan su fuga, un discurso de muchas voces que suenan juntas, un coro de ferocidades, un resumen de ganas de salir a cazar, una maraña de garras que se excitan ante la idea de ir a buscar el alimento, la urgencia por salir disparados con toda la fuerza que las patas permitan correr, un deseo de que el mundo vuelva a ser infinito y los campos no tengan alambrados, una desesperada necesidad de que alguna presa aparezca entre los pastizales y haya que alcanzarla para poder convertirla en comida, una furia penetrante, una necesidad de que a la luz de la luna los colmillos encuentren la carne tibia para romperla en jirones, un clamor de las entrañas por subir a la luna dando vueltas y vueltas trabados en batalla con otros de su especie, un deseo ardiente de asechar a una hembra y ganar su favor a fuerza de vencer a los contrincantes...
Porque en algún lugar de sus memorias, están los lobos que fueron, los feroces depredadores que fueron, los libres y salvajes perros que recorrían llanuras y sabanas en busca de un día más, sin más preocupación que ser.
En ese aullido está el recuerdo de los que fueron y ya no son. La síntesis de una batalla perdida, la culpa de un combate abandonado, la rabia de que hoy la comida venga de las manos de un hombre y el universo sea cuadrado, con piso de cemento.
Nosotros, los hombres, un poco más adelantados, hace rato que no aullamos. Hace rato que no nos da por ser los que éramos. Ya no miramos la luna con anhelo. Nosotros ya somos todos más o menos iguales al perrito que ahora se echa a los pies de su dueño, lame su mano, mira la televisión como si pudiera distinguir lo que ahí aparece... 
Estaría bueno recuperar los aullidos. 
Aunque sea de vez en cuando.

Máquinas

"Las Maquinas de la felicidad", es el nombre de uno de los libros menos famosos de Ray Bradbury. Siempre me gustó ese título, y creo que hasta escribí algún poema inspirado en esa idea (si no fue a parar al galpón del fondo para deleite de las ratas, puede que esté en algún lado junto a otros papeles). 
Me fascina la idea de que nosotros -vos, yo, todos- somos, en nuestra compleja naturaleza, tan singular, las piezas que accionan la felicidad. 
Somos detonantes de la felicidad, y podemos generarla con sólo proponérnoslo.
Una sonrisa, un apretón de manos en el momento oportuno, una palabra de aliento, un silencio acompañado, y repentinamente el mecanismo se enciende: Un generador enorme alimenta unas lámparas que de golpe se orientan a vos y te iluminan la cara suavemente, como una caricia. 
Una serie de complejas palancas y varillas aceitadísimas te abren los ojos, te pulen la mirada. 
Se oye un potente crujido cuando empieza la lucha de los cables que tiran hacia arriba de la comisura de tus labios, y de a poco se te va dibujando una sonrisa. 
Pero eso es sólo el comienzo, porque al mismo tiempo, las maquinarias están trabajando a todo vapor adentro tuyo, insuflando calor a tu alma, derritiendo el miedo, evaporando la tristeza. 
Una larga cadena de montaje viene desde lejos a descargar toneladas de fe en la explanada de tu alma. 
Una serie de poleas, que se estiran al máximo y rechinan por el esfuerzo, te acelera el ritmo del corazón. 
Las máquinas de la felicidad son perezosas, pero cuando se activan se vuelven imparables. Echan humo y vapor, se agitan, escupen chispas, y así de a poco el sistema se va poniendo en marcha. 
Sonreís.
Y me mirás. 
Y yo, que hasta hace unos segundos también estaba triste, te veo y siento que algo se agita adentro.
Veo lo que no veía antes. Quizá alguna sutileza, un cambio en la tonalidad de tu pelo, un cambio en el tono de tu voz, o el vuelo de tus manos. 
La máquina se enciende; se queja en el esfuerzo, pero se pone en marcha.
El ciclo empieza de nuevo. 
Siempre distinto. 
Cada vez más poderoso.
Desde algún lugar, Dios mira de vez en cuando que todo ande bien, pero no se preocupa demasiado. Confía en sus máquinas. 
Y sabe que somos capaces de hacerlas funcionar a la perfección.