El amor se tiene que abrir camino

El amor se tiene que abrir camino. Y tiene que ser ahora.
Tiene que ser cuanto antes. Es urgente. Hablo de algo que no puede esperar.
Suenan las alarmas en todos los rincones. Si nadie puede escucharlas es otra prueba de lo mucho que nos hace falta que el amor salga de las sombras, ahí donde lo dejamos.
El amor tiene que encontrar cuanto antes una vía húmeda en los escombros para hacer crecer sus raíces.
Es imprescindible que sea ahora, con tanta boca maldiciéndose a sí misma y escupiendo al cielo. Es tan necesario como una bocanada de aire en una atmósfera viciada.
Ahora, que estamos cada vez más lejos. Con millones de kilómetros de fibra óptica destinados a comunicar nuestras diferencias. Con toneladas de chatarra espacial orbitando alrededor del planeta en la ilusión de que así estamos más cerca, pero no.
"Es imprescindible", declaran esas lágrimas silenciosas. "Es urgente", dice a gritos el vacío que te espera al final de la jornada.
El amor tiene que aparecer desde algún lugar, romper el silencio, escupirnos en la cara su verdad que aplasta el odio.
Ahora que tantos falsos profetas saben exactamente lo que necesitamos.
Ahora que el pasado y el presente se parecen tanto en eso de estar en nuestra contra. En este entrevero de telarañas y polvo. Cuando nos asomamos al abismo y sentimos el tiron irresistible de las ganas de saltar.
Ahora. Ya mismo.
Qué podemos esperar para que esto cambie, si no hay dónde volver y si hay algo mejor sólo puede estar adelante.
Se tiene que desatar un terremoto, y después la evolución imparable de músculos y arterias que recubren los huesos secos, creciendo como plantas sobre las osamentas del pasado. Recreando torrentes sanguíneos, carne, grasa, piel, ojos, y pelo, hasta recibir el aliento que da vida.
Tiene que haber una voz que, de tan dulce, haga callar a los que gritan con furia frases incoherentes. Tiene que ser una caricia que calme a los que debaten en la tele y a los que escupen su veneno en las redes sociales. Algo que pueda curar a los enfermos de odio. A los que, de tanto odio que tienen adentro, se les escapa el ácido por los ojos cuando miran.
Este es el momento en el que el amor se tiene que abrir camino.
Confiemos; y abramos las puertas, las ventanas. Si es necesario, hagamos agujeros en las paredes para que pueda entrar como sea, porque lo necesitamos más de lo que él nos necesita.
El amor siempre encuentra la manera de volver. Tal vez nosotros encontremos la manera de hacerle de nuevo un lugar.

Eliminando criaderos de dolor


Descacharrar. Ese término que se escucha tanto ahora con esto del dengue. Des-cacharrar, algo así como deshacerse de los cacharros. Y los chacharros -fijate que si lo decís varias veces seguidas empieza a sonar raro- vienen a ser como esos invitados molestos de los que te tenés que deshacer porque no suman nada bueno y por el contrario, te ensucian la casa, el terreno, y se conviertenen en criaderos de mosquitos o de vaya a saber qué otras alimañas. Porque cacharros hay en todos lados. En la casa del humilde vecino de las afueras y en el chalet de fin de semana de algún ricachón al que ni le conocemos la cara. Cacharros que alguna vez fueron otra cosa, pero ya no lo son. Porque ese tarro que ahora está ahí medio enterrado, con varios centímetros de agua negruzca en el fondo y un montón de larvas creciendo en él, antes fue otra cosa. Esa olla primero dio riquísimas comidas pero después en sus tiempos de vejez fue explulsada de la cocina y debió peregrinar al patio, donde sirvió como maceta, y más tarde, abollada y descolorida, casi irreconocible, terminó acá, entre el pasto, medio tumbada, y con un poquito de agua en la que se están amontonando los mosquitos. La superficie de esta mínima cantidad de agua está agitda porque, de a poquito, van emergiendo de ella los mosquitos jóvenes que nacen, se asoman a la vida y tras caminar sobre las aguas, dubitativos como un San Pedro en medio de la tormenta, se echan a volar y a cumplir con su destino de picar, extraer sangre, y tal vez contagiar el dengue. Todo saliendo de un chacharro que nadie en la familia recuerda que está ahí, aunque todos saben que está ahí. 

Y después están los otros cacharros, los del alma, que son los más difíciles. 
Ya se sabía que todo esto iba a terminar en ese lugar, porque todo va al alma. Todo, incluso los cacharros. Y andamos muchos por la vida arrastrando esos criaderos de mosquitos con nosotros. Sin poder olvidar algo que nos pasó; algo que nos hicieron, algo que nos quedó agarrado a las entrañas y por más que tironeamos, no quiere salir. Cacharros de formas y colores diversos. Cacharros que alguna vez nos hicieron felices pero hoy sólo nos enferman y si no los tiramos nos van a matar. Tiempo de descacharrarnos por dentro, que es lo más difícil, porque a un tanque de mil litros, si nos ponemos de acuerdo entre muchos, lo movemos, pero este dedal, esta tapita de botella, que está en el fondo del corazón de esa persona a la que la hirieron en su infancia... Es mucho más difícil de mover, y está en un lugar al que sólo Dios puede llegar. Y dejarnos alcanzar es lo único que nos puede salvar. Y nos cuesta dejar que alguien pase al terrenito del fondo, al rincón del patio al que nosotros nunca vamos, al lugar en el que las larvas se reproducen y se convierten en mosquitos, y nos enferman... Al final todo eso nos enferma. 
Sacar los cacharros del pasado que no fue, las esperanzas vanas, las maravillas que no fueron. Sacar a la calle esos restos de amarguras nunca lloradas. Las lágrimas que nos guardamos esa vez, y la otra, y después otra vez más, hasta que nos enfermaron. Las larvas en crecimiento del rencor, el odio. Lo que nos mató la fe. Hubo un momento en el que se te pudrió la fe. Ahí, entre tanto cacharro, la fe se pudrió y ahora es muy difícil recuperarla. Pero si no lo intentás, si no limpiás el terreno del fondo... Bueno; ya sabemos lo que pasa.
Por eso, animate: Ponete las zapatillas y los pantalones viejos, la remera esa que te reagalaron pero no te gusta ni un poquito, y a limpiar el fondo de casa.
Y seguro que cuando empecés a revolver, alguno de esos cacharros, la olla de la que hablamos antes, por ejemplo, te va a dar lástima tirarla. ¿Y si la vaciamos y la dejamos de nuevo donde estaba? ¿Qué mal puede hacer? Y ahí es donde no podés aflorjar. Tirala de una. Ni lo dudes. Limpiá todo, tirá todo. Cortá el pasto, eliminá los criaderos de tristezas. 
Y después, mucho después, en unos meses, o tal vez en unos años, cuando te animes y vuelvas, es posible que hasta veas que crecen flores ahí donde antes había puros cacharros viejos. 

SIMULTANEIDAD


Nada más verte sonriendo y se descarrilan varios trenes; tropiezan las viejitas que compran verduras en el super de los chinos; se dan por vencidos varios maratonistas en algún circuito impronunciable de Alemania; dan dos vueltas en el aire los suicidas que se tiran al vacío; los yanquis se deciden a invadir varios países tercermundistas; los políticos dicen dos o tres mentiras menos por segundo; palpita incontables veces mi corazón al ritmo de un blues rabioso; se disuelve a medias la niebla de una mañana de Agosto y en el congreso aprueban una o dos leyes.
Se desvanece lo que Jorge Luis llamaba "El horror de vivir en lo sucesivo..."
Nada más verte sonriendo y se destrozan los muros que separan a los buenos de los malos, a los blancos de los negros, a los lindos de los feos, a los enfermos de los sanos, a los locos de los cuerdos. Se convierte en agua el helado que sostiene una niña distraída; se incendia la cabeza de un fósforo justo antes de llegar a la punta de un cigarro; se hacen papilla los autos que una máquina tritura para hacer con el metal otros autos; se van desgastando de a poco las ideas al ritmo del olvido.
Sonreís y en ese mismo instante todos los relojes del mundo dicen TIC y luego TAC, pero más lento, de modo que con cada sonrisa tuya el universo cambia su ritmo sin que nadie se dé cuenta.
Nada más verte sonreír y mirarnos de reojo y todas las pruebas y exámenes entregados se corrigen solos, generando epidemias de calificaciones positivas que los más agrios profesores no pueden explicar; se inician incendios en las costas de África y las llamas se apagan al mismo tiempo. Caen innumerables meteoritos en un campo en las afueras de Suipacha. Se codifica y decodifica muchas veces sucesivas el genoma humano.
Tinelli mira a la cámara.
Macri y Cristina se toman un café juntos contando anécdotas y olvidándose de todo pero bien.
Clarín dice la verdad. Y C5N y todos los otros.
Los del Facebook descubren la diferencia entre "a ver" y "haber".
Me crece el pelo.
Y en al absurdo se hacen notorias varias verdades (aunque, como decía Gregory, "todos mienten")
Con tantas cosas ocurriendo al mismo tiempo -tanto ruido- no es raro que en ese momento de caos imperceptible se te escape el detalle de que tu sonrisa también alcanza para hacerme feliz por el resto del día.

14-05-16 Ciudadanía

De dónde somos?
Del lugar en el que nacimos? 
Del lugar en el que elegimos vivir? Del lugar en el que estamos ahora? Yo creo que somos del lugar en el que somos felices, o de ese sitio en el que lo fuimos. 
 Algunos somos parias, oriundos de un espacio que ya no existe, una esquina a la que volvemos en vano, porque la felicidad ya no está ahí.

ABRIENDO UN PAQUETE DE GALLETITAS

Tengo una teoría: Los paquetes de galletitas fueron creados por el mismísimo Lucifer, para jodernos la vida. 
Es en serio: Esos paquetes de forma cilíndrica en los que se apilan las masitas como si fueran los pisos de un rascacielos, son los peores, tanto que claramente fueron creados por el maligno. Y la obra cumbre del muy taimado fue la tirita roja, esa que te hace creer que, si sos lo suficientemente inteligente y hábil, podrás abrir el paquete prolijamente y el mundo te sonreirá y te darán un premio Nobel de astrofísica. Pero eso nunca ocurre. Tirás y el tirón arranca lentamente la tirita roja; la sentís raspar entre dos galletitas que están ahí apretadísimas como siempre y se ríen de tu imposibilidad de comértelas. Entonces encima te da hambre. Porque antes no tenías hambre, pero ahora que estás bregando con esa tirita que debería salir y no sale, te da hambre, más que nada de pura ansiedad.
Tirás de nuevo, ahora con mayor resolución, pero no pasa nada, porque el hilito rojo se ha ido despegando por el lado de adentro del paquete, ha dado toda la vuelta y no se desprenderá del todo. Tirás, ya con rabia y podés notar que corre escapándose entre tus dedos, decidido a quedarse donde estaba. Eso sí: te va dejando un poco de pegamento adherido a la yema de los dedos, con lo que sabés que cuando por fin el paquete logre abrirse, no vas poder tocar las masitas, por miedo a impregnarlas con esa goma que vaya Dios a saber con qué porquerías está hecha. Desechás las esperanzas de abrir el paquete sin las uñas. En algún lugar debería haber un cuchillo o una tijera, pero justo ahora no aparecen. Andás por toda la casa con el paquete en la mano, y la tirita roja, todavía adherida al paquete, como un latiguillo de juguete o una lengua burlona, se agita con los movimientos que hacés, cada vez más frenéticos. Porque a esta altura de las cosas empezaste a ponerte un poco nervioso y a preguntarte quién inventó esta porquería y -todavía más inquietante- quién quiere comer las estúpidas galletitas si el precio es este calvario en el que sólo vos te sentís engullido, aplastado, deglutido; sólo vos, porque las masitas, muertas de risa.
En eso descubrís que, sin pensarlo siquiera, como un reflejo instintivo, estás tratando de abrir el paquete con las uñas. Las uñas, sí; Con la millonésima de bacterias que hay ahí, con toda una colonia de bacterias okupas que están ahí abajo esperando este momento, cuando el paquete por fin se abra y las migas vayan a parar a sus dominios. Las uñas están tratando ahora de separar el pliegue donde los dos extremos del celofán se unen para formar un cilindro que aprisiona a las galletitas. Tendría que abrirse si lográs entrarle por ese pequeño agujerito que dejó el hilito rojo antes de romperse, pero ya está escrito en algún lugar del cosmos que acá, en la órbita obtusa del paquete de galletitas, esa lógica está lejos de cumplirse. Primero la uña no logra encontrar un modo de entrar, y es lógico: Estás haciéndolo con muy pocas ganas, con miedo de lastimar a la corteza de la galletita más próxima. Con esa dedicación de cirujano que opera un tumor cerebral no vas a lograr nada. Esto requiere un poco de rudeza, pero delicada. Una brutalidad contenida a lo Hamprey Boggart. Vas de a poco haciendo ese rasgueo de la zona en la que un pliegue de celofán se ha despegado un poquito al principio. Y siempre nos quedará Paris. Con las uñas del índice y el anular alternadamente raspás ese pliegue esperando que de a poco se vaya desprendiendo y por fin puedas abrir decentemente el maldito paquete. Te sentís como un concertista de guitarra, pero lo que se escucha es apenas un triste tic-tic-tic. Y nada. Entonces empezás a caminar de acá para allá mientras le das al Tic-Tic-Tic y ya te sentís cada vez más un rockstar pero también un reverendo tarado. Entretanto, el tic-tic va abriendo un huequito perezoso en el paquete, pero está lejos de anunciar una incisión automática y rápida. No: Lo que pasa es que las uñas van abriendo el agujerito en la resistente coraza de celofán, pero al mismo tiempo estás rasguñando las galletitas que esperan adentro, y de hecho empezás a notar que de tanto manoseo algunas ya se rompieron un poquito; Y al pensar que las uñas, esos enormes alojamientos de bacterias, han estado enterrándose en las galletitas más próximas, sabés que te va a dar asco comerlas y por ende vas a tirarlas en el momento o el día en el que por fin el paquete se abra. Apretás con cuidado el borde del paquete y vas deslizando el dedo por él, tratando de contar desde afuera, los ascensos y declives que atraviesa la punta del índice, con lo que llegás a la conclusión de que al menos cuatro y tal vez cinco de las galletitas ya se han perdido para siempre. Y eso suponiendo que logres abrir el paquete sin contratiempos mayores, porque sabés por experiencia que algunos explotan por fin soltando toda su contenida presión y entonces se dividen limpiamente en dos partes, con tres cuartos del total quedando en el sector más grande, y el resto volando en el sector más pequeño, que de golpe se ha convertido en una especie de tapa y al desprenderse vuela hacia el piso. Pero ni siquiera aceptando esa catástrofe posible como un daño colateral, una especie de peaje a pagar antes de poder comerte, aunque sea, las tres cuartas partes que sí deberían quedarte en las manos, ni siquiera así podés evitar la frustración de notar que seguís rasguñando sin lograr nada más que afianzar el agujero tosco y lleno de migas.
Ese agujero que ahora está lleno de bacterias. Ese agujero al que sentís que es hora de atacar con más ganas, con más fuerza, con más furia. Ya no es Hamprey Boggart el que ataca; de golpe sos una especie de bestia que gruñe y clava sus uñas donde puede y tironea sin importarle lo que pase con las galletitas aledañas, las que están cerca del agujero cada vez más grande y que de a poco se van pulverizando.
Pero el paquete tiene su propia ley, y ya se ha hablado de eso antes aunque por un momento lo olvidaste. Por eso no es raro que de golpe, a traición, ese filo del celofán estirado al máximo que aun así se niega a ceder se mete debajo de tu uña y parece cortarte; la sensación es de violación, de intromisión en un sitio sagrado. Das un grito y tirás el paquete. Lo ves rodar por el suelo, con su cintita roja girando loca como una guirnalda patética. Te agarrás el dedo, apretando la uña, como si de un momento a otro la uña se fuera a despegar por completo, y al mismo tiempo mirás el paquete con odio. Ha ido a parar a un rincón sombrío, cerca de la pata de la mesa, y la cinta roja quedó tendida en el piso, como extenuada.
Lo vas a buscar. Y descubrís que ya no tenés hambre, pero sí tenés hambre. El verlo ahí, todo revolcado, todo paseado por el piso, todo viejo de tanto manoseo, ha hecho que el contenido del paquete ya no te atraiga, pero igual tenés hambre. Es un hambre que te sale del hígado, de la garganta reseca, de la frente sudorosa. Es hambre de venganza. Agarrás el paquete con las dos manos, como si fuera la empuñadura de una espada, y decidís que no importa si se abre o no. Estás decidido a hacer que ya no importe. Y entonces lo das contra el borde de la mesa. Como si trataras de asfixiarlo. Cerrás las manos con fuerza sobre el área donde debió abrirse, hace una eternidad, cuando tiraste de la punta del hilito rojo y no pasó lo que se suponía que tenía que pasar. Lo agarrás de ahí y lo das contra la mesa. Y si esa zona sobre la que se crispan los dedos es el cuello, esta otra zona, la que está pegando una y otra vez contra la madera debería ser la cabeza. Entonces le estás reventando la cabeza, porque pegás con todas tus fuerzas, y ahora sí, se está rompiendo por fin el paquete, y una lluvia de migas y galletita pulverizada te cae encima, te pega en la cara, se desparrama por la mesa, llega suavemente al piso. Pero eso a vos no te alcanza. Agarrás el paquete de galletitas y lo das entero contra la mesa. Lo ponés ahí arriba y le pegás con los puños; golpes de maza, cachetadas que lo tiran de acá para allá hasta que termina en el piso, y ahí es donde lo pateas. Lo llevás hasta la pared a patadas y contra el sócalo le seguís pegando con tanta furia que tus patadas resuenan en toda la casa.
Cuando por fin lográs calmarte, levantás lo que queda del paquete mientras jadeás tratando de recuperar el aliento. Pero no acertaste en el extremo que elegiste para agarrarlo, parece que en el estropicio, lo que elegiste vendría a ser el fondo, y cuando lo levantás, las pocas migas que quedaban, caen a la alfombra.
Soltás el paquete sin saber si sentirte triunfador o derrotado...
Se extrañan los días en los que las galletitas se vendían sueltas.

18-04-16 Cada noche

Cada noche trae consigo su propia versión de la soledad. 
Las hay dulces y amargas; Breves e infinitas.
Las hay crueles e indulgentes. Todas distintas. 
Todas hechas de un material parecido al que se usa para construir los sueños. 
Pero todas preñadas de despertares y desengaños de aurora.
Ahí nomás vienen los barredores de sueños, arrasando con ese beso que por un rato pareció tan real; con esa sonrisa perdida que por un momento creímos haber recuperado.
Cada noche trae con ella su propio engaño y su propia verdad, pero ambos son tan parecidos...